El catecismo de la Iglesia católica
menciona diversos nombres que ha tomado la penitencia. Son los siguientes:
- Sacramento de conversión, ya que es un signo de la conversión a la que el mismo Jesucristo ha llamado (cf. Lc 15, 18).
- Sacramento de la confesión, pues una de sus partes principales es la confesión de los pecados cometidos por el penitente.
- Sacramento del perdón, pues a través de la absolución sacramental el penitente recibe el perdón de Dios.
- Sacramento de la reconciliación, pues junto al perdón de Dios se otorga la reconciliación con Dios (cf. 2 Cor 5, 20) y con la Iglesia.
Toma también el nombre de penitencia
porque ésta es la última parte del camino de conversión que, según la teología
del sacramento, realiza el penitente para recibir el perdón de sus pecados.
La tradición de la Iglesia toma
normalmente la afirmación de los apóstoles de
Jesús, según la cual Éste les había dado poder
para perdonar los pecados en nombre de Dios. Los sucesores de los apóstoles
escribieron que éstos les habían transmitido dicha facultad —entre otras—. Como
mayor referencia, se lee en el Evangelio según san Juan:
Recibid el
Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a
quienes se los retengáis, les quedan retenidos.
Juan 20, 23
Asimismo, reafirma este mandato con
el pasaje del noveno capítulo del Evangelio según san Mateo:
Pues para
que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados
dice entonces al paralítico: «Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa». Él
se levantó y se fue a su casa. Y al ver esto, la gente temió y glorificó a
Dios, que había dado tal poder a los hombres.
Mateo 9, 6-7
La confesión misma también está
indicada en la Epístola de Santiago, en su capítulo 5:
Confesaos,
pues, mutuamente vuestros pecados y orad los unos por los otros, para que seáis
curados. La oración ferviente del justo tiene mucho poder.
Santiago 5, 16
Además es sabido, por el libro de
los Hechos de los Apóstoles, que la Confesión
de los pecados era una práctica habitual en la Iglesia primitiva, por lo menos
en su forma pública. 1
En el protestantismo
se niegan a la necesidad de un ministro para el perdón de los pecados, para
ellos el perdón se solicita directamente a Dios.
Además de los textos referidos, se
descubre en el Nuevo Testamento además una constante llamada a la
conversión y a la corrección. Se recomiendan las prácticas penitenciales
tradicionales que se practican hasta el día de hoy, especialmente la oración, el ayuno y la limosna.
Para conocer algo de la disciplina
penitencial, una obra importante es El pastor de Hermas, de mediados
del siglo II.
Mientras que algunos doctores afirmaban que no hay más penitencia que la del bautismo,
Hermas piensa que el Señor ha querido que exista una penitencia posterior al
bautismo, teniendo en cuenta la flaqueza humana, pero en su opinión sólo se
puede recibir una vez. De todas maneras, cree que no es oportuno hablar a los
catecúmenos de una «segunda penitencia», ya que puede causar confusión, puesto
que el bautismo tendría que haber significado una renuncia definitiva al
pecado. 2
A comienzos del siglo III,
esa única penitencia eclesiástica años después del bautismo ya estaba
perfectamente organizada y se practicaba con regularidad tanto en las iglesias
de lengua griega como en las de lengua latina.
El obispo Hipólito de Roma escribió que la potestad de
perdonar los pecados la tenían sólo los obispos. En ambas tradiciones, y hasta
fines del siglo VI, no se conocía sino esa única posibilidad de penitencia, que
había sido denominada por Tertuliano, «segunda tabla de salvación» (cf. De
paenitentia 4, 2 y citado en el Concilio de Trento, ver DS 1542).
La práctica de la penitencia
comenzaba con la exclusión de la eucaristía
y terminaba con la reconciliación, que volvía a dar al penitente el acceso a
ella. El tiempo penitencial generalmente era largo y estaba acomodado a la
gravedad del pecado. Las etapas de la excomunión estaban claramente fijadas:
1.
El pecador debía confesar el pecado a solas ante el
obispo;
2.
Era graciosamente admitido a la penitencia eclesial;
3.
Durante algún tiempo (semanas o meses) tenía que
aceptar el humillante estado de penitente, que manifestaba incluso con un
vestido especial;
4.
Debía mostrar su conversión y perseverancia con obras
de penitencia (oraciones, limosnas y ayunos);
5.
Quedaba excluido de la Iglesia en la medida que no
podía recibir la eucaristía y era apartado de la comunidad (no podía asistir a
las reuniones);
6.
Finalmente, después de que la comunidad había orado
por él, el penitente obtenía la reconciliación, normalmente mediante la imposición de las manos del obispo.
