Andalucía pudo ser un paraíso: todo allí estaba dado para eso. Y es hoy un cenagal
EN el recuerdo de la luz, mi adolescencia en Málaga retorna. Es madrugada. Madrid, mediado julio, se aletarga en pereza norteafricana. Con gusto cedería yo a olvidar el presente: el plomo candente de todos los veranos es tan sólo propicio a relato y añoranza. Cedería a esa plácida tentación de abandonar a su miseria un mundo en quiebra, de cuyo alzado fuimos todos, al fin y en distintas medidas, responsables: este imperio universal de los ladrones a los cuales decimos representantes nuestros. Sin grandeza.
Intento alejar de mí esa mugre a la cual hemos dado en llamar política. No lo logro. Cada noticia que me llega del sur de España me hace sentir la vergüenza de ser parte de un país en el cual una extorsión tan sin límite -ni disimulo- pudo perseverar durante tantos años -todos, desde la transición-, sin que ninguna institución pusiera coto político y judicial al cúmulo de los delitos. Y en esa vergüenza me es fácil percibir, apenas elíptica, la pervivencia de un amor de ese sur que en mí sigue vivo. A pesar de todo. Con la ronca constancia de lo que es incurable. Mas, ¿quién, a partir de una cierta edad, desea para nada cura alguna?
Andalucía pudo ser un paraíso: todo allí estaba dado para eso. Y es hoy un cenagal. Cae sobre todos nosotros la responsabilidad de que lo sea: la horrible responsabilidad de quienes robaron allí más de lo que pueda ser imaginado; pero también la de quienes no quisimos verlo, o la de quienes, sabiéndolo, callamos porque era demasiado nauseabundo asomarse al paisaje de aquello. Ya no se puede prolongar. Abrir la herida, de inmediato, es necesario. Y lo que más admiro en el tesón de la juez Alaya es esa reciedumbre de un espíritu que, al enfrentarse con el légamo estancado de todas las corrupciones, mantiene su fría entereza. Pocos hubieran podido aguantar esa vaharada venenosa que surge del pozo negro allí abierto.
Nadie puede ya ignorar, a estas alturas de la instrucción judicial, que la red de gran delincuencia organizada, en curso de ser puesta a la luz, enreda a todos quienes gozaron de poder en los más de treinta años de monopolio socialista en Andalucía: sindicatos como partidos. Y que difícilmente habrá un presidente o un consejero de la junta andaluza que se libre de pasar por el banquillo. La disección del cadáver andaluz exige de aquel -de aquella, en este caso- que lo acomete un estoicismo heroico. Sólo en el cual reside plenamente la certeza de que quien juzga no va a ser vulnerable ni a halagos ni a amenazas. El juramento de los jueces británicos recoge la fórmula ciceroniana que cifra como blindaje del que juzga la abolición de esperanzas y miedos: nec spe nec metu, con lucidez sólo. Pero esa normalidad estoica del juez, es hoy tan rara entre nosotros…
Andalucía es dolor terminal de España. En mucha mayor medida fatal de lo que puedan serlo las dramáticas alucinaciones independentistas en Cataluña o en el País Vasco. Porque hoy Andalucía es una España muerta a manos de quienes saquearon aquello que era su deber administrar y preservar en bien de todos; y de esa muerte, delincuentes con alta dignidad y cargo hicieron su fortuna. Hoy arrastramos todos el despojo de una tierra desangrada, que tanto me hace a mí pensar en la tortura de ciertos piratas refinadamente crueles cuya rutina Platón nos narra: atar a un hombre vivo abrazado a un cadáver y abandonar ese hato en una lancha a la deriva.
Y el recuerdo de aquella luz de Málaga en mi adolescencia me golpea. Pudo ser un paraíso. Andalucía. Es esto.
Gabriel Albiac
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