–Hay cristianos que no confiesan, ni van a Misa, y aunque pecan lo suyo, comulgan cuando les parece.
–El relajamiento en esto es hoy enorme. Reforma o apostasía.
–Cristo perdona los pecados. Él
sabe que «el Hijo del
hombre tiene sobre la tierra poder de perdonar los pecados» (Mt 9,6). Él es
«el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Así lo presenta
San Juan Bautista al pueblo. Él entregará su cuerpo y su sangre en el sacrificio
eucarístico de la Cruz para el perdón de los pecados (Mt 20,28; 26,28). «Cristo
padeció por nosotros y cargó con nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero,
y en sus heridas hemos sido sanados» (1Pe 2,21-24). «Jesús, el Mesías, el Justo,
Él es propiciación por nuestros pecados, y no solo por los nuestros, sino por
los de todo el mundo» (1Jn 2,1-2). «Él nos amó y se entregó a sí mismo por
nosotros, como oblación y víctima para Dios en olor de suavidad» (Ef 5,2).
–Los Apóstoles perdonan los pecados, con la autoridad que
Cristo comunicó a Simón Pedro y a todos ellos: «te daré las llaves del reino de
los cielos. Lo que atares sobre la tierra, será atado en los cielos. Y lo que
desatares sobre la tierra, será desatado en los cielos» (Mt 16,19; y lo mismo a
los Apóstoles, 18,18). Es de notar que todas las palabras son semíticas, usadas
en el tiempo de Jesús, y que excluyen por tanto todo influjo helénico posterior.
Y lo mismo ha de decirse del texto de San Juan: «Sopló sobre ellos y les dijo:
recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonáreis los pecados, les serán
perdonados; a quienes se los retuviéreis, les serán retenidos» (Jn
20,22-23).
–La Iglesia antigua es plenamente consciente de su autoridad
apostólica para perdonar los pecados:
La Traditio apostolica (210), en la consagración del obispo, pide a Dios que «con el espíritu del supremo sacerdocio tenga la potestad de perdonar pecados, según tu mandato» (n. 3; igual en Constituciones Apostólicas VIII,5,7). Firmiliano (+269) escribe a San Cipriano: «El poder de perdonar los pecados fue dado a los Apóstoles y a las Iglesias queellos constituyeron enviados por Cristo, y a los obispos que, por la ordenación, les sucedieron» (Ep. ad Cyprianum 75,16).
–La disciplina penitencial en la Iglesia antigua. Los
documentos antiguos hablan en ocasiones de la penitencia privada, por
la que los fieles reciben de Dios el perdón de su pecados leves por la oración,
la limosna, las obras penitenciales, etc. Pero tratan sobre todo de la
penitencia pública, a la que habían de someterse los cristianos culpables
de pecados graves. La disciplina penitencial requería 1.-confesar,
declarar los propios pecados (exomologesis); 2.-entrar en el orden de los
penitentes; 3.-ser excluido de la comunión eucarística y de la
misma participación en la liturgia sacrificial de la Misa; 4.-cumplir la
penitencia que la Autoridad pastoral le impusiera; 5.-recibir el perdón
sacramental por la imposición de manos del Obispo o del presbítero; y una
vez reconciliado con Dios y con la Iglesia, 6.-reintegrarse a la comunión
de la Iglesia, o lo que es igual, a la comunión eucarística.
Los modos concretos en que las Iglesias particulares de Oriente y Occidente
fueron organizando la disciplina penitencial tuvieron formas muy diversas,
aunque guardaran una considerable semejanza en lo general. No intentaré aquí
describirlos. Me limitaré a recordar algunos textos significativos.
–El orden de los cristianos penitentes. Orígenes, en su obra
Contra Celso (248) describe la conducta de los cristianos en relación a
los hermanos pecadores ingresados en el orden de los penitentes:
«Hacia aquellos que pecan proceden de tal manera, que los lloran como a gente perdida y muerta para Dios; y los tienen como resucitados, una vez que han cambiado su conducta. Pero son admitidos más tarde [una vez cumplida la penitencia], aunque no sean recibidos al principio. Y puesto que han caído después de profesar la religión, son apartados de toda prefectura en la Iglesia de Dios» (In Lev. homil. 15,2).
–En los pecados leves las normas penitenciales de las Iglesias
solían ser suaves. San Cipriano (+258), por ejemplo, dice que «en los pecados
menores se hace penitencia un tiempo razonable, y según el orden de la
disciplina, vienen a la confesión, y por la imposición de mano del obispo y del
clero reciben el derecho de la comunión» (Epist. 16,2).