No se precisa el modo en que esa
reconciliación procuraba el perdón de los pecados. Las herejías
penitenciales del montanismo y novacianismo
obligarían a una reflexión teológica acerca de la praxis penitencial. Era
preciso rechazar el rigorismo: todos los pecados graves, incluso los tres
capitales (apostasía-idolatría,
homicidio
y adulterio)
podían ser perdonados; y todos los pecados —incluso los secretos—, debían ser
sometidos a la penitencia episcopal. En este sentido, Ambrosio
afirma:
Dios no hace
distinciones, porque prometió a todos la misericordia y concedió a sus
sacerdotes la facultad de absolver sin excepción alguna. Aquel que exageró el
pecado, que abunde en penitencia; los mayores crímenes se lavan con grandes
llantos.
El obispo de Milán destaca el valor
«medicinal» de la penitencia. Atar es hacer lo que el buen samaritano,
que se inclina sobre el herido encontrado en el camino. La misericordia de
Cristo nos ha enseñado que cuanto más graves son los pecados, más firmes
soportes necesitan.
En El pastor de Hermas ya aparece
un elemento doctrinal decisivo: la penitencia siempre es comprendida
eclesiológicamente, es decir, hay, una reintegración en la misma Iglesia.
Mientras perdura el procedimiento penitencial de la Iglesia antigua, se
conserva la conciencia de la participación activa de toda la comunidad.
Tertuliano
dice claramente que la reconciliación impartida tras una laboriosa penitencia y
con intervención de la comunidad confiere al pecador arrepentido la paz con la
Iglesia y la venía ante Dios.
Cipriano formula explícitamente la relación
causa efecto de la pax ecclesiae y la reconciliación con Dios. La paz
con la Iglesia significa el don del Espíritu Santo y la esperanza de salvación.
No obstante, la paz de la Iglesia no tiene en los Padres un sentido absoluto,
como si se tratara de una imposición de la Iglesia sobre la voluntad divina. Cipriano
advierte que si a la Iglesia se la puede engañar, Dios conoce el interior de los
corazones y juzga acerca de lo que en ellos está oculto. Pero, dando la paz, la
Iglesia da la esperanza de la salvación y el acceso a la comunión eucarística,
la fortaleza para enfrentarse a las adversidades y confesar a Cristo, la
comunicación del Espíritu Santo que habita en ella.
Ambrosio dice
además que el penitente se redime del pecado y se limpia y purifica en su
interior en virtud de las obras, oraciones y gemidos del pueblo; pues Cristo ha
concedido a la Iglesia que uno pueda ser redimido por todos, así como todos han
sido redimidos por uno gracias a la venida del Señor Jesús. Entonces la
purificación del pecador es obra de toda la Iglesia, que —unida a Cristo—
ofrece sus méritos y oraciones a favor de aquel que se somete a la penitencia
eclesiástica. La penitencia del pecador tiene un doble valor: medicinal,
ordenado a su corrección; y ejemplar, destinado a manifestar a la comunidad la sinceridad
de su conversión.
De manera semejante se expresa Agustín, que ofrece además la primera teoría
acerca de la eficacia de la reconciliación penitencial. El perdón es
propiamente fruto de la conversión, la cual es a la vez obra de la gracia
divina, que actúa en el interior del hombre, pero es la caridad -que el Espíritu
Santo difunde en la Iglesia- la que perdona los pecados de sus miembros. El
sacerdote obra en nombre de la Iglesia, que es la que «ata y desata» los
pecados. Las palabras que Jesús había dirigido a Pedro las dirige a toda la
Iglesia, que tiene el poder de las llaves: «Es a los ministros de su Iglesia,
que imponen las manos sobre los penitentes, a quienes Cristo dice (como a
aquellos que quitan las vendas del resucitado Lázaro): “desatadlo”».
En el primer tercio del siglo IV, el Concilio de Elvira da penitencias de tres, cinco
años y hasta de toda la vida. Según este concilio, los penitentes debían ser
reconciliados en el mismo lugar donde habían sido excluidos, y el obispo que
los reconciliaba debía ser el mismo que los había excomulgado. La
reconciliación iba acompañada de la imposición de manos por parte del obispo y
de los presbíteros que le asisten. El tiempo de Cuaresma se
considera el más apto para practicar la penitencia pública.
La práctica de la penitencia
canónica después del siglo IV no modifica sustancialmente su estructura y
severidad. El Tercer Concilio de Toledo (aprox. 589) condena como una
práctica execrable el uso reiterado de la reconciliación que, por influencia céltica se
había introducido en España
A partir del siglo V la
institución de la penitencia canónica entra en crisis. Las cargas que comporta
son extremadamente duras; entre éstas destaca la de la continencia perpetua,
razón que invoca, por ejemplo, el concilio de Arlés para no admitir a la penitencia
a un pecador casado sin consentimiento de su esposa. Tratándose de hombres y
mujeres de edad inferior a los 30 o 35 años, los obispos y concilios se
muestran partidarios de retrasar la imposición de la penitencia, a fin de
evitar castigos mayores, como el de la excomunión,
en caso de abandono de la práctica penitencial.
