"Queridísimos hermanos: Os he convocado a este Consistorio, no sólo para las tres causas de canonización, sino también para comunicaros una decisión de gran importancia para la vida de la Iglesia.
Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino.
Soy muy consciente de que este ministerio, por su naturaleza
espiritual, debe ser llevado a cabo no únicamente con obras y palabras,
sino también y en no menor grado sufriendo y rezando.
Sin embargo, en el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y
sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de San Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado.
Por esto, siendo muy consciente de la seriedad de este acto, con plena libertad, declaro que renuncio al ministerio de Obispo de Roma, Sucesor de San Pedro, que me fue confiado por medio de los Cardenales el 19 de abril de 2005, de forma que, desde el 28 de febrero de 2013, a las 20.00 horas, la sede de Roma, la sede de San Pedro, quedará vacante y deberá ser convocado, por medio de quien tiene competencias, el cónclave para la elección del nuevo Sumo Pontífice.
Queridísimos hermanos, os doy las gracias de corazón por todo el amor
y el trabajo con que habéis llevado junto a mí el peso de mi
ministerio, y pido perdón por todos mis defectos.
Ahora, confiamos la Iglesia al cuidado de su Sumo Pastor, Nuestro
Señor Jesucristo, y suplicamos a María, su Santa Madre, que asista con
su materna bondad a los Padres Cardenales al elegir el nuevo Sumo Pontífice.
Por lo que a mi respecta, también en el futuro, quisiera servir de todo
corazón a la Santa Iglesia de Dios con una vida dedicada a la plegaria."
Un poco de historia
Benedicto XVI renunciará a fin de febrero de 2013 al solio pontificio. Mientras que los líderes políticos y espirituales de todo el mundo afirman que se trata de "una decisión respetable", los católicos han visto con sorpresa lo que el cardenal Angelo Sodano ha llamado "un rayo en un cielo sereno". Es, sin embargo, el pleno derecho del sucesor de Pedro, porque aunque inhabitual no se trata de un pasno ni inédito ni único. Sí es verdad que Josef Ratzinger, elegido en 2005 como sucesor de Juan Pablo II tras una vida dedicada a la Iglesia, es plenamente consciente de la gravedad de lo que ha decidido y de los peligros que se abren, avalados por la historia.
Si no tenemos en cuenta los cismas, la última renuncia regular a la tiara romana es la de Celestino V. Apenas muerto Nicolás IV en 1292, el cónclave de cardenales se reunió en Roma, moviéndose en sus sesiones de Santa María la Mayor al Aventino y luego a Santa Maria sopra Minerva, para terminar en Perugia. La eterna disputa política entre los Colonna y los Orsini, con el trasfondo múltiple del catastrófico triunfo de aquel siglo de los güelfos sobre los gibelinos, del codicioso avance de la monarquía francesa y de las querellas teológicas entre y contra los franciscanos, hacía muy difícil la elección. Los padres electores tardaron veintisiete meses en llegar a un acuerdo, y no eligieron a uno de ellos sino al venerado ermitaño Pietro da Morrone. Era un anciano de casi ochenta años, dedicado a la oración y a la penitencia, que había escrito al cónclave pidiendo una elección pronta por el bien de la Iglesia.
Santo, humilde y devoto, Morrone fue coronado en 1294 en L´Aquila, y reinó como Celestino V. En una Iglesia cargada de problemas de todo tipo, fue recibido con esperanza, incluso como si se pudiese tratar del esperado "pastor angelicus", o al menos el protagonista de una reforma enérgica y santa que librase a la Iglesia de la decadencia espiritual, ya que no intelectual ni material, vivida en el último siglo y simbolizada aún más en asesinato, que no ejecución, de Corradino, el último Hohenstaufen.
Celestino V, inexperto y espiritual, demostró pronto que chocaba con los usos y miserias de la curia y con los intereses de los poderosos. Se planteó entonces incluso la cuestión teológica de si el Papa podía o no abdicar, asunto que el mismo Morrone sancionó por bula del 13 de diciembre de 1294, que Benedicto XVI conoce sin duda, y que incluye en la plena potestad del papa también la de renunciar a la tiara. La decisión de Ratzinger tiene pues sus precedentes, aunque lejanos.
Benedicto, como Celestino, ha vivido tiempos de zozobra, y ambos trajeron con su elección esperanzas a la Iglesia. Ambos se han enfrentado a los poderes terrenales de su tiempo, pues ni las ideas espirituales de Celestino V gustaron en el mundo creado a gusto de los güelfos ni las severas críticas de Benedicto XVI al materialismo, al comunismo, al capitalismo y al liberalismo han pasado inadvertidas. Los dos han sufrido ataques públicos y privados de todo tipo; y en definitiva los dos han elegido lo que consideran mejor para el bien de la Iglesia y de su propia alma. Será pues el Espíritu Santo quien decida.
Estas decisiones ni son fáciles ni son necesariamente acertadas. Hay que recordar que Dante Alighieri sitúa a Celestino V en el Infierno, justamente por este "gran rifiuto" que benefició sólo a los enemigos de la Iglesia y del Imperio y que se coloca en las raíces del Gran Cisma. Bonifacio VIII, atento a sus intereses y a los de los poderosos, mantuvo a Pietro da Morrone encerrado hasta su más que dudosa muerte de 1296. Salvo la inspiración para algunos versos de la Commedia, nada bueno y mucho malo surgió a corto y medio plazo de la renuncia de Celestino V. Benedicto XVI, que sabe todo esto mejor que nadie, ha tenido que sopesar razones muy poderosas para llegar a este punto. Pasará a la historia por ello, y seguramente por muchas de las palabras acertadas y agudas que tan pocos amigos le han creado entre los dueños de la modernidad. Tiene, eso sí, una Luz que sólo él conoce.
