El padre Federico Lombardi, portavoz del Vaticano, es un tipo simpático. Los periodistas que cubren la información de la Santa Sede le tienen aprecio porque tiene más paciencia que el santo Job, responde a cuantas preguntas se le formulan —algunas verdaderamente exóticas— y siempre da la cara, a las duras y también a las maduras. En su contra se puede decir que su información es tan limitada como su acceso a Benedicto XVI, pero cuando desconoce algo no tiene empacho en reconocerlo utilizando una fórmula muy italiana: “Debo decir que no lo sé”.
Su conferencia de prensa de ayer —la segunda desde la sorpresiva renuncia del Papa— no arrojó como suele ser habitual grandes titulares, pero el jesuita Lombardi sí dijo algo, una frase perdida, que viene a confirmar los verdaderos motivos del plantón de Joseph Ratzinger: “Puede que [el Papa] haya valorado los problemas de gobernabilidad, pero sobre todo el papel de la Iglesia en el mundo”.
Si a la referencia a la “gobernabilidad” del Vaticano —esto es, a la ingobernabilidad— se le añade la insistencia de Lombardi en negar que Benedicto XVI esté enfermo, más allá de los problemas asociados a un hombre de casi 86 años con una mala salud de hierro, va quedando meridianamente clara la razón del adiós. Después de casi ocho años intentando sin éxito poner cordura en la casa de Dios, Ratzinger decidió pasar el testigo, preocupado sin duda porque su progresivo deterioro pueda ser aprovechado por las distintas facciones que luchan por el poder en el seno de la Iglesia.
Dijo el portavoz Lombardi que, tras anunciar su decisión, el Papa se encuentra bien, con el ánimo sereno y dispuesto a seguir cumpliendo con su deber hasta el día 28 a las ocho de la tarde. “¿Y por qué a las ocho de la tarde?”, le preguntaron, sin duda esperando una señal, un motivo jurídico o tal vez simbólico que justificara ese momento de la tarde para abandonar un pontificado. Lombardi esta vez sí sabía el por qué, pero no encerraba ningún misterio: “Esa es la hora a la que normalmente el Papa deja de trabajar”.
Esa mañana, el diario Il Sole 24 Ore había publicado que Joseph Ratzinger lleva un marcapasos desde hace 10 años —dos antes de ser elegido Papa— y que hace un par de meses se sometió a una operación para renovarlo. El padre Lombardi confirmó la noticia, si bien desvinculó la operación —un simple cambio de batería a cargo del cirujano cardiaco Luigi Chiariello— de la renuncia. Para entonces, según publicó L’Osservatore Romano y confirmó el hermano del Papa, Benedicto XVI ya había decidido no esperar a la muerte para dejar el pontificado. Por lo demás, el portavoz del Vaticano relató esas pequeñas cosas que tanto color otorgan al asunto a la espera del siguiente acontecimiento verdaderamente importante, la elección —tal vez a mediados de marzo— del nuevo Pontífice.
Puede que [el Papa] haya valorado los problemas de gobernabilidadFederico Lombardi, portavoz del Vaticano
Explicó Lombardi que, hasta el día 28, el Papa seguirá siendo Papa con todas las de la ley. Dirigirá hoy la celebración del miércoles de ceniza, recibirá el sábado al presidente de Guatemala, Otto Pérez Molina, y el domingo iniciará unos ejercicios espirituales hasta el sábado 23. El miércoles 27 celebrará la última audiencia pública del pontificado y tal vez dos o tres días después se destruirá el Anillo del Pescador. Es lo que se hace cuando un Papa muere, pero ahora también se hará para evitar cualquier posible falsificación de documentos pontificios. Todo el que haya pasado, aunque sea de refilón, por un colegio de curas o de monjas sabe aquello de “quien evita la tentación evita el peligro”. Y el Vaticano, a la vista está, es un lugar muy frecuentado por las tentaciones y los peligros.
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