Rozo con los dedos el amito, un trozo de tela blanca ribeteada de puntilla fina y con dos cintas, que cubre el cuello y los hombros del sacerdote y simboliza un casco de protección contra Satanás. Debajo, el alba blanca, inmaculada, colgando en parte sobre la mesa; el cíngulo, la estola, colocada de través, y la casulla, color ocre suave. Son los ornamentos litúrgicos del Papa, preparados para la misa del día siguiente. Colocados con primor, huelen a suavizante. A Francisco no le gustan las prendas pesadas, bordadas ni recargadas. De telas sumamente ligeras, se nota su suavidad al tacto.
Estoy en la sacristía de la capilla de la casa del Papa, en la residencia Santa Marta. He tenido el privilegio de poder pasar unas horas en el sancta sanctorum de Francisco. Aquí reza, trabaja, come, duerme y vive. Con suma austeridad y sin lujos de ningún tipo.
Esta sacristía, por ejemplo, no parece papal. Es como la de cualquier residencia sacerdotal. Paredes cubiertas de muebles de formica y una gran mesa en el centro, donde se reviste el Papa. A la derecha de los ornamentos, encima de la mesa, dos misales y, debajo de un pequeño cojín blanco, el Breviario del Papa. Lo cogí con delicadeza. Está tan usado que lleva las marcas del tiempo. Rezuma piedad y toda una vida de oración.
«El Papa es un gran rezador», susurra uno de mis acompañantes. Y para demostrarlo, desgrana parte de su horario. Francisco se acuesta temprano, sobre las 11, y se levanta a las 4.30. De 5 a 7 está rezando en la capilla. «A las 7 viene a la sacristía, se reviste y se sienta en esa silla, a la espera de la procesión de entrada a la misa en la ya mundialmente famosa capilla de Santa Marta».
¿Cómo llegué hasta la casa del Papa? Fui a Roma, para asistir a la creación de los 19 primeros cardenales de Francisco, acompañando al Padre Ángel, fundador de Mensajeros de la Paz, y al padre José Vicente Rodríguez, presidente de Mensajeros de Castilla y León. Juntos asistimos al momento histórico en el que los dos Papas se encontraron en la basílica de San Pedro. «Por fin, estamos todos», decía un cura argentino, sentado a mi lado, mientras se le saltaban las lágrimas.
Pero, sin duda, lo que más nos emocionó fue el poder entrar en las intimidades de la casa papal. «Vamos a comer a Santa Marta», nos dijeron, como si fuese lo más normal del mundo. Un sentimiento de emoción recorrió mi cuerpo. No me lo podía creer. Miré al padre Ángel y en su cara vi la misma expresión: un regalo inesperado de la providencia y de nuestros ángeles vaticanos. Tras cruzar por el pasillo contiguo a la sacristía de la basílica, estábamos ya ante la puerta de entrada de la residencia papal.
En la puerta de entrada, un guardia suizo se cuadra. Cinco escalones y un pequeño descansillo, con una cristalera con el escudo pontificio serigrafiado. Un cartel que dice «Ombrello», del que cuelgan tiras de plástico, para colocar en los paraguas mojados. Dos escaleras descienden por ambos lados hacia el hall de entrada. Amplio, diáfano, con suelo de mármol, en el que está dibujado, de nuevo, el escudo papal. Ambiente acogedor y cálido, favorecido por la combinación de los colores amarillo suave y blanco de las paredes. Laicos, clérigos, monseñores y cardenales se dirigen hacia una de las puertas laterales. Y hacia allí vamos también nosotros.
Un comedor con mucha luz
Se abre la puerta y entramos en el comedor del Papa. Al primer golpe de vista, llama la atención por su sencillez y luminosidad. La luz procede de una gran claraboya colocada en el centro de la sala. Mesas redondas y cuadradas cubiertas con manteles blancos, rodeadas de sillas de madera tapizadas en verde. Preside un pequeño crucifijo y, al lado de la puerta de entrada, una pequeña (pero muy pequeña) foto de Francisco. Y muchas plantas naturales, bien cuidadas y relucientes.
Nos colocan en una mesa, desde la que se divisa toda la sala, frente a la puerta por la que entran los comensales. Una puerta a la que no le quito ojo. Para ver quiénes van entrando al comedor y, sobre todo, a la espera del momento en que el propio Papa cruce el umbral, como suele hacer a diario, excepto en contadas ocasiones.
Los comensales fijos se colocan al fondo. Algunos tienen mesas asignadas. Los ocasionales se van sentando en los sitios que van quedando en las mesas. Hoy, día de fiesta cardenalicia, muchos purpurados están comiendo con sus invitados en los alrededores del Vaticano. Pero aquí también hay algunos.
