TRADUCCIÓN

viernes, 16 de agosto de 2013

LA LEY TOMA SU FUERZA DEL PECADO

“El aguijón de la muerte es el pecado y la fuerza del pecado está en la ley” (1 Cor 15, 57). Así se refiere San Pablo a la comunidad de Corintios que vivía pendiente de lo mas mínimo y el primero que se resbalara estaban allí para sacarle en cara el error. Una revolución que basa parte de su ideología en el amor, no puede recurrir a la ley como único orden social para mantener un orden mayor.

Es como el regaño del padre al hijo que si derrama un vaso de agua sobre la mesa, de una vez lo castiga y lo deja sin cena, lo encierra en su cuarto, le quita el televisor y ademas le prohibe – si es el caso por la edad – no salir por un mes con sus amigos, pero el padre no se ha percatado que de repente la mesa estaba coja, el espacio del comedor es insuficiente y cuando el pobre muchacho se movio un centimetro a la izquierda para tomar alguno de los platos, tropezó por el pequeño espacio, el vaso en la mesa coja perdió el equilibrio y derramo el líquido. ¿De quién entonces es la responsabilidad de tal derrame del vaso de agua?… de la vaca seguramente.
 
La fuerza de pecado es la ley. El título de esta primera página no es de quien la firma sino de san Pablo; son cosas que interesa dejar claras desde el principio.
Al hilo de esta afirmación paulina nosotros podemos deducir otras afirmaciones o, al menos, plantearnos algunas cuestiones: si el pecado encuentra su fuerza en la ley, entonces, ¿qué pensar de la ley?, ¿qué concepto debemos tener de ella?, ¿qué efectos puede producir la ley?.
En primer lugar, la ley produce transgresores, delincuentes, culpables; quien no se somete a la ley, quien no la acepta ni la acata, quien se salta uno de sus artículos se convierte en un sin-ley. Y como el número de leyes es elevadísimo, ¿quién es capaz de cumplirlas absolutamente todas, sin saltarse ni una sola?; más aún: ¿quién es capaz de conocerlas -y en profundidad- todas y cada una de ellas para poder cumplirlas sin el más mínimo fallo? En principio parece que la única respuesta posible es: nadie. La ley, por el hecho de existir, crea hombres con temor y con angustia, hombres con unos sentimientos tales que difícilmente pueden vivir con paz.
En segundo lugar, si no hilamos demasiado fino ni somos excesivamente rigoristas, podemos admitir que sí hay cumplidores de la ley. Ahora bien, si malo es estar del lado de los que no cumplen la ley, no es mejor estar del lado de los que sí la cumplen: "yo cumplo la ley" o "pago mis impuestos", o "tengo mis derechos"... es tanto como decir "yo soy justo", o "yo soy bueno", "yo ando muy cerca de la perfección"...; así, el cumplidor poco a poco se va llenando de orgullo de sí mismo, se va convirtiendo en un engreído y termina por despreciar a los que no son como él. Nefasta consecuencia, aunque sea indirecta, de ser un cumplidor de la ley (y cuanto más y mejor se cumpla, peores consecuencias).


                                          1 Co 15, 54-58

En tercer lugar, y como consecuencia de todo lo dicho más arriba, la ley no une sino que divide a los hombre: cumplidores y no cumplidores; los primeros pueden mirar con envidia a los segundos; éstos casi siempre desprecian a aquéllos; por este camino, la ley difícilmente puede acercar a las personas; evidentemente, mal podemos defender nada que ocasione o fomente la división entre los hombres; y la ley, divide.