Según el papa León
I, muchos pecadores esperaban los últimos momentos de la vida para pedir la
penitencia, y una vez que se sentían recuperados de su enfermedad, rehuían al
sacerdote para evitar someterse a la expiación. La penitencia eclesiástica no
se aplicaba por lo general a los clérigos y religiosos que incurrían en pecados
graves, ya que se pensaba que su dignidad podía recibir agravio; sólo se le deponía
de su cargo, podía acogerse a la penitencia privada y llevar una forma de vida
monástica, que era considerada como un segundo bautismo que permitía el acceso
a la eucaristía.
Un capítulo importante para rastrear
los orígenes de la penitencia privada es el que se refiere a las prácticas
penitenciales de la vida monástica. Los «libros penitenciales», que son la
primera y principal fuente de la llamada «penitencia tarifada o arancelaria»
(antecesora de la penitencia privada), comienzan a aparecer a mediados del siglo VI,
bajo la influencia de comunidades monásticas implantadas en las Islas Británicas.
El principio de «no reiterabilidad»
deja de observarse en la penitencia «tarifada o arancelaria», que puede
practicarse cuantas veces se considere necesario. Su uso no está sometido, a
unos tiempos litúrgicos determinados ni a una forma solemne de celebración que
exija la presencia del obispo, sino que se realiza de forma individualizada,
con la sola intervención del penitente y, del presbítero confesor. Éste, oída
la confesión del penitente, le impone una «penitencia» proporcionada a la
gravedad de su culpa, y su estado de monje, clérigo o casado; y le remite a un
nuevo encuentro para darle la absolución, una vez que ha cumplido la penitencia
impuesta. La confesión se hace espontáneamente o por medio de un cuestionario
que utiliza el confesor.
La Instrucción de los clérigos de
Rábano
Mauro (m. 856) sienta el principio de que si la falta es pública, se
aplicará al penitente la penitencia pública o canónica; si las faltas son secretas
y el pecador confiesa espontáneamente al sacerdote o al obispo, la falta deberá
permanecer secreta. Los «libros penitenciales» recogen el conjunto de faltas
graves y leves en que puede incurrir un cristiano, para ayudar a los confesores
a fijar equitativamente la duración y el sacrificio de las penitencias, que
corresponden al número y gravedad de las faltas. La «tasación» desciende a todo
tipo de detalles, y fija con absoluta precisión los tipos de mortificaciones,
vigilias y oraciones. Las penas pueden durar hasta años. El más antiguo de los
penitenciales conocidos es el Penitencial de Fininan, escrito a mediados del
siglo VI en Irlanda; y le sigue el Penitencial de san Columbano,
uno de los más completos, escrito a fines del mismo siglo. La penitencia
tarifada tiende a una exagerada cuantificación de la realidad moral del pecado
y a su compensación penitencial o penal, subordinando excesivamente el perdón a
la obra material que realiza el penitente como satisfacción por el pecado. Este
materialismo dará paso con el tiempo a conmutar penas por dinero en limosnas o
misas; sobre este particular, ya Bonifacio de Maguncia (m.
755) ofrecía criterios al respecto, y el papa Bonifacio
VIII (m. 1303) los llegara a calificar de «afortunado negocio». El Penitencial
de Pseudo Teodoro (entre 690 y 740)
dice expresamente que aquel que «por su debilidad no pueda ayunar», ni hacer
otras obras penitenciales, «escoja a otro que cumpla la penitencia en su lugar
y le pague para ello, ya que está escrito: “Llevad el peso de los otros”».
A partir del siglo IX, los libros
litúrgicos, que hasta entonces contenían solamente el rito de la penitencia
eclesiástica o canónica, incluyen ya el ordo de la penitencia «privada». A
partir del año 1000 se generaliza la práctica de dar la absolución inmediatamente
después de hacer la confesión, reduciéndose todo a un solo acto, que solía
durar entre veinte minutos y media hora. A finales del primer milenio, la
penitencia eclesiástica se aplica únicamente en casos muy especiales de pecados
graves y públicos. La penitencia privada, en cambio, se ha convertido en una
práctica extendida en toda la Iglesia. Por lo general, la práctica de la
confesión no es muy frecuente, de hecho, el Concilio IV de Letrán (a. 1215) impondrá el
deber de confesar los pecados una vez al año.
En el siglo XIII, las órdenes
mendicantes intensifican la llamada a la conversión y reforma de vida,
fomentando la práctica de la confesión. Se redactan «manuales sobre la
confesión» que suplen a los libros penitenciales.
