Léase: 1 Reyes 10:1-13; Mateo 12:42.
"La reina del Sur se levantará en el juicio con esta generación, y la condenará;
porque ella vino de los confines de la tierra para oír la sabiduría de Salomón,
y he aquí más que Salomón en este lugar" (Mateo 12: 42).
En
ninguna parte de la Biblia se nos dice que la reina de Saba fuera una mujer
pagana convertida. En realidad, se nos dice bastante para suponer que no se
convirtió. Si se hubiera convertido se nos diría que al entrar en Jerusalén se
dirigió al Templo para ofrecer sacrificios al Dios de Israel. En los dos puntos
que se nos habla de ella, 1ª. Reyes 10 o en 2ª. Crónicas 9 no se dice nada de
este hecho. Se nos habla de sus conversaciones con Salomón y de sus visitas a
los palacios y la contemplación de sus riquezas... y nada más.
Es
verdad que al final de su visita dijo: «Bendito Jehová tu Dios, que se agradó de
ti para ponerte en el trono de Israel.» Pero éstas no son palabras extrañas
incluso en la boca de una persona pagana, por el hecho mismo que podía reconocer
el Dios de Salomón como uno de tantos. Dice «Jehová tu Dios», lo cual distingue
el de Salomón del propio.
Lo
mismo Jesús, cuando afirma que «la reina del Sur se levantará en el juicio con
esta generación y la condenará», no hace más que poner otro ejemplo como el de
Nínive, que había de hacer lo mismo, o el de Sodoma y Gomorra, que darían
testimonio contra la «presente generación», o sea, que eran superiores a ella.
La reina de Seba era un mujer que se interesaba en las cosas. Sus intereses eran
múltiples y variados: joyas, vestidos lujosos, y también el cultivo de la
mente.
Había
oído que había ascendido al trono de Israel un rey de profunda sabiduría, y
grandes riquezas. Quiso conocerle. Ella misma había dedicado tiempo a las
ciencias y las artes, hasta el punto que podía tener una profunda conversación
con el rey: «le expuso todo lo que tenía en su corazón». Y Salomón le
correspondIó. Pensemos en lo que le costó el viaje suyo y de todo sus séquitos,
de tierras lejanas. Pensemos en los dones de piedras preciosas, talentos de oro
y especias en grandes cantidades. La reina pensó que conocer a Salomón valía
todo esto. Oyó al rey, disfrutó de su conversación con él, satisfizo su
curiosidad intelectual y su sentido artístico. Pero nada más.
Hoy
vemos también muchas jóvenes, especialmente entre las clases pudientes, que
sienten deseos de ampliar sus horizontes intelectuales, de alcanzar excelencia
en el mundo de las artes, de las ciencias de las letras. Esta es una actividad
digna de elogio. No hay por qué pensar que el fregadero, la escoba y las
cazuelas son el destino exclusivo de la mujer. Elegir ser mediocre en la vida es
una triste elección. Estas muchachas, con estas nobles ambiciones, si hubieran
vivido en tiempo de Salomón habrían también emprendido el viaje a Jerusalén para
extasiarse en los tesoros para los sentidos y para la mente que había en la
corte del rey sabio y en la belleza externa del Templo.
Pero
por desgracia, la mayoría de las veces, ocupadas con todos estos oropeles se
olvidan de algo: «He aquí hay uno mayor que Salomón en este lugar.» Este les
pide no que aprecien la belleza de su palabra y nada más; les pide que le
entreguen su corazón y se rindan a su servicio. Por desgracia muy pocas de estas
jóvenes de educación esmerada están dispuestas a obedecer este punto. Lo que les
interesa es la cultura por amor a la cultura. Pueden incluso considerar que
Jesús era mayor que Salomón. Pero no le consideran como Redentor de su pecado y
de su culpa. Por tanto, no se sienten inclinadas a adherirse a El ni a alabarle
con agradecimiento. Se quedan donde se quedó la reina de Seba. Van a Jerusalén,
se entusiasman y se marchan.
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