"Queridos hermanos y
hermanas:
En el camino que
estamos recorriendo bajo la guía de san Pablo, queremos ahora detenernos en un
tema que está en el centro de las controversias del siglo de la Reforma: la
cuestión de la justificación. ¿Cómo llega a ser un hombre justo a los ojos de
Dios? Cuando Pablo encontró al resucitado en el camino de Damasco era un hombre
realizado: irreprensible en cuanto a la justicia derivada de la Ley (cfr Fil
3,6), superaba a muchos de sus coetáneos en la observancia de las prescripciones
mosaicas y era celoso en conservar las tradiciones de sus padres (cfr Gal 1,14).
La iluminación de Damasco le cambió radicalmente la existencia: comenzó a
considerar todos sus méritos, logros de una carrera religiosa integrísima, como
“basura” frente a la sublimidad del conocimiento de Jesucristo (cfr Fil 3,8). La
Carta a los Filipenses nos ofrece un testimonio conmovedor del paso de Pablo de
una justicia fundada en la Ley y conseguida con la observancia de las obras
prescritas, a una justicia basada en la fe en Cristo: había comprendido que
cuanto hasta ahora le había parecido una ganancia, en realidad frente a Dios era
una pérdida, y había decidido por ello apostar toda su existencia en Jesucristo
(cfr Fil 3,7). El tesoro escondido en el campo y la perla preciosa en cuya
posesión invierte todo lo demás ya no eran las obras de la Ley, sino Jesucristo,
su Señor.
La relación entre
Pablo y el Resucitado llegó a ser tan profunda que le impulsó a afirmar que
Cristo no era solamente su vida, sino su vivir, hasta el punto de que para poder
alcanzarlo incluso la muerte era una ganancia (cfr Fil 1,21). No es que
despreciase la vida, sino que había comprendido que para él el vivir ya no tenía
otro objetivo, y por tanto ya no tenía otro deseo que alcanzar a Cristo, como en
una competición atlética, para estar siempre con Él: el Resucitado se había
convertido en el principio y el fin de su existencia, el motivo y la meta de su
carrera. Sólo la preocupación por el crecimiento en la fe de aquellos a los que
había evangelizado y la solicitud por todas las Iglesias que había fundado (cfr
2 Cor 11,28) le inducían a desacelerar la carrera hacia su único Señor, para
esperar a los discípulos, para que pudieran correr a la meta con él. Si en la
anterior observancia de la Ley no tenía nada que reprocharse desde el punto de
vista de la integridad moral, una vez alcanzado por Cristo prefería no juzgarse
a sí mismo (cfr 1 Cor 4,3-4), sino que se limitaba a correr para conquistar a
Aquél por el que había sido conquistado (cfr Fil 3,12).
A causa de esta
experiencia personal de la relación con Jesús, Pablo coloca en el centro de su
Evangelio una irreducible oposición entre dos recorridos alternativos hacia la
justicia: uno construido sobre las obras de la Ley, el otro fundado sobre la
gracia de la fe en Cristo. La alternativa entre la justicia por las obras de la
Ley y la justicia por la fe en Cristo se convierte así en uno de los temas
dominantes que atraviesan sus cartas: “Nosotros somos judíos de nacimiento y no
gentiles pecadores; a pesar de todo, conscientes de que el hombre no se
justifica por las obras de la Ley sino por la fe en Jesucristo, también nosotros
hemos creído en Cristo Jesús a fin de conseguir la justificación por la fe en
Cristo, y no por las obras de la Ley, pues por las obras de la ley nadie será
justificado” (Gal 2,15-16). Y a los cristianos de Roma les reafirma que “todos
pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son justificados por el don de
su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús” (Rm 3,23-24). Y
añade: “Pensamos que el hombre es justificado por la fe, independientemente de
las obras de la Ley” (Ibid 28). Lutero tradujo este pasaje como “justificado
sólo por la fe”. Volveré sobre esto al final de la catequesis. Antes debemos
aclarar qué es esta “Ley” de la que hemos sido liberados y qué son esas “obras
de la Ley” que no justifican. La opinión –que se repetirá en la historia–, según
la cual se trataba de la ley moral, y que la libertad cristiana consistía, por
tanto, en la liberación de la ética, existía ya en la comunidad de Corinto. Así,
en Corinto circulaba la palabra “panta mou estin” (todo me es lícito). Es
obvio que esta interpretación es errónea: la libertad cristiana no es
libertinaje, la liberación de la que habla san Pablo no es liberarse de hacer el
bien.