En la mesa de al lado, el cardenal de la India, Cleemis Thottunkal, inconfundible por el pañuelo negro bordado con motivos blancos que le cubre la cabeza y que nunca se quita. A su lado, el cardenal Rivera Carrera, arzobispo de México. En la mesa contigua, se nota la presencia, también inconfundible, del cardenal de Boston, Sean Patrick O'Malley, con su hábito capuchino y sus alpargatas.
Poco a poco, van entrando más cardenales. Entre ellos, el de Florencia, Giuseppe Betori, que se siente en la mesa que ya ocupa el cardenal de Santo Domingo, López Rodríguez. El italiano le comenta algo al oído al dominicano y ambos se ríen. Al rato llega el cardenal Maradiaga, el coordinador del C-8 cardenalicio. Nada más ver al Padre Ángel, se dirige a él un pelín renqueante (desde su última operación de rodilla arrastra un poco una pierna):
-¡Qué alegría verle aquí padre! No me lo esperaba. Este es un autentico ángel de la solidaridad.
Tras el padre Ángel, me presento:
-José Manuel Vidal.
-Claro, ¿quién no conoce al famoso periodista español de la información religiosa? Con la prensa es mejor llevarse bien, y ya sabe que yo soy su amigo.
Sonriente como siempre, Maradiaga irradia cordialidad. Es el hombre fuerte del Papa. Y lo demuestra en todo. Al terminar de comer, como gesto de despedida, se dirige a nuestra mesa y levanta el dedo pulgar. En señal de victoria. ¿Qué ha querido decir el moderador del C-8? En la mesa, llueven las interpretaciones. Unos dicen que es un simple gesto sin más trasfondo. Otros señalan que puede referirse a un plan o a una persona concreta. Otros sentencian: «Lo que quiere decir es que la primavera avanza y que las reformas van bien, a pesar de las resistencias».
Menú de menos de 10 euros
Sirven a la mesa dos hermanas con hábito morado y varios camareros. En el centro de cada una de las mesas, un frutero con plátanos, kiwis y mandarinas. Al lado, una botella de agua con gas y dos botellas de vino. Tanto el tinto como el blanco son del Piamonte, concretamente de Barbera de Monferrato. Los que conocen los caldos italianos dicen que se trata de «un vino trotón». Un español que reside en Roma desde hace años lo compara con el Don Simón.
De primero, macarrones o, más bien, espirales. Normalitos, para ser pasta y estar en Roma. De segundo, unos escalopines, con guarnición de guisantes y pimientos fritos. Sólo pasable. El que quiera se puede levantar y servirse una ensalada de lechuga. De postre, fruta. Y un buen café: espresso o macchiato. Un menú que, en Madrid, costaría menos de 10 euros y seguramente estaría mucho mejor.
Más que austero, un menú espartano que, además, no degusté con tranquilidad, expectante ante la eventual llegada del Papa. Su mesa, antes situada en el centro del comedor, la han colocado ahora en el ángulo izquierdo. Para exponerlo menos a las miradas. Pero el tiempo iba pasando y Francisco no vino a comer. Dicen que está en un pequeño comedor cercano, donde, en contadas ocasiones, suele compartir la comida con algunos invitados de excepción de forma más privada. De hecho, hacia allí pasó en un par de ocasiones su inseparable secretario, Fabián Pedacchio.
Cuando está en el comedor principal, Francisco come la misma comida que los demás. Ese menú de menos de 10 euros. Alguien comenta en nuestra mesa que, al comer lo mismo que todos los demás, el Papa no corre riesgos imprevistos. Y, sobre todo, imprime normalidad a su pontificado. Come rodeado de los suyos, departiendo con todos, la misma comida que todos los demás. Como uno más. Aquí sólo le diferencia el color blanco de su sotana y de su dulleta que, cuando la deja en el ropero, suele decirle al camarero: «No hace falta que me dé número». La suya es la única prenda blanca entre tantas negras, moradas o púrpuras.
Cuando el comedor se fue quedando vacío, nos acercamos, con cierta timidez, a la mesa vacía del Papa, donde el Padre Ángel quiso fotografiarse sirviéndole simbólicamente. Una mesa como todas las demás. Rectangular, con seis sillas. El Papa se sienta en la última de la izquierda. No está, pero se siente su presencia y hasta imaginamos su franca sonrisa, mientras bebe un vasito de vino.
