Trafalgar, Rocroi… Es posible contar por decenas las batallas en las
que España no logró hacerse con la victoria. Sin embargo, en muchas de estas
derrotas los soldados hispanos lucharon hasta la muerte agrandando más, si cabe,
la leyenda que persigue a nuestro país. Por desgracia, el combate del cabo de San Vicente
(ubicado en aguas portuguesas) no fue una de ellas. Y es que, aquel 14 de
febrero del siglo XVIII, la Royal Navy dio una lección estratégica a un
almirante español –José de Córdova- que, a pesar de contar con casi el doble de
barcos que los ingleses, no supo llevar a sus soldados hasta el triunfo.
Corría entonces 1793, año en que ocupaba el trono español un
escasamente avispado (de pocas luces, que se podría decir en la actualidad) Carlos
IV. Sin embargo, parece que este monarca estaba más preocupado por tener
entre las manos una escopeta de caza que un cetro con el que dirigir a sus
súbditos, pues pronto dejó el poder en manos de su favorito, Manuel
Godoy (favorito también de la reina quien, según las malas lenguas,
disfrutaba «discutiendo» con él todo tipo de asuntos de estado en su
alcoba).
Con todo, Godoy no se demoró en demostrar que su habilidad en la cama
real era cuantiosamente mejor que su capacidad para dirigir España cuando, en su
primera acción destacable como gobernador, ordenó invadir el sur de Francia en
represalia por la llegada de la Revolución y la muerte del rey gabacho. No
obstante, el fusilazo le salió por la culata pues, lejos de amedrentarse, la nueva «France» derrotó en
múltiples batallas a los invasores hispanos y, meses después, demostró su
capacidad militar conquistando varios territorios del norte de la Península.
Pintaban entonces las cosas muy azules, blancas y rojas para nuestro país, por
lo que a Godoy no le quedó más remedio que tragarse su orgullo acompañado de una
baguette y un croissant francés. Así, ya en 1796, el favorito real se bajó los
calzones y firmó el humillante
tratado de San Ildefonso, en el que España se comprometió a combatir junto a
Francia en caso de que esta entrara en guerra con Inglaterra.
Concretamente, y en el caso de que comenzara la contienda, Godoy se
vería obligado a aportar una cuantiosa flota de barcos y 18.000 soldados. A su
vez, los galos se lavaban sus perfumadas manos en lo referente a soltar monedas
y nos obligaban a correr con los gastos resultantes de la puesta a punto de los
navíos y la movilización del ejército. Es decir, que además de meretrices, nos
tocó poner la cama.
Como no podía ser de otra forma, este tratado no gustó demasiado en
la pérfida Albión, donde, si ya llevaban meses haciéndonos la vida imposible
cañonazo para arriba y
abordaje para abajo, decidieron que era buen momento para iniciar las
hostilidades. De esta forma, su Majestad Británica no titubeó y dio orden a la
flota de hundir o apresar cualquier buque español que entrara en aguas guiris.
La flota española, un espejismo
Mediante este acuerdo, la Francia revolucionaria pensaba que
recibiría el apoyo de una de las armadas más grandes del mundo. Y es que, según
los números oficiales, España contaba en sus arsenales
con una escuadra de los mejores buques que, por entonces, podían
construirse en el mundo. Sin embargo, la flota hispana sufría en secreto de una
dolencia letal: la falta de marineros con experiencia para dirigir aquellas
máquinas de muerte marítimas.
«Arrojaba la revista de inspección pasada a las matrículas de mar el
año 1787 un total efectivo de 53.147 marineros en las provincias de España e
islas adyacentes, necesitábase para tripular los buques de guerra el de 89.350,
de modo que, aun disponiendo de todos los inscritos, resultaba déficit de
36.200» destaca el ya fallecido historiador y militar Cesáreo
Fernández Duro en su obra «Armada española (desde la unión de los reinos de
Castilla y Aragón)».