Entre las prácticas penitenciales
cabe destacar la «peregrinación» a lugares santos de la cristiandad (Jerusalén,
Roma y Santiago); hasta los párrocos podían imponer estas peregrinaciones como
penitencia, teniéndose ya sencillos rituales para entregar insignia, talega y
bordón. Otra forma de penitencia que se impuso fue la flagelación; y no sólo
para penitentes, sino recomendada para cristianos deseosos de mortificación.
Algunos ejemplos de tarifas o
aranceles para monjes, extraído del Poenitentiale Columbani:
- homicidio: ayuno de diez años;
- sodomía: ayuno de diez años;
- fornicación (una vez): tres años;
- fornicación (varias veces): siete años;
- robo: siete años;
- masturbación: un año.
El problema fundamental sigue siendo
el que ya suscitaron los Padres: ¿qué valor tienen, para el perdón de los
pecados en cuanto ofensa a Dios, el esfuerzo penitencial del pecador
arrepentido y la intervención de la Iglesia? Puesto que la confesión y la
absolución se realizaban normalmente de forma privada, la investigación de los
teólogos no logra integrar plenamente el significado comunitario y eclesial.
Una acentuación progresiva del aspecto jurídico de la Iglesia les llevó por un
lado a insistir en la índole judicial de la absolución, y por otro a que se
viera ya con claridad la relación intrínseca que existe entre la reconciliación
del pecador con Dios y su reconciliación con la Iglesia. En los comienzos de la
reflexión escolástica acerca de los sacramentos, la penitencia es enumerada
siempre como uno de ellos. Los teólogos de la alta escolástica llaman sacramentum
a la penitencia exterior y res sacramenti (fruto del sacramento) a la
penitencia interior; aunque para otros esta última es el perdón los pecados.
Nunca se dudó de que los pecados graves debían ser sometidos al poder de las
llaves sacerdotal. Pero sí surgió una discusión escolástica acerca de la
cuestión de si la absolución impartida por el sacerdote posee una eficacia
causal. Hasta mediados del siglo XIII la respuesta fue negativa. Esta será
denominada teoría declaratoria; la esencia de la absolución del sacerdote es
una declaración autorizada de que Dios ya ha perdonado su culpa al pecador
arrepentido. Así opinaban teólogos tan importantes como:
- Anselmo de Canterbury (m. 1109),
- Pedro Abelardo (m. 1142)
- el maestro de las sentencias Pedro Lombardo (m. 1164)
- Guillermo de Auxerre (m. 123l)
- Alejandro de Hales (m. 1245)
- Alberto Magno (m. ca. 1275)
- Hugo de San Víctor (m. 1140)
- Ricardo de San Víctor (m. 1173).
En cambio, la teoría clásica que
alcanzara el consenso general católico comienza con Guillermo de Auvernia (m.
1249), Hugo de San Caro (m. 1263) y Guillermo de Melitona (m.
1257). Según esta teoría —defendida por Tomás
de Aquino (m. 1274) y Buenaventura (m. 1274)—, el efecto de la
absolución impartida por el sacerdote consiste en el perdón ante Dios.
Desde la temprana Edad Media la
confesión misma de los pecados ha sido considerada la parte más importante del
sacramento. En el caso de no encontrar un clérigo, dice Lanfranco de
Canterbury, (m. 1089) en su Tratado sobre el secreto de la confesión,
podría hacerse la confesión a un hombre considerado honesto; este no tiene el
poder de desatar, pero el penitente que confiesa así se hace digno de obtener
el perdón en virtud de su deseo de hacer la confesión al sacerdote. No hay que
desesperar, si no se encuentra un confesor, porque los Padres coinciden en
decir que basta la confesión a Dios.
Con la penitencia «tarifada» la
figura del sacerdote confesor adquiere gran relieve social. El sacerdote, dice Alcuino (m. 804)
es el médico espiritual que puede curar las heridas del alma, y, es también el
juez que nos libra de las cadenas del pecado. Según Lanfranco de Canterbury, el
que traiciona los secretos de la confesión, viola sus tres misterios: la
condición de bautizado del penitente, la dignidad de la conciencia y el juicio
divino.
En cuanto al aspecto eclesial del
pecado y del perdón, es frecuente en la escolástica la idea de que el pecado
perjudica a la Iglesia y modifica esencialmente la relación del pecador con
ella. De ahí se sigue que la satisfacción debe tener lugar también con respecto
a la Iglesia, y efecto de la absolución sacerdotal es el recibir al pecador en
el seno de la Iglesia. Pero este aspecto eclesial del perdón de los pecados fue
perdiendo terreno a favor de un sentido individualista de la relación con Dios.