Tras la comida, la visita a la capilla de Santa Marta, famosa ya en todo el mundo por las homilías mañaneras del Papa. Con sus predicaciones cortas, que se convierten a menudo en grandes titulares. Fiel a lo que aconseja a los demás, Francisco siempre utiliza en sus sermones una idea, una emoción y una imagen. Su peculiar cóctel homilético.
La capilla de las homilías diarias
La capilla es más pequeña de lo que parece por la tele. Con capacidad para unas 75 personas muy juntas. Con sillas de color ocre en la parte delantera y taburetes del mismo color, atrás. Amplios ventanales a la derecha y tenue luz eléctrica a la izquierda e iluminando la cruz que preside. El altar en el centro. El sagrario, a la derecha, es redondo de metal dorado en forma de rayos de sol. A la izquierda, una imagen de la Virgen con el niño en brazos.
A tres metros de la imagen de la virgen una silla sencilla en la que se sienta el Papa a rezar después de misa. No puedo resistir la tentación y me siento en ella. Emocionado, rezo por el Papa de la primavera. Antes de salir de la capilla, el padre Ángel me coge del brazo, me hace arrodillar, se arrodilla a mi lado y desde el fondo de su corazón de cura bueno reza así: «Señor Jesús libra al Papa de las asechanzas de sus enemigos que son muchos y poderosos». El Padre Nuestro y el Avemaría nos salen del alma, allí, donde se palpa la presencia de Dios y de Francisco.
La sala del C-8
Me cuentan que, al terminar de comer, el Papa se echa siempre media horita de siesta. Algo sagrado, para él. Quizás por el refrán que nos recuerda el padre José Vicente, presidente de Mensajeros de Castilla y León: «Si quieres matar a un fraile, quítale la siesta y dale de comer tarde». Y Bergoglio es un fraile jesuita.
Si, en general, todos los aposentos de la casa del Papa son pequeños, funcionales y sencillos, todavía lo es más la sala donde se reúne con el C-8, el consejo de cardenales coordinado por Maradiaga. Una estancia alargada, con mesas corridas de plástico blanco, colocadas en forma de u y recubiertas con un mantel de paño verde. En la cabecera, una pantalla recogida. Al fondo un crucifijo sin valor artístico y un cuadro de una virgen sumamente raro colgado en la pared de la derecha. Parece una virgen hindú.
Estoy en la sala de máquinas de la revolución franciscana. Aquí se cocinan las grandes reformas. Recién salida de ese horno, la creación del superdicasterio de Economía. Con el cardenal australiano Pell como presidente. Y con un segundo español, el secretario del nuevo dicasterio Lucio Ángel Vallejo Balda.
El sacerdote de la diócesis de Astorga es el gran supervisor económico de la Santa Sede. Secretario de la Prefectura de asuntos económicos, secretario de la comisión para la reforma de la estructura económico-administrativa del Vaticano, y, ahora, secretario del dicasterio de economía. No se puede concentrar más poder-servicio, al menos en este ámbito.
La carrera de Balda (así le llaman en Roma, incapaces de pronunciar el Vallejo) se acelera. Rodeado de un excelente equipo de prestigiosos expertos mediáticos, y financieros (varios auditores) de diversas partes del mundo. Desde la italiana Francesca Chaouqui, al asturiano Enrique Llano Cueto, pasando por un belga, un alemán o un francés.
Todos adoran al jefe Balda, que tiene el don de hacerse querer y la habilidad de rodearse de los mejores en su equipo. Expertos tan cualificados y que están trabajando para el Vaticano gratis, sólo con alojamiento y dietas. Quizás porque les gustan los grandes retos, porque es un honor en sus curriculums y, sobre todo, porque son profundamente creyentes y quieren servir a la Iglesia y al Papa.
Salgo al exterior y me pellizco para creérmelo de verdad. Acabo de visitar con detalle la casa del Papa. El primer periodista español que lo hace. Y el único en el mundo que ha pisado su sacristía y la sala de reunión del C-8. Una casa tan sencilla y austera que se convierte en el fiel reflejo y en la mejor tarjeta de presentación de su ilustre huésped. El icono de un Papa que ha cambiado el espacio, el tiempo y la forma de ejercer el pontificado.
Una casa sencilla para el Papa de la normalidad, que come a diario un menú de menos de 10 euros, bebe vino peleón, duerme la siesta como todo fraile que se precie, reza más de cuatro horas al día y quiere reformar la Iglesia. Con el ejemplo. El Papa de la primavera que está haciendo florecer la Iglesia por dentro y por fuera. Desde casa Santa Marta.
J M Vidal
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