Sin embargo, ni los franceses con su ansiedad de tomar Albión, ni los
ingleses con sus cañonazos estaban dispuestos a esperar una nueva remesa de
marinos españoles, por lo que no quedó más remedio que recurrir a soluciones
variopintas para poder sacar los navíos de puerto. «En principio se trató de
suplir la cifra aumentando
en los bajeles la infantería, y no bastando la providencia, se dio la de
levas forzosas de vagos y gente de mal vivir, extendidas desde los muelles y
playas, sucesivamente, a las poblaciones de todo el reino», completa el autor
español.
Los españoles no contaban con tripulaciones experimentadas
De esta misma opinión era José de
Mazarredo –oficial al mando de la principal escuadra española- quien, ese
mismo año, fue expulsado de su cargo por dirigir una misiva a Godoy señalando lo
que todos los capitanes de la marina de Su Majestad Católica pensaban, pero
ninguno se atrevía a firmar: «Es verdad evidente e innegable que hoy la armada
es sólo una sombra de fuerza muy inferior a la aparente, y que se acabará de
desvanecer a la primera campaña».
A la caza
Con todo, y a pesar de la escasez de marinos entrenados, alimentos y
medicamentos, la flota española se hizo a la mar en multitud de ocasiones para,
a cara de perro, poner en jaque a las experimentadas tripulaciones inglesas
mediante cañón y sable. Tal fue el caso de la flota inglesa del Mediterráneo la
cual, dirigida por el
veterano almirante John Jervis –quien, aunque de inglés tenía mucho, no
contaba en su sexagenaria peluca británica ni un pelo de tonto-, salió corriendo
(o navegando, más bien) de las aguas dominadas por la alianza con dirección a
Portugal para evitar ser cañoneada.
Sin embargo, la suerte quiso que llegaran hasta Godoy noticias de la
retirada británica, unas jugosas nuevas para alguien que, después de meter la
pata hasta la altura de la ingle, estaba deseando volver a recuperar el
prestigio perdido. «El de Madrid tenía informes exactos de la cortedad de la
escuadra enemiga, y urgía a la nuestra para que se trasladara de Cartagena a
Cádiz, sin atender a los requerimiento de gente, pertrechos y efectos de
toda especie que la faltaban, en la creencia de que no los habría menester en
travesía tan breve», añade Duro.
El favorito del rey no lo dudó ni un momento y, en pocos días,
llegaron sus órdenes a Cartagena: la flota debía partir con la mayor premura
posible. «Salió pues, del puerto, el 1º de febrero, arbolando D. José de Córdova
la insignia de general jefe en el navío “Santísima
Trinidad”, coloso de 130 cañones, único de cuatro puentes que en el mundo
naval existía; otros seis de tres puentes y 112 piezas; uno de 80, 19 de 74, ó
sean 27 en total, le obedecían, con ocho fragatas, cuatro urcas, un bergantín y
28 lanchas cañoneras y bombarderas», completa el experto español.
Cuadro que representa el final de la Batalla
Durante las jornadas posteriores, esta impresionante armada navegó,
bandera española en popa, hacia aguas malagueñas, donde se les unió un convoy
mercante con órdenes de arribar también a Cádiz. Casi una semana después, esta
gigantesca escuadra pasó cerca del puerto de Algeciras, lugar en el que
atracaron tres de los navíos y la totalidad de las lanchas torpederas.
En menos de 24
horas llegó, a su vez, el resto del grupo hasta las proximidades del
puerto de Cádiz, donde únicamente entraron los buques mercantes. Y es que, según
parece, Córdova prefirió esperar a que los fuertes vientos amainasen para no
arriesgar ninguno de sus buques. Por ello, dio órdenes a la escuadra de
dirigirse hasta las tranquilas aguas del cabo de San Vicente, ubicado en el
extremo sudeste de Portugal.
Lo que no sabía el almirante es que cerca de este nuevo destino había
ubicado sus buques Jervis a quién, además, se le había unido un refuerzo de
varios bajeles provenientes de la pérfida Albión. «Córdova estaba en la firme
creencia de no tener el
almirante Jervis más que los 10 navíos que tiempo atrás se le conocían;
así se lo habían avisado de Madrid, y más de un buque neutral (…) lo confirmaba
(…). Ignoraba que en los últimos días se le habían unido seis {lo que hacía un
total de 15} (…) y navegaba en la seguridad completa de no tener nada que temer
con los 24 puestos a su cuidado», añade Duro.