En cuarto lugar, la ley (con el apoyo de las "fuerzas de seguridad" y el subterfugio de que la justicia emana de pueblo), es el medio habitual usado por los poderosos para imponerse, someter a los pueblos a los que dice servir y tenerlos controlados (¿por qué siempre coincide el bien común con los intereses de los gobernantes?, ¿no es demasiado sospechoso?).
En quinto lugar, si tenemos una visión cristiana de la ley, entonces podemos remitirnos al título de esta primera página: la ley toma su fuerza del pecado. Traemos aquí un párrafo del número 2-2 que deberíamos reflexionarlo en profundidad: "No se puede separar pecado y muerte por un lado y ley por otro. Los tres pertenecen al mismo mundo. La fuerza del pecado es la ley. Se trata de una afirmación muy fuerte y muy seria. Fuerte, porque crea y aumenta la conciencia del pecado y porque la ley, para nosotros de hecho, es ocasión de que pequemos más. No sólo por la atracción de lo prohibido, sino porque se nos fomenta la autosuficiencia y la soberbia por medio de la ley, sobre todo si se cumple".
La ley que produce culpables, la ley que produce orgullosos, la ley que divide, la ley como medio de dominación, la ley que origina el pecado... ¿Tiene algo de bueno la ley? Hablando claro y con el Evangelio en la mano, la única respuesta es: no. Es un mal inevitable, como lo es la necesidad de médicos (¡ojalá todos fuésemos verdaderamente responsables de nuestra condición de ciudadanos, y no necesitásemos gobernantes en absoluto!)...
En un primer momento la norma de conducta habitual era el "sálvese quien pueda"; la ley vino a "poner orden" y fue un considerable avance sobre la situación anterior, pero no hemos conquistado la meta ideal. La ley es una etapa a superar, la ley es un pequeño paso en el camino hacia una sociedad sin ley pero con respeto y amor. La perfección no está en el hombre que cumple la ley sino en el hombre que ama. Las leyes han cambiado, cambian y cambiarán, si los legisladores no olvidan el mínimo elemental de que las leyes deben estar al servicio de los hombres y no al revés y, por lo tanto, se irán adaptando a las situaciones y necesidades sociales e históricas de los hombres, hasta que llegue un día (así lo esperamos), en que ya no hagan ninguna falta ni los legisladores ni las leyes.
Quizá tengan razón los que afirman que, mientras el hombre sea hombre, harán falta las leyes para regular su vida social; pero no por eso debemos renunciar al sueño de un mundo en el que las leyes sobren, estén de más o, mejor aún: no existan. En el fondo ésta es una de las leyes características del reino de Dios: no que todos cumplamos las leyes, sino que todos vivamos como hermanos; el reino no es un mundo legalmente perfecto sino fraternalmente perfecto; no se trata de que reine la ley, sino de que todos reconozcamos a Dios como Padre, y vivamos conforme a esa convicción.
Fue San Agustín quien hizo la famosa afirmación: "Ama y haz lo que quieras"; el que no ama, no puede hacer lo que quiera y tiene que someterse a la ley; pero el que ama... ese es de otra pasta y ese no necesita la ley para nada, porque ha descubierto el único camino que merece la pena, el único camino que hace al hombre verdaderamente tal, el único camino que le da la libertad y la felicidad. Pero mientras todo esto no sea posible, mientras no amemos para poder hacer lo que queramos, tendremos que andar muy pendientes de la ley. Pero entonces, por favor, no digamos: "¡Qué suerte que tenemos la ley!"; reconozcamos más bien que es una pena tener que estar sometidos a ese imperio que ni libera, ni hace felices, ni nos ayuda a amar ni a ser mejores.
LUIS GRACIETA
DABAR 1989, 30

En el contexto de este capítulo, dedicado a afirmar la resurrección de los hombres en virtud del influjo de Cristo Resucitado, llega Pablo a la coronación y final de todo el argumento.
En primer lugar (vs. 54-55) hay una confesión de esperanza. Pablo sabe que no todo se ha cumplido ya con la Resurreción de Cristo, aunque cierta- mente están puestos los fundamentos para ello y puede decirse en otro sentido que todo ya se ha realizado. Pero hay un aspecto en que todavía es preciso esperar la victoria final individual. Esto es lo que afirma al principio del párrafo.
La muerte ha quedado vencida, herida de muerte, por la resurrección de Cristo, pero nosotros todavía morimos. Sin embargo, además de que esa nuestra muerte ya no es lo mismo que sin la resurrección de Cristo, todavía habrá de desaparecer plenamente. Una segunda afirmación sintética muy importante es la de el v.56, donde Pablo relaciona una vez más, con toda fuerza, muerte, pecado y ley. Hay consecuencia de una categoría a la otra. No se puede separar pecado y muerte por un lado y ley por otro. Las tres pertenecen al mismo mundo. La "fuerza del pecado es la ley".
Se trata de una afirmación muy fuerte y muy seria. Fuerte porque crea y aumenta la conciencia del pecado y porque la ley, para nosotros de hecho, es ocasión de que pequemos más. No sólo por la atracción de lo prohibido, sino porque se nos fomenta la autosuficiencia y la soberbia por medio de la ley, sobre todo si se cumple. Esta podría ser una verosímil interpretación de esta acusadora frase paulina. Termina el párrafo con una acción de gracias a quien hace posible nuestra liberación de todos esos poderes y una exhortación a seguir por este camino.
FEDERICO PASTOR
DABAR 1989, 30