¿Pero qué significa
por tanto la Ley de la que hemos sido liberados y que no salva? Para san Pablo,
como para todos sus contemporáneos, la palabra Ley significaba la Torá en su
totalidad, es decir, los cinco libros de Moisés. La Torá implicaba, en la
interpretación farisaica, la que había estudiado y hecho suya Pablo, un conjunto
de comportamientos que iban desde el núcleo ético hasta las observancias
rituales y cultuales que determinaban sustancialmente la identidad del hombre
justo. Particularmente la circuncisión, la observancia acerca del alimento puro
y generalmente la pureza ritual, las reglas sobre la observancia del sábado,
etc. Comportamientos que aparecen a menudo en los debates entre Jesús y sus
contemporáneos. Todas estas observancias que expresan una identidad social,
cultural y religiosa, habían llegado a ser singularmente importantes en el
tiempo de la cultura helenística, empezando desde el siglo III a.C. Esta
cultura, que se había convertido en la cultura universal de entonces, era una
cultura aparentemente racional, una cultura politeísta aparentemente tolerante,
que ejercía una fuerte presión de uniformidad cultural y amenazaba así la
identidad de Israel, que estaba políticamente obligado a entrar en esta
identidad común de la cultura helenística con la consiguiente pérdida de su
propia identidad, perdiendo así también la preciosa heredad de la fe de sus
Padres, la fe en el único Dios y en las promesas de Dios.
Contra esta presión
cultural, que amenazaba no sólo a la identidad israelita, sino también a la fe
en el único Dios y en sus promesas, era necesario crear un muro de distinción,
un escudo de defensa que protegiera la preciosa heredad de la fe; este muro
consistía precisamente en las observancias y prescripciones judías. Pablo, que
había aprendido estas observancias precisamente en su función defensiva del don
de Dios, de la heredad de la fe en un único Dios, veía amenazada esta identidad
por la libertad de los cristianos: por esto les perseguía. En el momento de su
encuentro con el Resucitado entendió que con la resurrección de Cristo la
situación había cambiado radicalmente. Con Cristo, el Dios de Israel, el único
Dios verdadero, se convertía en el Dios de todos los pueblos. El muro –así lo
dice Carta a los Efesios– entre Israel y los paganos ya no era necesario: es
Cristo quien nos protege contra el politeísmo y todas sus desviaciones; es
Cristo quien nos une con y en el único Dios; es Cristo quien garantiza nuestra
verdadera identidad en la diversidad de las culturas, y es él el que nos hace
justos. Ser justo quiere decir sencillamente estar con Cristo y en Cristo. Y
esto basta. Ya no son necesarias otras observancias. Por eso la expresión
"sola fide" de Lutero es cierta si no se opone la fe a la caridad, al
amor. La fe es mirar a Cristo, encomendarse a Cristo, unirse a Cristo,
conformarse a Cristo, a su vida. Y la forma, la vida de Cristo es el amor; por
tanto creer es conformarse con Cristo y entrar en su amor. Por eso san Pablo en
la Carta a los Gálatas, en la que sobre todo ha desarrollado su doctrina sobre
la justificación, habla de la fe que obra por medio de la caridad (cfr Gal
5,14).
Pablo sabe que en
el doble amor a Dios y al prójimo está presente y cumplida toda la Ley. Así en
la comunión con Cristo, en la fe que crea la caridad, toda la Ley se realiza.
Somos justos cuando entramos en comunión con Cristo, que es amor. Veremos lo
mismo en el Evangelio del próximo domingo, solemnidad de Cristo Rey. Es el
Evangelio del juez cuyo único criterio es el amor. Lo que pide es sólo esto: ¿Tú
me has visitado cuando estaba enfermo? ¿Cuando estaba en la cárcel? ¿Me has dado
de comer cuando tenía hambre, o me has vestido cuando estaba desnudo? Y así la
justicia se decide en la caridad. Así, al término de este Evangelio, podemos
decir: sólo amor, sólo caridad. Pero no hay contradicción entre este Evangelio y
san Pablo. Es la misma visión, según la cual, la comunión con Cristo, la fe en
Cristo crea la caridad. Y la caridad es la realización de la comunión con
Cristo. Así, si estamos unidos a Él somos justos, y no hay otra
forma.
Al final, podemos
sólo rezar al Señor para que nos ayude a creer. Creer realmente; creer se
convierte así en vida, unidad con Cristo, transformación de nuestra vida. Y así,
transformados por su amor, por el amor a Dios y al prójimo, podemos ser
realmente justos a los ojos de Dios."
Benedicto XVI
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