Por su parte, Jervis, a pesar de contar con un número menor de navíos, estaba
mejor informado, ya que uno de sus subordinados, el entonces comodoro (y futuro
contralmirante) Horatio Nelson, había avistado días antes a la flota española.
El británico, asimismo, conocía la falta de coordinación de la armada hispana y
la escasa experiencia de sus tripulaciones, por lo que aconsejó a su almirante
atacar. El sexagenario líder, tras considerarlo, fue de la misma opinión: con
sus 15 navíos embestiría a una fuerza que casi le doblaba en número. Nuevamente,
quedó claro que la modestia no era una de las cualidades inglesas. Así pues,
dispuso sus buques en dos columnas y ordenó que varias fragatas se adelantaran
para explorar el terreno.
Las flotas, cara a cara
Dispuestas las piezas sobre el mar –el cual hacía las veces de
improvisado tablero de ajedrez- comenzaron los movimientos de ambas flotas. Los
primeros avistamientos entre ambas armadas se llevaron a cabo en la fría y brumosa mañana del 14 de
febrero –día de San Valentín-. Por entonces la escuadra española navegaba
dispersa, pues Córdova consideraba que, al tener tantos buques bajo su mando, no
era necesario que se movieran en perfecta formación de combate.
Fue aproximadamente a las ocho cuando un vigía avistó un par de velas
en rumbo sur, dirección hacia la que el almirante español envió a los navíos
«Don Pelayo» y «San
Pablo» con órdenes de investigar y, en caso necesario, entablar combate
contra el enemigo. No obstante, con lo que no contaba el líder naval era con que
aquellos dos buques se dirigían hacia unas pocas fragatas (buques menores)
despachadas por Jervis en misión de reconocimiento.
Así lo recuerda el propio Córdova en el parte que, a la postre,
presentó sobre la contienda: «Las circunstancias de estar los horizontes muy
cerrados y las embarcaciones del convoy algo dispersas, me determinaron a
disponer que los navíos “San Pablo” y “Pelayo”, con la fragata “Matilde”, se
atrasasen prudentemente, con objeto de proteger y reforzar los cazadores que
navegaban a retaguardia. Así lo hicieron (…) y el resto de la escuadra siguió
sin alteración, formada en tres columnas».
El inesperado avistamiento del inglés
Aproximadamente a las nueve de la mañana Córdova, desde el «Santísima
Trinidad», volvió a hacer señas a la escuadra para formar en tres columnas, algo
casi imposible debido al viento y a lo tarde que se había dado la orden. Apenas
unos minutos después, de entre la niebla aparecieron varias velas bajo la
bandera británica. El enemigo había hecho su aparición y, gracias a la
meteorología, había conseguido formar dos columnas y acercarse más de lo deseado
a la flota hispana.
«Serían las nueve de la mañana cuando algunos buques de la izquierda
indicaron la vista de una vela sospechosa, y siendo rumbos donde navegaban
embarcaciones nuestras de poca fuerza, se mandó dar caza al “Príncipe” (…) La
calima de que estaba cubierto el horizonte no permitió verlas desde este buque,
pero no obstante, (…) a las diez [nos convencimos] de que las embarcaciones
avistadas componían una escuadra enemiga de 15 a 18 navíos», señala el
almirante.
Avistado el enemigo, Córdova hizo señas a todos sus buques para que
formaran una línea de batalla con la que cañonear a los ingleses, pero ya era
tarde. El desorden era tal que el la escuadra española quedó dividida en tres
columnas. La primera –el grupo principal- quedó formado por 16 navíos entre los
que se destacaba, a la cabeza, el «Santísima Trinidad». La
segunda, más adelantada, contaba con cinco buques –entre ellos los navíos
«Oriente», «Príncipe de Asturias» y «Conde de Regla»-. Finalmente, el tercer
grupo se correspondía con los dos barcos enviados al sur horas antes para
combatir contra un enemigo fantasma. No obstante, el problema mayor era que
entre las tres montoneras de bajeles había un extenso espacio de mar hacia el
que se dirigía, desde el norte, la armada británica.