3. VE/RS:
En las últimas frases del c. 15, las afirmaciones sobre la resurrección alcanzan su punto álgido y concluyente: en el mundo divino no existe muerte alguna ni corrupción alguna. De ahí que, como nosotros somos mortales, tendremos que transformarnos para poder entrar en el mundo de Dios. El inicio o puesta en marcha de este proceso ha sido establecido: el aguijón de la muerte, el pecado (Rm/07/07-24), ha sido derrotado por la muerte y la resurrección de Jesús. Las consecuencias prácticas son evidentes: quien pertenece al Señor (está "en el Señor") sabe que el esfuerzo de su fe y de su fidelidad no es vano, porque ése ya ha dado el paso de la muerte a la vida.
Por consiguiente, cristianos, "manteneos firmes e inconmovibles sabiendo que no son inútiles las fatigas". Y nada de abandonar las tareas ordinarias de este mundo, ni la actividad propia de la condición humana.
Hay que aceptar de verdad -movidos por el Espíritu Santo, cuyas primicias poseemos- la existencia humana en el cuerpo y en el mundo, porque a través de ella, y no desligándose de ella, se realiza la salvación... La otra vida será en cierta manera una continuación de la presente, así como del grano de trigo sale una espiga de trigo. La resurrección, pues, será como una transformación, como un revestimiento ("poner un vestido encima") de inmortalidad; y, posiblemente, nos encontraremos después con los mismos hombres, poseyendo toda su personalidad, marcados por sus actos pasados, por todo lo que les ayudó a madurar. No sin razón Cristo resucitado quiso mostrar en su cuerpo glorioso las llagas de su pasión.
EUCARISTÍA 1989, 25

Esta lectura termina la larga disertación de Pablo en torno a la forma de la resurrección de los cuerpos, y especialmente en torno a la forma de transformación de quienes estén todavía vivos en ese momento (vv. 51-53), en forma de doxología al cap. 15 (vv. 54-57).
* * * *
La problemática que domina en los primeros versículos todavía de inspiración judía: si la resurrección de los cuerpos es la etapa previa a la restauración del reino, ¿qué sucederá con quienes estén aún vivos en ese momento? ¿Tendrán que morir para resucitar después? La respuesta de Pablo es negativa: La resurrección no es más que un medio y no un fin en sí y lo único que importa es participar de la vida gloriosa e incorruptible del Señor. Puesto que no es más que una etapa, los vivos estarán evidentemente dispensados de ella, lo que les obligará a pasar por otra etapa durante la cual su cuerpo físico, movido hasta entonces por el alma, se convertirá en cuerpo "pneumático", movido por el Espíritu (1 Cor. 15, 44).
Otro aspecto judío del pasaje es la alusión al ceremonial de esa resurrección y, en particular, a la trompeta final (mencionada ya en 1 Tes. 4, 13-18). La trompeta es el instrumento privilegiado para la convocatoria de las tribus de Israel a las grandes asambleas festivas (cf. Núm. 29, 1-6; Lev. 23, 23-25) y el instrumento para la aclamación del rey mesiánico esperado (Núm. 23, 21; 1 Re. 1, 34-40). No es necesario conservar la imagen material. Su significado profundo es evidente: la resurrección de los cuerpos es un fenómeno colectivo, la primera etapa de una gran asamblea, signo del pueblo nuevo. Dentro de este marco, de inspiración judía, Pablo presenta, sin embargo, una doctrina típicamente cristiana: la resurrección esperada por los judíos no era en el fondo más que una especie de recuperación del cuerpo físico para poder participar en el reino, que también era material (1 Re. 17, 17-24). Pero la Pascua del Señor ha permitido a San Pablo superar este punto de vista: la resurrección no será una simple recuperación, sino la transformación y el acceso de nuestro cuerpo al estatuto del Cuerpo glorificado de Cristo. Según la manera de ver cristiana, la resurrección tiene, pues, otro sentido en los medios rabínicos; es la doctrina del "estar con Cristo" lo que lleva a Pablo a pensar de esa manera. Por consiguiente, si la resurrección no es una simple recuperación de un cuerpo muerto, sino el acceso a una corporeidad nueva y espiritual, interesa tanto a los vivos como a los muertos; unos y otros tienen que beneficiarse de esa transformación para "estar con Cristo", cualquiera que sea el estado en que les sorprenda la Parusía.
La doxología con que cierra Pablo su argumentación podría ser muy bien un himno puesto en labios de los resucitados después de la victoria sobre la muerte y sobre el pecado, himno de toda una humanidad que al fin consigue un estatuto que se le había prometido.
* * * *
Cuidémonos de perdernos por el dédalo de las preguntas sobre la forma y el contenido de la resurrección de los cuerpos. Pablo ha afirmado clara- mente, al comienzo del cap. 15, el hecho de nuestra resurrección en solidaridad con Cristo. También ha afirmado que este misterio está por encima de la inteligencia humana al igual que el de la resurrección. Si Pablo, acosado a preguntas por los corintios, aventura a veces alguna que otra respuesta, todas ellas se quedan en el terreno de la hipótesis y no penetran en el fondo del problema, salvo cuando se refieren a la solidaridad entre el Señor y los hombres y la continuidad entre "estar con Cristo" y "resucitar".
MAERTENS-FRISQUE
NUEVA GUIA DE LA ASAMBLEA CRISTIANA II
MAROVA MADRID 1969.Pág. 319 s