–En los pecados graves, en cambio, la disciplina penitencial era muy
severa. Recordemos sólo un ejemplo tomado de San Basilio (+379), obispo de
Cesarea de Capadocia. Para el pecado de incesto, describe cuatro etapas de
penitencia. En ellas se nos muestran los escalones varios de la escala que
llevaba entonces a la plena reconciliación con Dios y con la Iglesia, y por
tanto, a la comunión eucarística.
«A quien hubiera pecado con su hermana, no se le permita acercarse a la casa de oración hasta que desista de su perversa acción. Cuando reconozca el horror de su pecado, entonces llore por un trienio, de pie y fuera de la casa de oración; y ruegue al pueblo que entra para orar, que eleven misericordiosamente intensas oraciones a Dios por él. «Después de otro trienio, sea admitido sólamente a oír [la liturgia eucarística de la Palabra]; y después de oír las Escrituras y la doctrina, que salga fuera, pues no es considerado digno de la oración [común].
«Posteriormente, si buscare con lágrimas esta oración y con dolor de corazón y sincera humillación lo sulicare al Señor, concédasele la ausencia [substractio] por otros tres años. «Y después de mostrar dignos frutos de penitencia, al décimo año sea recibido en las oraciones de los fieles sin la oblación. Y cuando ya hubiese estado dos años en la oración con los fieles, sea entonces considerado digno de la comunión» (Epist. ad Amphilochium 75,1-4).
San Agustín (+430) advierte que «quien pide la penitencia, suplica ser
excomulgado. Y cuando recibe la penitencia, es echado fuera, cubierto de
cilicio. Por eso ruega él ser excomulgado, porque se juzga indigno de recibir la
Eucaristía del Señor. Y por esto quiere alejarse por algún tiempo de este altar,
para merecer con segura conciencia llegar a aquel altar que hay en el cielo.
Quiere, con gran reverencia, ser apartado de la comunión del cuerpo y de la
sangre de Cristo, como reo e impío, para merecer por fin algún día, por la misma
humildad [de la penitencia], allegarse a la comunión del sagrado altar»
(Sermo suppl. 261,6).
Por el contrario, cometería un grave sacrilegio el cristiano pecador que
osara acercarse a la comunión eucarística, sin haber cumplido la
penitencia. San Cipriano lo atestigua en 251:
«Despreciadas todas estas cosas, antes de expiar los pecados, antes de la confesión del crimen, antes de purificar la conciencia con el sacrificio y la [imposición de la] mano del sacerdote, antes de aplacar la ofensa del Señor, se hace violencia a su cuerpo y sangre. Y más pecan ahora contra el Señor [comulgando] con las manos y la boca, que cuando lo negaron» con su apostasía (De lapsis 16).
–La intercesión de la Iglesia en favor de los pecadores es
una parte integrante de su misión maternal, como Esposa del Salvador, como
“sacramento universal de salvación". La comunidad cristiana debe ejercer con
toda fidelidad, en favor de los hermanos penitentes, su sacerdocio común, su
mediación salvífica; y siempre, concretamente, que se reúne para celebrar el
Sacrificio eucarístico. En tiempos de persecución, para obtener el perdón
eclesial de los pecadores, tenían especial fuerza de intercesión aquellos fieles
mártires, que esperaban encarcelados el momento de su muerte o que habían
sobrevivido después de sufrir por la confesión de la fe.
Hacia el año 450, Sozómenos de Constantinopla, refiriéndose a la costumbre de
la Iglesia en Roma, hace esta conmovedora descripción de la intercesión de los
fieles por los penitentes. Destaca en el relato la elocuencia que tenía en la
antigüedad el lenguaje no verbal de los gestos y los signos:
«Allí está en el atrio abierto el lugar de los penitentes, en donde ellos de pie están tristes y como llorando. Después de los oficios solemnes, excluídos de la comunión de las cosas sagradas que se dan a los iniciados, se echan inclinados sobre la tierra, con gemido y lamentos. Entonces el obispo, que viene por la otra parte, se echa él también en el suelo. Y toda la multitud de la Iglesia derrama lágrimas y se lamenta. Después, se levanta primero el obispo y levanta a los postrados. Y hecha según conviene la oración por los pecadores penitentes, los envía a sus casas» (Historia 7,16).