El osado plan de Jervis
Dividida su escuadra, Córdova cometió entonces uno de los errores
que, a la postre, acabarían dando la victoria a los ingleses: ordenó a todos los
navíos virar sobre sí mismo y cambiar de dirección. Al
parecer, con esta maniobra intentó cerrar el hueco existente entre los tres
grupos de navíos. No obstante, su plan no pudo ser más desastroso pues la niebla
impidió que los cinco buques en vanguardia observaran las señas y mantuvieron el
rumbo durante algún tiempo más. Esto, lejos de solucionar el problema, aumentó
más si cabe el hueco por el que tenían pensado colarse los ingleses.
«Formando rápidamente su línea de combate [Jervis] la dirigió por
el claro de los grupos
principales, sin caer en la tentación de agobiar a los cinco navíos del
pequeño, que parecía de presa segura, porque, atacándolos, en poco tiempo
tendría sobre sí a todo el otro grupo. Este fue el elegido para la osada acción
que discurría, pensando darle cabo por partes: llégose a la cola, donde, por la
irregularidad de los movimientos, se hallaba el navío de la insignia de Córdova,
y orzando de la misma vuelta, envolvió a los seis últimos», destaca Duro en su
obra.
Comienza la batalla
El reloj marcaba las 11 de la mañana cuando la totalidad de la flota
inglesa rompió fuego contra la armada española. Por entonces la batalla distaba
mucho de pintar bien para los hispanos, pues los movimientos ordenados por
Jervis habían provocado que sus 15 navíos se enfrentaran únicamente a 6 de
Córdova cuyos capitanes, cañoneados por doquier, no tuvieron más remedio que
apretar los dientes hasta que sus compañeros lograran virar y unirse al
combate.
«El “Mejicano” pudo formar parte de nuestra proa (…) y emprendió
acción con el navío más adelantado de la línea enemiga, toda la cual se empleó
en el discurso de la tarde contra los navíos “Soberano”, “Salvador”, “San José”,
“San Nicolás”, “San Isidro” y “Trinidad”, cuyos únicos buques sostuvieron lo
principal y más ardiente del combate contra la escuadra enemiga, esto es, contra
fuerzas cuadruplicadas, si se atiende, además del número, a la superioridad de
fuegos sobre los nuestros», añade Córdova en su informe. Y es que, a pesar de
que era cierto que aquel día los españoles carecían de un líder que les llevase
a la victoria, lo que no les faltaban eran gónadas.
Nelson, al abordaje
No obstante, el valor sólo no puede vencer una batalla, y pronto la
falta de un general apto comenzó a palparse en el ambiente. Así pues, el carecer
de una línea de batalla bien estructurada provocó que los buques españoles se
fueran amontonando y estorbándose unos a otros, hasta el punto de que el navío
«San Nicolás» no pudo evitar embestir al «San José». Enredados, ambos barcos
tuvieron que detener sus cañones para no destruir a su compañero, cosa que
aprovechó Nelson para –a bordo del «Captain»- dar algo más de guerra si
cabe.
«Habiéndose enredado en aquella confusión, desmantelados ambos, y
habiendo caído los aparejos y velas por el costado, delante de las baterías,
tuvieron que suspender sus disparos para no incendiarse con ellos, y quedaron
sin defensas. (…) En esta disposición abordó Nelson con el “Captain” al
“San Nicolás”, entrando por popa», destaca Duro. Sables, hachas y
pistolas en mano, los guiris no tuvieron piedad y acabaron con el capitán del
navío, D. Tomás Geraldino, y con su tripulación, más preocupada por maniobrar
para no causar daños al «San José» que por el asalto.
No contento con eso, Nelson aprovechó esta esperpéntica situación y,
una vez tomado el «San Nicolás», lo usó de plataforma para llegar hasta el
siguiente buque. «Rendido el bajel, sirvió de puente a los ingleses para pasar
al inmediato “San José”, no desembarazado aún, y que no estaba tampoco en estado
de prolongar la defensa. El general Winthuysen, mutilado en el combate de la
Leocadía por una bala de cañón, acababa de ser despedazado por otra, y siete
oficiales y 149 individuos de todas clases, muertos o heridos, henchían la
cubierta», completa el militar español. Finalmente, después de ellos se
rendirían el «Salvador» y el «San Isidro». La lucha comenzaba a tocar a
su fin.