En la escolástica temprana es
comúnmente aceptado que todo arrepentimiento verdaderamente religioso va unido
necesariamente al amor que justifica. Entre todos los actos que concurren en el
sacramento de la penitencia, se atribuye sólo al arrepentimiento la capacidad
de perdonar pecados. En el siglo XII (Escuela de Giberto de Poitiers) aparece el concepto de atritio
o «arrepentimiento» imperfecto: cuando el pecador no renuncia por completo a su
pecado, cuando su propósito de enmienda y satisfacción es ineficaz, cuando el
arrepentimiento no es suficientemente intenso, etc.
Suele definirse la atrición como el
pesar que experimenta el creyente de haber ofendido a Dios, no tanto por el
amor que se le tiene (como es el caso de la contrición), sino más bien por temor a las
consecuencias de la ofensa cometida. La atrición se consideraba ordenada a la
contrición, en la cual debía desembocar. En términos escolásticos: la atritio
es un arrepentimiento «informe», la contritio es un arrepentimiento
“formado” mediante la gracia y el amor. El pecador debe acercarse al sacramento
de la penitencia con contrición, es decir, ya justificado. Cuando sin culpa del
pecador esto no sucede, entonces según Tomás
de Aquino la gracia del sacramento (comunicada en la absolución) hace que
la atrición se transforme en contrición. Según Duns Escoto
(m. 1308), no se requiere la contrición para acercarse al sacramento de la
penitencia; basta la atrición. El pecado no se borra por el arrepentimiento,
fruto de la gracia, sino solamente por la infusión de la gracia justificante.
Ambas teorías (la de santo Tomás y la de Duns Escoto) pueden ser defendidas
libremente en la teología católica. El Concilio de Trento no quiso tomar postura por
ninguna de ellas y enseñó que la atrición dispone al pecador para obtener la
gracia del sacramento de la penitencia (DS 1705).
En el Catecismo de Juan Pablo II, se
afirma que la contrición imperfecta o atrición es también un don de Dios debido
a la acción del Espíritu Santo. Ahora bien, se aclara que, por sí misma, esta
atrición no alcanza el perdón de los pecados graves:
Cuando brota
del amor de Dios amado sobre todas las cosas, la contrición se llama
«contrición perfecta» (contrición de caridad). Semejante contrición perdona las
faltas veniales; obtiene también el perdón de los pecados mortales si comprende
la firme resolución de recurrir tan pronto sea posible a la confesión
sacramental. La contrición llamada «imperfecta» (o «atrición») es también un
don de Dios, un impulso del Espíritu Santo. Nace de la consideración de la
fealdad del pecado o del temor de la condenación eterna y de las demás penas
con que es amenazado el pecador. Tal conmoción de la conciencia puede ser el
comienzo de una evolución interior que culmina, bajo la acción de la gracia, en
la absolución sacramental. Sin embargo, por sí misma la contrición imperfecta
no alcanza el perdón de los pecados graves, pero dispone a obtenerlo en el
sacramento de la Penitencia.
Catecismo de la Iglesia Católica, 1452-1453
La escolástica, fundándose en algunas distinciones patrísticas, (como
la agustiniana entre elementum y verbum), concibe en sentido
aristotélico (cosa que aparece por primera vez en Hugo de San Caro) los “elementos constitutivos”
de un sacramento, como materia y forma, como lo determinado y lo predominante.
Desde el comienzo de la reflexión teológica acerca de la penitencia resultó
difícil determinar la materia de este sacramento. Se tendía a concretarla
también en los actos del penitente, a los cuales se concede gran importancia en
todas las reflexiones sobre la penitencia.
En la patrística, el elemento principal era la satisfacción, que
borra el pecado. Esta idea se mantuvo en el período de la penitencia tarifada:
la función del sacerdote consistía precisamente en la imposición de la
satisfacción, y la confesión era el presupuesto necesario para determinarla
adecuadamente. En el siglo XI se inicia una fase (por influjo del tratado
pseudoagustiniano De vera et falsa poenitentia) en la que se atribuye a
la confesión como tal la virtud de borrar los pecados. Entonces se subrayó la
importancia de la contrición. En el intento de distinguir la materia y la forma
de la penitencia, Hugo de San Caro habla ya de quasi
materia, la cual consistiría en la confesión y la satisfacción, mientras
que la forma sería la absolución y la imposición de una satisfacción.
Así también lo afirmará Tomás de Aquino, para quien ambas constituyen
una unidad moral, el unum sacramentum. En cambio, Duns Escoto
considera que los actos del penitente son sólo un presupuesto indispensable del
signo sacramental: no forman parte de él, ni son considerados como materia. El
sacramento, independientemente de la materia, consiste sólo en la sentencia del
sacerdote. Esta concepción fue defendida por la teología franciscana todavía después del Trento, que en el canon 4 (DS 1704) designa los
tres actos del penitente como quasi materia y como las tres partes del
sacramento de la penitencia.
