Me fijé en una viejita menuda que no llevaba paraguas. Acurrucada en un rincón parecía ensimismada y
ausente. Me acerqué con intención de preguntar pero no me atreví a interrumpir
su oración devota. Y me senté cerca para abordarla cuando terminase. No pude
evitar oírla susurrar: "Mi bien, mi tesoro, mi luz, mi paz, mi amor, mi
todo". Hacía una pequeña pausa, respiraba hondo y proseguía: "Mi
bien, mi tesoro, mi luz, mi paz…". Así una y otra vez. A veces jadeaba
levemente, se emocionaba y una lágrima rodaba por su rostro lacio. Repetía y
repetía y no se cansaba de repetir.
Vi salir al sacerdote para celebrar la fiesta del
Patrono de la ciudad y el último día de su novena. Estaba expectante. Me
recomía la curiosidad. ¿Para qué sería tanto despliegue de paraguas? En un
determinado momento escuché: "Bajo tu amparo y protección nos ponemos
bendito Santo para que nos obtengas la gracia que pedimos (pídase)".
El sueño se aceleró y, como si de distintas catedrales
se tratara, me sentí metido en un torbellino de oraciones: "Protégenos,
san Fulano, de los peligros…" -- "No nos dejes desamparados, san
Mengano, ante las acechanzas…" -- "Con tu auxilio y protección, san
Zutano, seremos capaces de merecer…" -- "Concédenos por la valiosa
intercesión de nuestro santo Patrono que…"
Cuando me desperté y fui capaz de salir de aquel mareo
empecé a vislumbrar el significado de mi sueño. Una gran mayoría de
católicos va a rezar con paraguas, con el paraguas del santo o virgen de su
devoción. Protegidos por ese mínimo retazo de nailon se sienten seguros,
mientras ignoran la pétrea y formidable bóveda que a todos da cobijo.
Tomé conciencia del ridículo que supone extender un
paraguas bajo la bóveda de la catedral. El mismo ridículo que hacemos los
católicos cuando pedimos protección a un santo estando totalmente abrazados por
el mismísimo Dios.
Como si me inundase la luz de la aurora al abrir la
ventana, vi claramente que los santos son nuestros hermanos de la "Iglesia
triunfante". Son faros, ejemplos, testimonios, pero no "conseguidores".
Son animadores, pero no "enchufes palaciegos". Viven en el
seno de Dios pero no son "anzuelos" para pescar en su regazo. No
pueden hacer por nosotros más de lo que ya hicieron: vivir como personas
plenas, como buscadores incansables del rostro de Dios, como fidelísimos
seguidores de sus huellas. ¡No hay que pedirles, hay que imitarles!
En algún momento de la historia nos hemos vuelto
majaras y, ante las huellas desnudas y taladradas del Maestro con miles de
huellas detrás, hemos "interpretado" que había que convertir
la Iglesia en una gran fábrica de zapatos para "ganarnos" a
los seguidores descalzos. Y ahí estamos, fabricando escarpines, coturnos y
zancos para obtener recomendación o hurtar algún milagro del bolsillo secreto
del Creador. ¡Ni se nos ocurre mirar por dónde transcurrieron sus huellas!
Si fuésemos sinceros, nos daríamos cuenta que lo que
hacemos es "sobornarlos". No buscamos cambiar, avanzar,
parecernos a ellos. Solo nos interesan sus imaginarios regalos o sus remiendos.
Somos como esos delfines de piscina que hacen acrobacias circenses para obtener
"pescaito", pero ni saben dónde está el mar ni les interesa.
Hay que decirlo alto y claro: ¡Los santos no pueden
hacer nada por nosotros! Solo pueden mostrarnos su vida y el camino que
siguieron. ¡Es inútil nuestra interesada fábrica de zapatos! No pueden
hacer nada porque Dios mismo es nuestro don y se derrama permanentemente sobre
nosotros. Pensar que los santos pueden conseguirnos más o pueden arrancarle
algún favor es sencillamente una ridícula superstición (1).
El culto a los santos, tal como lo practicamos hoy, es
una de las estafas que hacemos a la religión auténtica. Las buenas gentes no distinguen entre dulías,
hiperdulías o latrías. La mayoría cree y practica lo que ven hacer a los curas,
sin más discernimiento. Y unos y otros solo saben pedir. ¿Conoces alguna imagen
que no tenga una hucha debajo? En eso hemos convertido la religión: en una "máquina
tragaperras". ¡A ver si me sale premio! Incluso he visto -con
repugnancia- el reiterado anuncio de una conocida revista religiosa que
manipula a los ingenuos con este eslogan: "La revista del santo de los
milagros. Y, si te suscribes ahora, te regalamos la medalla del santo".
¡Hipócritas! ¡Lo que os interesa en vender más revistas!
No me cansaré de vocearlo: ¡Dios es pura gratuidad que
se vuelca, descarado regalo que se da! Nos crea
por amor y nos llama a la felicidad "con gemidos inenarrables"
(Rom 8,26). Es una ridiculez supina acudir a "intermediarios"
para mover la mano con la que ya nos aprieta contra su corazón. Pretender "protegerse"
con tejadillos debajo de la cúpula inmensa del Padre es tan ridículo como
entrar en la catedral con paraguas.