El combate del «Trinidad»
Mientras Nelson se ganaba sus medallas, una gran parte de la flota
inglesa cañoneaba al coloso español, el «Santísima Trinidad» desde el cual
Córdova trataba de dirigir las operaciones sin caer muerto por alguna bola de
cañón o esquirla de las cientos que le llovían. Concretamente, la principal
prioridad del almirante era hacer señas a los buques aliados para que, lo más
rápido posible, se unieran a la contienda. En cambio, ya fuera porque no las
vieron, o porque prefirieron huir de las bofetadas, ningún buque decidió entrar
en fuego.
Desesperado, Córdova hizo todo lo posible por devolver los cañonazos
que recibía el barco conocido como «El Escorial de los mares». «El navío
“Trinidad” fue batido toda
la tarde por un navío de tres puentes, que le dio el costado, y tres de
74, que le cañonearon a metralla y palanqueta. (…) El que tenga presente esta
circunstancia y sepa la celeridad y certeza con la que los ingleses manejan su
artillería, inferirá cual sería nuestra situación a las cuatro de la tarde y
después de cinco horas de combate. A más de tener sobre 200 muertos y heridos,
apenas había cabo sin faltar, ni verga o palo sin rendir. No obstante de todo,
manteniendo aún la vela del trinquete, aunque con 200 balazos, pude (…)
conseguir que el navío mantuviese la cabeza y continuara la acción más de otra
hora», añade el almirante en el informe.
Durante los siguientes minutos, la situación del «Trinidad», lejos de
mejorar, se hizo aún más desesperada. Rodeado por todos sus costados, quedó
inmóvil cuando los cañones ingleses le destrozaron los palos y las velas. De
hecho, tal era el número de disparos guiris que recibió que, al parecer, su
gigantesco casco quedó a la deriva acompañado por una perpetua niebla provocada
por la pólvora.
Superado, Córdova se reunió entonces con sus subordinados y tomó una
dura decisión, como bien explica en sus anotaciones posteriores a la contienda:
«En esta situación de cosas convoqué al comandante y oficiales, y todos fueron
unánimes de dictamen que el navío no podía sostener por más tiempo la acción.
(…) Convencido yo de lo mismo, no hubiera de todos modos podido menos de
adherirme al dictamen de unos oficiales inteligentes. (…) En consecuencia de
todo, mandé suspender el fuego de los pocos cañones que podían hacerle y di
disposiciones para indicar a los enemigos mi resolución».
En esas andaba el «Trinidad» (bajando la bandera española para
indicar su rendición) cuando, repentinamente y cruzando el horizonte,
aparecieron por el costado el «San Pablo» y el «Don Pelayo» lanzando andanada
tras andanada a los soldados de la Royal Navy. Al fin, y tras haber sido
enviados al sur, habían conseguido entrar en combate, y, por suerte, habían
elegido el mejor de los momentos.
A su vez, el ataque de estos dos heroicos capitanes (Baltasar Hidalgo
y Cayetano Valdés respectivamente) se vio acompañado por varios de los navíos
que, durante la acometida, habían quedado en vanguardia. «El refuerzo de estos
dos navíos recayó sobre la incorporación oportuna del “Conde de Regla” (…) y del
“Príncipe”, que llegó poco después, y la vanguardia, que hasta ese punto no hizo
movimiento», destaca Córdova.
Superados ahora por la escuadra española, los ingleses no tuvieron
reparo en retirarse habiendo hecho una presa de cuatro navíos españoles y
dejando tras de sí a 1.281 hispanos muertos o heridos. Por su parte, ellos sólo
tuvieron que llenar unas 75 tumbas. Sin duda, una gran victoria para una flota
que, en principio, poco podía hacer en contra de los poderosos y cuantiosos
buques de guerra de Córdova. Así, la de San Vicente se convirtió en una batalla
de leyenda en Inglaterra hasta la llegada de la contienda de Trafalgar. Pero
eso, como se suele decir, es otra historia.
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