5.
-Dios da la victoria por Jesucristo (1 Co 15, 54-58)
Este es uno de los pasajes más esperanzadores para la vida del cristiano. San Pablo ha empezado ya a hablar de la resurrección. En los domingos 6° y 7°, Ciclo C, oímos sus reflexiones a este respecto. Aquí, tiene empeño en descender a puntualizaciones: "Lo que en nosotros es corruptible se convertirá en incorrupción, y lo que es mortal se revestirá de inmortalidad". A san Pablo le gusta la expresión "revestir" que, en él, como en otros escritos, no significa en modo alguno una forma exterior, sino una mutación real. Así, "por el bautismo, nos hemos revestido de Cristo" (Ga 3, 27). Mediante esta mutación, nos transformamos radicalmente... Se trata de un nuevo nacimiento. Encontramos aquí la misma imagen. Seremos revestidos de inmortalidad. Esta vestidura de inmortalidad es celestial (1 Co 15, 40; 47-50; 2 Co 5, 2). Nuestro cuerpo miserable, escribe también san Pablo, será transformado en cuerpo glorioso como el de Jesucristo (Flp 3, 20-21).
A partir de este momento, el cristiano ha de ver la muerte de manera enteramente distinta de como la ve el que no cree ni recibió el bautismo. En el cristiano se realizarán las palabras de la Escritura ¿En qué parte de la Escritura se lee esta reflexión? En realidad, no se encuentra así en la Biblia; tal reflexión, en san Pablo resulta de la lectura de dos pasajes distintos: el primero, en Isaías 25, 8, cuando el profeta escribe: "Aniquilará la muerte para siempre". Trátese o no de una resurrección real en este pasaje de Isaías, san Pablo recoge el tema en este sentido. Lo transforma recogiendo otro pasaje más de la Biblia: Oseas 13, 12-14: "¿Dónde están, muerte, tus pestes? ¿Dónde están tus azotes, seol?". Así transpone san Pablo el anuncio del castigo de Samaria, en promesa de su integridad y de su supervivencia por realidad de la resurrección.
Pero la forma literaria de san Pablo es de las más vigorosas, y da a quien la lee con fe un sentimiento invencible de confianza y de seguridad frente a la muerte.
Lo que hace horrible a la muerte para todo hombre es el pecado. Pues, de suyo, cabría suponer una muerte que fuera un simple tránsito a la gloria; pero el dardo del pecado la hace siempre odiosa. Precisamente la Ley refuerza el pecado. Porque la Ley sólo da el conocimiento de lo que está mal, sin proporcionar fuerza para resistirse a ello (Rm 7, 7). En lugar de librar del mal a los hombres, la Ley hace que pequen más. Sólo Cristo puede liberar de la tutela de la Ley (Rm 7, 1-6). La conciencia humana estaba prisionera del mal (Rm 7, 14-25). Por Cristo, la Ley ya no es exterior, el Espíritu nos transforma y la graba en nuestros corazones infundiendo en ellos la caridad (Rm 5, 5).
Así, pues, tenemos que dar gracias a Dios que nos da la victoria por Jesucristo. La vida cristiana, aunque muy realista, ha de ser por lo tanto optimista y libre de temor. En principio, el cristiano es un vencedor de la muerte en Cristo resucitado. En consecuencia, en la vida del cristiano no hay lugar alguno para la verdadera tristeza, ni existe acontecimiento alguno que pueda arrebatarle esta certeza de su gloria en Jesucristo. La muerte es tránsito a la gloria.
ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITURGICO: CELEBRAR A JC 5
TIEMPO ORDINARIO: DOMINGOS 22-34
SAL TERRAE SANTANDER 1982.Pág. 182 s.