–El ministerio sacerdotal del perdón de Cristo corresponde a los
obispos y los presbíteros, pues ellos son los que han recibido de
Cristo el poder espiritual de atar o desatar, el ministerio sacramental
de reconciliar a los pecadores. El ejercicio prudente de un ministerio tan alto,
requiere, sin duda, la acusación específica realizada por el pecador
con toda sinceridad, pues de otro modo no podría hacerse el discernimiento
pastoral. Por eso San Ambrosio (+397) escribe: «no sólo confiesa el pecador sus
pecados, sino que los enumera y acusa. No quiere que estén ocultos sus delitos»
(Enarrat. in 12 Ps. 37,57). Y San Jerónimo (+419) argumenta sobre esta
práctica:
«Leemos en el Levítico (13,2) que los leprosos debían mostrarse a los sacerdotes, y si tuvieran lepra, el sacerdote los hacía inmundos. Él había de discernir quién estaba limpio y quién no. Pues así como entonces el sacerdote hacía limpio o inmundo al leproso, así aquí ata o desata el obispo y presbítero, no a aquellos que son inocentes o culpables, sino que por razón de su ficio, después de oír las clases de pecados, saben a quien hay que atar y a quien hay que soltar» (In Mat. lib.3,16,9).
Hasta el siglo V, el ministerio del perdón sacramental de los penitentes
era reservado normalmente al obispo. Y por ese tiempo fue pasando también
ese ministerio a los sacerdotes presbíteros. En Occidente los monjes,
especialmente en Irlanda, extendieron fuera de los monasterios lo que ya era
costumbre dentro de ellos. Los abades, como el monje presbítero San Columbano
(+615), que administraban la penitencia, no eran obispos. De este modo el simple
sacerdote llegó a ser ministro ordinario de la penitencia, en tanto que el
obispo solía reservarse el ministerio de la penitencia pública, limitada a los
pecados más graves.
En todo caso, el poder de atar-desatar quedó siempre reservado al Orden
sacerdotal, en uno u otro grado. El papa San León Magno en una carta de 452
enseña: la providencia divina dispuso «que la indulgencia de Dios no se pueda
obtener si no es con las súplicas de los sacerdotes. El mediador entre Dios y
los hombres, el hombre Cristo Jesús, entregó esta potestad a los prepósitos de
las Iglesias: que a los que confesaran [sus pecados] les concedieran el
ejercicio de la penitencia y, purificados con saludable satisfacción, los
admitieran a la comunión de los sacramentos por la puerta de la reconciliación»
(Denz 308).
Y San Gregorio Magno (+604)enseña : como al principio los Apóstoles, ahora «reciben la autoridad de atar y desatar aquellos a quienes se concede el grado de gobernar. Gran honor, pero pesada carga la de este honor… Hay que ponderar, pues, las causas, y así ejercitar el poder de atar y desatar. Hay que ver qué culpa precedió y qué penitencia siguió a la culpa, para que a los que visita Dios omnipotente por la gracia del arrepentimiento, los absuelva la sentencia del Pastor» (In Evang. homil. 2,26,4).
–Herejías sobre el perdón de los cristianos pecadores
En la antigüedad casi todas las desviaciones o herejías sobre el perdón
de los cristianos pecadores se produjeron por el exceso de rigorismo.
Novacianos y donatistas, por ejemplo, afirmaban que los fieles culpables de
pecados mortales dejaban de ser miembros de la Iglesia, quedaban excluídos de
ella para siempre. Los montanistas, como Tertuliano, consideraban imperdonables
los tres pecados capitales, apostasía, adulterio y homicidio. Incluso hubo
Concilios ciertamente ortodoxos que sobre la penitencia establecieron cánones
tan rigurosos que rozaban con la heterodoxia. Ya vimos, por ejemplo, cómo el
Concilio de Elvira (306) castigaba a quienes hubieran abusado sexualmente de un
niño, negándoles la comunión incluso en peligro de muerte (can. 71). Lo que, por
supuesto, no significaba destinarlos ciertamente a una condenación eterna.
Las herejías actuales sobre el perdón de los cristianos pecadores van por
el extremo opuesto: un laxismo extremo. Rara vez los Pastores sagrados
llaman a conversión –la exigen– a aquellos bautizados que son pecadores
públicos. Las penitencias impuestas por pecados gravísimos son con frecuencia
mínimas. El sacramento de la penitencia en algunas Iglesias locales casi ha
desaparecido, o ha sido sustituído por absoluciones colectivas sacrílegas.
Reforma o apostasía.
José María Iraburu, sacerdote
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