El obispo solía presidir sólo la penitencia pública, pues desde que se
generalizó la penitencia privada y reiterable el ministro fue el sacerdote. En
caso de necesidad incluso el diácono escuchaba confesiones; más aún, las
recibían los laicos, lo cual fue un gesto altamente considerado entre los
siglos VIII y XIV. Esto se explica porque para los primeros escolásticos el
sacramento se concentraba en los actos del penitente, sobre todo en la
confesión; de ahí que, a falta de sacerdote, los cristianos eran estimulados
por los mismos pastores y teólogos a confesarse con un amigo, con un compañero
de viaje o un vecino; muchos teólogos concedieron a esta práctica cierto valor
sacramental.
El mismo Tomás de Aquino lo ve necesario en peligro de muerte y en
ausencia del ministro. Fue Duns Scoto el primero que se opuso a esta tradición,
negando a la confesión de los laicos todo valor sacramental y rechazando su
obligatoriedad.
La práctica de reservar la absolución de algunos pecados al obispo
aparece reflejada ya en un sínodo de Londres (1102), tratando un caso de sodomía;
luego en el Concilio de Clermont (1130) y Lateranense II (1139) se habla de los
malos tratos a un clérigo o a un monje como pecados que requieren la absolución
papal.
Como en otros casos, las
definiciones se han dado debido a herejías u opiniones que de alguna manera
hieren la doctrina afirmada por la Iglesia. Así, entre los errores de Pedro
Abelardo, condenados por Inocencio II en 1140 y 1141, está el número 12 en que
afirma: «La potestad de atar y desatar fue dada solamente a los apóstoles, no a
sus sucesores». Esta condena implica la afirmación de que los sucesores de los
apóstoles tienen potestad de perdonar pecados.
En tiempos de Inocencio
III], en el Cuarto Concilio de Letrán (1215) se
obliga a todos los católicos a la confesión anual con el sacerdote propio, o
con licencia de éste a otro (DS 812). Además se establecen las cualidades de
los confesores: discreto, cauto, entendido, inquiriendo diligentemente las
circunstancias del pecador y del pecado, para aconsejar y remediar. La
violación del sigilo conlleva deposición del oficio y reclusión en un
monasterio a perpetuidad.
En el Concilio de Constanza (1415) y en el Decreto
de Martín
V (1418) se condenan los errores de John Wyclif
y de los husitas:
«7. Si el hombre está debidamente contrito, toda confesión exterior es para él
superflua e inútil» (DS 1157). El decreto para los armenios del concilio de Florencia (1439), recoge la
doctrina de Tomás de Aquino:
El cuarto
sacramento es la penitencia, cuya cuasi materia son los actos del penitente que
se distinguen en tres partes. La primera es la contrición del corazón, a la que
toca dolerse del pecado cometido con propósito de no pecar en adelante. La
segunda es la confesión oral, a la que pertenece que el pecador confiese a su
sacerdote íntegramente todos los pecados de que tuviere memoria. La tercera es
la satisfacción por los pecados, según el arbitrio del sacerdote; satisfacción
que se hace principalmente por medio de la oración, el ayuno y la limosna. La
forma de este sacramento son las palabras de la absolución que profiere el
sacerdote cuando dice: «Yo te absuelvo». El ministro de este sacramento es el
sacerdote que tiene autoridad de absolver, ordinaria o por comisión de su
superior. El efecto de este sacramento es la absolución de los pecados.
El papa Sixto IV
condena las proposiciones del mágister salmanticensis
Pedro Martínez de Osma (1479):
1.
La confesión de los pecados en especie, está
averiguado que es realmente por estatuto de la Iglesia universal, no de derecho
divino.
2.
Los pecados mortales en cuanto a la culpa y a la pena
del otro mundo, se borran sin la confesión, por la sola contrición del corazón.
3.
En cambio, los malos pensamientos se perdonan por el
mero desagrado.
4.
No se exige necesariamente que la confesión sea
secreta.
5.
No se debe absolver al penitente antes de cumplir la
penitencia.
6.
El Romano Pontífice no perdona la pena del purgatorio.
7.
El Romano Pontífice no dispensa acerca de lo que estatuye
la Iglesia universal.
8.
También el sacramento de la penitencia en cuanto a 1a
colación de la gracia, es de naturaleza (y no de institución) del Nuevo
o del Antiguo Testamento.|DS (1411-1419).
9.
La penitencia consta de cinco etapas:
10.
1- Examen de conciencia
11.
2- Acto de Contrición
12.
3- Confesión auricular al sacerdote
13.
4- La Penitencia (Acto de Satisfacción)
14.