6.
Pablo finaliza este cap. 15 de su carta, dedicado al tema de la resurrección y a los problemas que suscitaba en la comunidad de Corinto, con una especie de himno a la victoria definitiva de la vida sobre la muerte que Jesucristo ha alcanzado.
Cuando todos los elegidos habrán llegado ya a aquella vida "incorruptible", "inmortal", entonces se habrá cumplido ya el objetivo final de Dios manifestado en la Escritura, que es la liquidación del poder de la muerte. Pablo utiliza dos textos de la Escritura (Is 25,8 y Os 13,14), citados muy libremente, para expresar este objetivo, y lo enlaza con la explicación del porqué de esta aniquilación del poder de la muerte: la causa era el pecado, y el pecado existía debido a la Ley, que mostraba qué había que hacer pero no ofrecía la fuerza para hacerlo, de modo que los hombres tenían que vivir siempre con la conciencia culpable de ser infieles a la voluntad de Dios; ahora, Jesús sí ha realizado lo que realmente es la voluntad de Dios, y el hombre puede adherirse a él y liberarse del pecado.
El razonamiento acaba con una conclusi6n en orden a la vida cristiana. Este convencimiento de victoria y de vida plena en Jesucristo, que estamos invitados a creer firmemente, es lo que empuja a "trabajar siempre por el Señor, sin reservas", con la seguridad de que realmente vale la pena.
MISA DOMINICAL 1995, 3

7.
El capítulo dedicado a la resurrección de los cristianos termina con una nueva afirmación de este destino, en que destaca el matiz futuro de todo ello.
Pablo sabe que esta transformación a imagen del Señor Jesús ya ha comenzado, pero también percibe que no ha llegado a desarrollar todas las virtualidades que contiene en sí. Lo que aún falta lo resume con la palabra "corrupción" y con la de mortalidad, que resaltan bien los aspectos negativos todavía presentes en la existencia.
Lo importante está en la certeza de la victoria. De tal manera que, aun siendo algo futuro, permite emplear a Pablo un pasado: «la muerte ya ha sido absorbida por la victoria». Es un enemigo herido, precisamente, de muerte, aunque todavía no haya desaparecido del todo. Sería bueno destacar que, por todo esto, la esperanza no es algo sólo futuro, sino que hunde sus raíces en el pasado de Cristo y de cada uno de nosotros. Porque ello permitiría vivir en consonancia mayor con esta situación cristiana fundamental. A lo cual exhorta el Apóstol en los versículos los finales del párrafo.
Es interesante también destacar la vinculación entre muerte, pecado y ley. Muerte no sólo física, sino en cuanto acertado símbolo de cuanto deshumaniza y hace la vida humana menos humana; pecado como fuerza del mal presente y actuante en el mundo, productora de deshumanizaciones varias, como podemos ver todos los días. Y ley. En la misma categoría negativa de las dos potencias anteriores. Ley, no sólo judía, sino actitud de autosuficiencia, pecadora soberbia y consiguiente desprecio de los demás.
Estos tres poderes, los tres, también han sido ya vencidos por el Señor Jesús, no de un modo general, sino en cada uno de nosotros que podemos y debemos vivir según esa victoria.
FEDERICO PASTOR
DABAR 1995, 15

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