Algunos teólogos antiguos -con sus complejos ríos de
tinta- se han inventado unas "mediaciones" imposibles. No
existen "mediadores". Lo dice claramente la Escritura: "En
Él somos, nos movemos y existimos" (Hch 17,28). O somos troncos en el
fuego del amor de Dios o nos convertiremos en serrín para tapar inmundicias.
La única "mediación" posible es
dejarnos alcanzar por el incendio de nuestros santos y luego compartir nuestra
propia llama -que
transforma y libera- sumergida en la dulce hoguera del amor Dios. En eso
consiste la "mediación" de nuestros santos y nuestra Madre, en
el dulcísimo contagio de su llama, no en conseguirnos confites. De nosotros
depende dejarnos transformar.
La única persona de mi sueño que estaba conectada
verdaderamente con Dios era aquella
viejita de ojos cerrados y oración susurrante, que le decía lindezas a su
Amado. Ella no tenía paraguas porque no tenía miedo y no necesitaba "intercesores".
Se sabía hija amada del Padre, sostenida y arrullada con total seguridad. Sabía
-sin saberlo- que lo único que la alimentaba y levantaba era impregnarse de
lo que Dios es y le estaba dando desde dentro de ella misma.
Tras estas clarividencias me asaltaron de repente
preguntas lacerantes: ¿Por qué en
nuestra Iglesia se sigue practicando la intercesión? ¿Por qué se confía más en
intermediarios humanos, como nosotros, que en el mismísimo Dios Torrente?
Interceder es "hablar en favor de alguien para conseguirle un bien o
librarlo de un mal". Es decir, les pedimos a los santos que le digan al
Creador que sea bueno... ¿No se dan cuenta los "sabios y
entendidos"? ¿Cómo es posible que no nos saquen de nuestras
ingenuidades y supersticiones? ¿Será cierto que los tales sabiondos son tan
ciegos y burros -con perdón- como cuenta el Evangelio? "¿Somos también
nosotros ciegos? Y les dijo: Si fueseis ciegos, no tendríais culpa; pero como
decís que veis, seguís en pecado" (Jn 9,40).
Me sentí muy abatido y me seguían cayendo preguntas
como martillazos: ¿Cómo hemos
llegado a convertir la religión en ventanilla administrativa? ¿Qué hemos hecho
de la Iglesiuca del sembrador, del agua viva, de la mies sazonada, de la viña
cuidada, de la mínima mostaza recrecida, del pan fermentado por ínfima
levadura, del tesoro encontrado, de la oveja recuperada, de los pobres
evangelizados…?
¿Cómo la hemos convertido en obligado "mostrador
único" con innumerables ventanillas, en las que los "funcionarios
consagrados" solo nos ayudan a presentar instancias, a rellenar
suplicatorios, a reclamar subvenciones? Incluso acompañamos ese interesado
papeleo con los timbres del soborno: "si me das, te daré", "te
doy, para que me des", "vengo a poner el cazo y te
prometo"...
¿Qué deformación o ceguera nos lleva a pedir agua
cuando nos está inundando la Catarata? ¿Pero
religión no significa "unión" con Dios? ¿Cómo es posible que
manejemos como idolillos de escayola a los que vivieron esa "unión",
en vez de imitar su ejemplo? ¿Cómo es posible que confiemos más en el "supuesto
poder" de esos humanos, que en el "poder cierto" del
Padre que sobre todos se derrama?
En el tímpano de mi alma retumbó el estremecido grito
de Pablo: "¿Por qué hacéis esto?
Nosotros somos hombres como vosotros, que hemos venido a anunciaros que dejéis
los dioses falsos y os convirtáis al Dios vivo…" (Hch 14,15). La necia
idolatría de los de Listra me parece menos grave que la nuestra. Nosotros hemos
convertido a nuestros benditos santos en "sacacorchos" de un grotesco
ídolo: el "dios botellón".
Abrumado por tantas preguntas, por tanta
incongruencia, por tanta impotencia para gritar quién es y cómo es el Dios
verdadero, me eché a llorar
desconsoladamente. En el paisaje de mi llanto apareció aquella viejita orante y
empecé a musitar con ella: "Mi bien, mi tesoro, mi luz, mi paz, mi
amor, mi todo"...
Así estuve larguísimo rato llorando y gozando al mismo
tiempo. Noté las manos de algunos santos que, apoyadas en mis hombros, me
confortaban. De repente empezaron a cantar con una voz sublime y me invitaron a
imitarles: "No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da
la gloria" (Sal 115).
Cuando aquella sensación agridulce se disipó, se me
impuso desde dentro contaros el sueño del ridículo baile de los paraguas y
deciros a voz en cuello: ¡No, nuestros queridísimos santos no son "sacacorchos"
de un supuesto "dios botellón"!
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(1) Superstición: 1. Creencia extraña a la fe
religiosa y contraria a la razón. 2. Fe desmedida o valoración excesiva
respecto de algo.
Jairo del Agua
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