El último Pontífice en renunciar fue Gregorio XII, el veneciano Angelo Correr, que dimitió en 1515, dos años antes de morir, según catholic.net.
Los otros casos de renuncia al pontificado han sido los de Benedicto IX, elegido en el 1032 y Celestino V, que renunció en 1294 al declararse carente de experiencia en el manejo de los asuntos de la Iglesia.
Benedicto XVI ya explicó en 'Luz del mundo' en 2010 que un Papa puede dimitir "en un momento de serenidad, no en el momento del peligro". En el mismo documento, ya señalaba que notaba cómo sus fuerzas iban disminuyendo y temía que el trabajo que conllevaba su misión "sea excesivo para un hombre de 83 años".
Un poco de historia
Benedicto XVI renunciará a fin de febrero de 2013 al solio pontificio. Mientras que los líderes políticos y espirituales de todo el mundo afirman que se trata de "una decisión respetable", los católicos han visto con sorpresa lo que el cardenal Angelo Sodano ha llamado "un rayo en un cielo sereno". Es, sin embargo, el pleno derecho del sucesor de Pedro, porque aunque inhabitual no se trata de un pasno ni inédito ni único. Sí es verdad que Josef Ratzinger, elegido en 2005 como sucesor de Juan Pablo II tras una vida dedicada a la Iglesia, es plenamente consciente de la gravedad de lo que ha decidido y de los peligros que se abren, avalados por la historia.
Si no tenemos en cuenta los cismas, la última renuncia regular a la tiara romana es la de Celestino V. Apenas muerto Nicolás IV en 1292, el cónclave de cardenales se reunió en Roma, moviéndose en sus sesiones de Santa María la Mayor al Aventino y luego a Santa Maria sopra Minerva, para terminar en Perugia. La eterna disputa política entre los Colonna y los Orsini, con el trasfondo múltiple del catastrófico triunfo de aquel siglo de los güelfos sobre los gibelinos, del codicioso avance de la monarquía francesa y de las querellas teológicas entre y contra los franciscanos, hacía muy difícil la elección. Los padres electores tardaron veintisiete meses en llegar a un acuerdo, y no eligieron a uno de ellos sino al venerado ermitaño Pietro da Morrone. Era un anciano de casi ochenta años, dedicado a la oración y a la penitencia, que había escrito al cónclave pidiendo una elección pronta por el bien de la Iglesia.
Santo, humilde y devoto, Morrone fue coronado en 1294 en L´Aquila, y reinó como Celestino V. En una Iglesia cargada de problemas de todo tipo, fue recibido con esperanza, incluso como si se pudiese tratar del esperado "pastor angelicus", o al menos el protagonista de una reforma enérgica y santa que librase a la Iglesia de la decadencia espiritual, ya que no intelectual ni material, vivida en el último siglo y simbolizada aún más en asesinato, que no ejecución, de Corradino, el último Hohenstaufen.
Celestino V, inexperto y espiritual, demostró pronto que chocaba con los usos y miserias de la curia y con los intereses de los poderosos. Se planteó entonces incluso la cuestión teológica de si el Papa podía o no abdicar, asunto que el mismo Morrone sancionó por bula del 13 de diciembre de 1294, que Benedicto XVI conoce sin duda, y que incluye en la plena potestad del papa también la de renunciar a la tiara. La decisión de Ratzinger tiene pues sus precedentes, aunque lejanos.
Benedicto, como Celestino, ha vivido tiempos de zozobra, y ambos trajeron con su elección esperanzas a la Iglesia. Ambos se han enfrentado a los poderes terrenales de su tiempo, pues ni las ideas espirituales de Celestino V gustaron en el mundo creado a gusto de los güelfos ni las severas críticas de Benedicto XVI al materialismo, al comunismo, al capitalismo y al liberalismo han pasado inadvertidas. Los dos han sufrido ataques públicos y privados de todo tipo; y en definitiva los dos han elegido lo que consideran mejor para el bien de la Iglesia y de su propia alma. Será pues el Espíritu Santo quien decida.
Estas decisiones ni son fáciles ni son necesariamente acertadas. Hay que recordar que Dante Alighieri sitúa a Celestino V en el Infierno, justamente por este "gran rifiuto" que benefició sólo a los enemigos de la Iglesia y del Imperio y que se coloca en las raíces del Gran Cisma. Bonifacio VIII, atento a sus intereses y a los de los poderosos, mantuvo a Pietro da Morrone encerrado hasta su más que dudosa muerte de 1296. Salvo la inspiración para algunos versos de la Commedia, nada bueno y mucho malo surgió a corto y medio plazo de la renuncia de Celestino V. Benedicto XVI, que sabe todo esto mejor que nadie, ha tenido que sopesar razones muy poderosas para llegar a este punto. Pasará a la historia por ello, y seguramente por muchas de las palabras acertadas y agudas que tan pocos amigos le han creado entre los dueños de la modernidad. Tiene, eso sí, una Luz que sólo él conoce.
El último Pontífice en renunciar fue Gregorio XII, el veneciano Angelo Correr, que dimitió en 1515, dos años antes de morir, según catholic.net.
Los otros casos de renuncia al pontificado han sido los de Benedicto IX, elegido en el 1032 y Celestino V, que renunció en 1294 al declararse carente de experiencia en el manejo de los asuntos de la Iglesia.
Benedicto XVI ya explicó en 'Luz del mundo' en 2010 que un Papa puede dimitir "en un momento de serenidad, no en el momento del peligro". En el mismo documento, ya señalaba que notaba cómo sus fuerzas iban disminuyendo y temía que el trabajo que conllevaba su misión "sea excesivo para un hombre de 83 años".
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