5- La Absolución
Arrepentimiento
y contrición
Es tener la intención de no volver a
cometer los pecados que se van a confesar (es decir, tener el propósito de
enmienda), en atención a la justicia y la misericordia
de Dios. El arrepentimiento busca sentir interiormente la culpa por los pecados
cometidos, aunque el sentimiento -que es involuntario- en sí no es necesario
para hacer una buena confesión; nada más la voluntad -que es libre- es
requerida. El arrepentimiento conlleva el deseo de reparar el daño hecho por
los pecados cometidos.
Se llama contrición al
arrepentimiento nacido del puro amor a Dios; cuando el arrepentimiento proviene
más bien del miedo a la condenación eterna, se llama atrición. Ambos tipos de
arrepentimiento son válidos para recibir este sacramento.
Confesión
La fase de la confesión consiste en
la enumeración verbal de todos los pecados mortales a un sacerdote con
facultad de absolver. Los sacerdotes están obligados a guardar en secreto los
pecados confesados durante esta fase, lo que se conoce como sigilo sacramental
o secreto de arcano. Un sacerdote jamás, bajo
ninguna circunstancia, puede romper este secreto. El Código de Derecho Canónico indica que de
ser violado, el sacerdote queda automáticamente excomulgado:
«El sigilo
sacramental es inviolable; por lo cual está terminantemente prohibido al
confesor descubrir al penitente, de palabra o de cualquier otro modo, y por
ningún motivo».
Código de Derecho Canónico, canon 983,1
La confesión debe ser completa, es
decir, debe especificar todos los pecados en tipo y número, así como las
circunstancias que modifiquen la naturaleza del pecado mismo (por ejemplo, no
se considera el mismo tipo de pecado mentir a una persona cualquiera que mentir
a alguien que tenga autoridad sobre la persona). Ocultar conscientemente un
pecado invalida la confesión.
Satisfacción
La satisfacción, también llamada
penitencia, es una acción indicada por el sacerdote y llevada a cabo por el
penitente como reparación por sus pecados.
Absolución
El sacerdote con facultad de
absolver, después de haber indicado la penitencia, y haber dado consejos
apropiados si le pareciera oportuno o si el penitente mismo lo pide, da la
absolución con esta fórmula:
Dios, Padre
misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección
de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te
conceda, por el misterio de la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de
tus pecados en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo (cf.
Catecismo de la Iglesia católica n. 1449).
El penitente responde «Amén».
Aspectos
canónicos
La legislación actual de la Iglesia
(principalmente el Código de Derecho Canónico vigente, de
1983) establece ciertas normas referidas a la administración de este
sacramento.
Concretamente, el CIC establece lo
siguiente:
Para los seminaristas
- Para los seminarios se nombran confesores. Los seminaristas deben tener libertad completa para confesarse con el sacerdote que elijan (incluso con sacerdotes de fuera del Seminario). 3
- Para facilitar lo anterior, el rector del Seminario debe hacer que otros confesores, además de los ordinarios, acudan regularmente al Seminario. 4
- Cuando el Superior decide acerca de si el candidato se ordena o no, no se puede pedir la opinión del confesor (ni siquiera del director espiritual). 5
- El rector del seminario no debe oír las confesiones de los alumnos, salvo que éstos lo pidan espontáneamente. 6
Para los religiosos
- Los superiores deben respetar la libertad de sus subordinados a la hora de escoger tanto al confesor como al director espiritual, si bien se nombran confesores ordinarios. Por lo tanto, no pueden imponer la confesión o la dirección espiritual con miembros de la propia orden, por ejemplo. 7
- A los superiores se les prohíbe oír las confesiones de sus súbditos, salvo que éstos lo pidan espontáneamente. También se le prohíbe al maestro de novicios y a su asistente. 8
- Por último, a los Superiores también se les prohíbe intentar conocer la conciencia del súbdito (no solo mediante un mandato explícito, sino que ni siquiera pueden aconsejarles que les comuniquen su conciencia). Igual que en el caso anterior, solo se permite esta práctica si la iniciativa parte del súbdito. 9
Para los fieles en general
- Todo fiel tiene derecho a confesarse con el confesor legítimamente aprobado que prefiera, aunque sea de otro rito. 10
- El lugar ordinario para la Confesión es el Confesonario. Solo se puede oír confesiones fuera del mismo por justa causa, y debe quedar a salvo el derecho del fiel a mantener su anonimato (mediante el uso de las rejillas usuales en los confesonarios) 11
- Entre otras cosas, el confesor tiene prohibido preguntarle al penitente por la identidad de su cómplice, si lo hubiera. 12
- La obligación de mantener el secreto sacramental es absoluta. Es más, ni siquiera se puede hacer uso de lo conocido por la confesión, ni para el gobierno externo en el caso de que el confesor sea superior del penitente, ni para tomar cualquier tipo de medida que se pueda considerar perjudicial para éste. 13 14
Otras disposiciones establecidas por
el CIC son que los superiores deben facilitar el acceso al sacramento de la
Penitencia, y que en caso de necesidad (y no solo en peligro de muerte) los
confesores tienen obligación de oír las confesiones de los fieles que se lo
pidan 15
Notas
1.
