TRADUCCIÓN

miércoles, 24 de diciembre de 2014

EL ESTOICISMO


La moral del estoicismo se halla resumida y condensada en la siguiente máxima: vivir y obrar conforme a la razón y la naturaleza. Como quiera que para los estoicos el fondo de la naturaleza es la razón divina, obrar en conformidad con la naturaleza equivale a [348] obrar conforme a la razón, y de aquí procede que algunos de ellos explicaban y definían la virtud como conformidad con la naturaleza y otros como conformidad con la razón. Este modo de vivir y obrar constituye la virtud, y la virtud es el bien sumo y único del hombre: la fortuna, los honores, la salud, el dolor, el placer, con todas las demás cosas que se llaman buenas o malas, son de suyo indiferentes, y hasta puede decirse que son malas cuando son objeto directo de nuestras acciones y deseos.


Sola la virtud, la virtud practicada por la virtud misma y con absoluto desinterés, constituye el bien, la perfección y la felicidad del hombre. La apatía perfecta, la indiferencia absoluta, mediante las cuales el hombre se hace superior e indiferene a todos los dolores y placeres, a todas las pasiones con sus objetos, a todas las preocupaciones individuales y sociales, son los caracteres del sabio verdadero, del hombre de la virtud. Las pasiones deben desarraigarse, porque son naturalmente malas; la virtud es una necesariamente, porque nadie puede adquirir ni perder una virtud, sin adquirir o perder simultáneamente todas las demás.


En vista de máximas y principios de moralidad tan elevada, cualquiera creería que la moral del estoicismo se hallaba exenta de las grandes aberraciones que hemos observado en otras escuelas filosóficas; y, sin embargo, sucede todo lo contrario. La mentira provechosa, el suicidio, la sodomía, las uniones incestuosas, con otras abominaciones análogas, autorizadas en la moral de los estoicos, demuestran que la superioridad de ésta es más aparente que real, y que el orgullo sólo puede producir doctrinas corruptoras, y que la razón [349] humana por sí sola es impotente para descubrir y formular un sistema completo de moral {126}, o que nada contenga contrario a la recta razón. [350]

La prudencia o sabiduría, la fortaleza, la templanza y la justicia, son las cuatro virtudes cardinales. El hombre que posee con perfección estas cuatro virtudes, nada tiene que pedir ni envidiar a la Divinidad; se hace igual a Dios, del cual sólo se diferencia en la duración mayor o menor de su existencia (bonus ipse tempore tantum a Deo differt, en expresión de uno de los principales representantes del estoicismo, o sea porque no es absolutamente inmoral, como lo es Dios.

La virtud es la verdadera y única felicidad posible al hombre: ella sola puede denominarse bien, en el sentido propio de la palabra, así como, por el contrario, el único mal verdadero es el vicio. Toda las demás cosas son en realidad indiferentes. La constancia, fijeza e inmutabilidad de la voluntad, representan el carácter más noble de la virtud.

El sabio estoico, el hombre de la virtud, vive y obra con sujección absoluta a la naturaleza, a la divinidad, a la ley inmutable y fatal de las cosas, y no [351] con miras interesadas y de propia felicidad. 

Así es que la virtud se basta a sí misma, y no aspira ni necesita otra vida, ni de la inmortalidad del alma, para ser feliz: virtus seipsa contenta est, et propter se expetenda.

Tesis fundamental del estoicismo era también la igualdad de las faltas morales. Para los estoicos, así como una verdad no es mayor que otra, ni un error más error que otro, así también un pecado o falta moral no es mayor que otra. De aquí también la correlación íntima, la conexión necesaria de las virtudes, no siendo posible poseer una de éstas sin poseerlas todas.

Ya queda indicado que los estoicos consideraban las pasiones como movimientos contrarios a la razón, y consiguientemente como malos en el orden moral. Por lo demás, el estoicismo solía reducir las pasiones todas a cuatro géneros, que son: la concupiscencia (libidinem, dice Cicerón) o deseo, la alegría, el temor y la tristeza. Las dos primeras se refieren al bien como a su objeto propio; las últimas son relativas al mal.

Además de los muchos y graves defectos de que adolece la moral del estoicismo, y que se acaban de indicar, todavía entraña y lleva en su seno otro principio que la vicia en su mismo origen y en su esencia. Ya hemos visto que la libertad humana, el libre albedrío individual en el sentido propio de la palabra, es incompatible con la teoría metafísica y teológica del estoicismo, según el cual la naturaleza humana se halla determinada en su naturaleza y en sus actos por la naturaleza universal, y la razón individual por la razón divina. Ley universal de Dios, del hombre y del mundo, es la fatalidad absoluta, significada por el Destino en el estoicismo y para el estoicismo. Síguese de [352] aquí que cuando éste nos habla de vivir y obrar conforme a la naturaleza y a la razón, no puede significar otra cosa que vivir y obrar conformándose con el movimiento irresistible de la naturaleza universal, abandonándose al destino y a la corriente fatalista de las cosas, y marchando impulsado por las corrientes de la vida, que le arrastran hacia su fin, es decir, hacia el fin general del universo.

De aquí se desprende que, a pesar de las apariencias en contrario, y a pesar de sus pretensiones, la moral del Estoicismo, no sólo es sumamente imperfecta y viciosa, sino que apenas merece semejante nombre, puesto que le falta una de las bases y condiciones esenciales para la moralidad. Porque donde no hay libre albedrío, donde no hay verdadera libertad humana, no hay ni puede haber verdadera moralidad para el hombre, y los nombres de bien y de mal, de virtud y de vicio, carecen de sentido. Resultado y aplicación lógica de este principio fatalista, es esa indiferencia o impasibilidad que constituye la virtud, la perfección suprema del hombre para el Estoicismo, la superioridad real del sabio estoico, superioridad y perfección que le pone en estado de mirar como indiferentes y lícitas las abominaciones más grandes, los actos más repugnantes e inmorales a que arriba hemos aludido. 
Zeferino González - Historia de la Filosofía

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