↑ Hechos de los Apóstoles 19, 18-19.
2.
↑ Hanna, Edward. "The Sacrament of
Penance." The Catholic Encyclopedia. Vol. 11. New York: Robert Appleton
Company, 1911. 5 Aug. 2012 .
3.
↑ Además de
los confesores ordinarios, vayan regularmente al seminario otros confesores; y,
quedando a salvo la disciplina del centro, los alumnos también podrán dirigirse
siempre a cualquier confesor, tanto en el seminario como fuera de él. c.
240.1.
4.
↑ c. 240.1.
5.
↑ Nunca se
puede pedir la opinión del director espiritual o de los confesores cuando se ha
de decidir sobre la admisión de los alumnos a las órdenes o sobre su salida del
seminario. c. 240.2
6.
↑ c. 985.
Recuérdese que la opinión del rector es fundamental a la hora de que el
candidato sea admitido o no a las Sagradas órdenes.
7.
↑ Los
Superiores reconozcan a los miembros la debida libertad por lo que se refiere
al sacramento de la penitencia y a la dirección espiritual, sin perjuicio de la
disciplina del instituto. c. 630.1 Y también: En los monasterios de
monjas, casas de formación y comunidades laicales más numerosas, ha de haber
confesores ordinarios aprobados por el Ordinario del lugar, después de un
intercambio de pareceres con la comunidad, pero sin imponer la obligación de
acudir a ellos. c. 630.3
8.
↑ c. 630.4:Los
Superiores no deben oír las confesiones de sus súbditos, a no ser que éstos lo
pidan espontáneamente.. c. 985: El maestro de novicios y su asistente y
el rector del seminario o de otra institución educativa no deben oír
confesiones sacramentales de sus alumnos residentes en la misma casa, a no ser
que los alumnos lo pidan espontáneamente en casos particulares. Al igual
que en el caso del rector del seminario para la recepción de las órdenes
sagradas, la opinión del maestro de novicios es determinante a la hora de
admitir al candidato en la orden religiosa.
9.
↑ Los miembros
deben acudir con confianza a sus Superiores, a quienes pueden abrir su corazón
libre y espontáneamente. Sin embargo, se prohíbe a los Superiores inducir de
cualquier modo a los miembros para que les manifiesten su conciencia. c.
630.5).
10.
↑ c. 991.
11.
↑ c. 964: 1.
El lugar propio para oír confesiones es una iglesia u oratorio. 2. Por lo que
se refiere a la sede para oír confesiones, la Conferencia Episcopal dé normas,
asegurando en todo caso que existan siempre en lugar patente confesonarios
provistos de rejillas entre el penitente y el confesor que puedan utilizar
libremente los fieles que así lo deseen. 3. No se deben oír confesiones fuera
del confesonario, si no es por justa causa.
12.
↑ Al
interrogar, el sacerdote debe comportarse con prudencia y discreción,
atendiendo a la condición y edad del penitente; y ha de abstenerse de preguntar
sobre el nombre del cómplice. c. 979.
13.
↑ c. 983: 1.
El sigilo sacramental es inviolable; por lo cual está terminantemente prohibido
al confesor descubrir al penitente, de palabra o de cualquier otro modo, y por
ningún motivo. 2. También están obligados a guardar secreto el intérprete, si
lo hay, y todos aquellos que, de cualquier manera, hubieran tenido conocimiento
de los pecados por la confesión.
14.
↑ c. 984: 1. Está
terminantemente prohibido al confesor hacer uso, con perjuicio del penitente,
de los conocimientos adquiridos en la confesión, aunque no haya peligro alguno
de revelación. 2. Quien está constituido en autoridad no puede en modo alguno
hacer uso, para el gobierno exterior, del conocimiento de pecados que haya
adquirido por confesión en cualquier momento. Por ejemplo, si el director
de una institución es sacerdote y uno de los empleados se confiesa con él de
haber robado en el trabajo, el director no podría, por este motivo, tomar la
decisión de no renovarle el contrato.
15.
↑ c. 986: 1.
Todos los que, por su oficio, tienen encomendada la cura de almas, están
obligados a proveer que se oiga en confesión a los fieles que les están
confiados y que lo pidan razonablemente; y a que se les dé la oportunidad de
acercarse a la confesión individual, en días y horas determinadas que les
resulten asequibles. 2. Si urge la necesidad todo confesor está obligado a oír
las confesiones de los fieles; y, en peligro de muerte, cualquier sacerdote.
Esto último incluye a los sacerdotes secularizados.
Wikipedia
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