Introducción
Rodrigo Díaz de Vivar, mejor conocido como el Cid Campeador, es sin duda uno de los personajes históricos más fascinantes del pasado medieval de la península Ibérica. Ha protagonizado novelas, películas y hasta series de televisión de dibujos animados. Sin embargo, la figura que nos ha llegado es ante todo producto de la ficción y de la creación en el siglo XIX de una serie de mitos nacionales españoles en los que el Cid Campeador y otras figuras como Don Pelayo, Blas de Lezo o Agustina de Aragón encarnaban la defensa de la patria ante sus enemigos. ¿Qué sabemos realmente del Cid Campeador? ¿Qué es verdad y qué es legendario en la historia del Cid, su caballo Babieca y su espada Tizona? Para averiguarlo haremos un resumen de la historia del Cid y de su aparición en las fuentes en estas dos entradas.
La leyenda del Cid Campeador
El más conocido es el Cid campeador literario que nos ha brindado la ficción. Todas las versiones posteriores, incluyendo las modernas películas, son reelaboraciones de dos obras medievales castellanas: el Cantar de Mio Cid (aprox. 1200) y Las mocedades de Rodrigo (1360). El más célebre cantar de gesta, el Mio Cid, es un poema anónimo de casi 4.000 versos que narra las gestas del Cid tras ser desterrado por el rey Alfonso VI de León (1076-1109), a quien previamente había hecho jurar que no había intervenido en la muerte de su hermano Sancho.
En el destierro por tierras musulmanas, el héroe parte en busca de aventuras y acaba conquistando la ciudad de Valencia. Sus hijas, doña Elvira y doña Sol, son casadas con los infantes de Carrión, pero luego de que su padre los humillara, estos las maltratan y las abandonan en Corpes. El Cid venga su honor y las casa de nuevo con los reyes de Aragón y Navarra, con lo que da su sangre “a los reyes de España”.
Hay que tener en cuenta que esta obra se escribe más de cien años después de la muerte del Cid Campeador histórico. Presenta además muchos elementos que hacen pensar que obedece más a un propósito literario (un romance caballeresco) y propagandístico (ensalzar a Castilla y sus héroes) que a uno puramente historiográfico.
Descubriendo la verdadera biografía del Cid Campeador
Para acercarnos al Cid Campeador histórico (que vivió entre mediados del siglo XI y 1099) hemos de contar con los testimonios más cercanos de cronistas cristianos y árabes y los documentos de la época. Los testimonios cristianos más cercanos a su época son las crónicas de la corte de Alfonso VI, tales como la Crónica anónima de Sahagún o la Crónica Compostelana (principios del siglo XII).
Por otro lado, tenemos las llamadas “crónicas cidianas” (de fines del siglo XII), como la Historia Roderici Campodictoris, la Chronica Naierensis o el Carmen Campodictoris, donde se narra la vida del Cid de modo laudatorio. Por último, los hechos de la segunda mitad del siglo XI son expuestos con profundidad en las dos grandes obras históricas del siglo XIII, el Chronicon Mundi de Lucas de Tuy (1236) y De rebus Hispanie de Jiménez de Rada (1243).
Dado que una parte importante de su biografía transcurre en al-Ándalus, contamos con importantes testimonios de historiadores andalusíes en lengua árabe: la Elegía de Valencia de Al-Waqasi, compuesta tras la conquista cidiana de Valencia (1094) o Al-Yazira de Ibn Bassam, donde narra los hechos contemporáneos del Cid. Por último, existen algunos (escasos) testimonios documentales de su vida, como las donaciones autógrafas que realiza junto con su mujer en Valencia.
La “verdad histórica” del Cid Campeador dista mucho de la imagen idealizada que dan la literatura o los cronistas “cidianos” y se acerca más a la versión de los andalusíes de un mercenario cruel y ambicioso. No obstante, hemos de recordar que ante todo el Cid es un personaje de su época con el que nos separan más de mil años y cuya figura nos ha llegado deformada debido a siglos de reelaboraciones.
La península Ibérica en el tiempo del Cid Campeador
El Cid Campeador ha sido definido modernamente como un personaje “transfronterizo” que vive a caballo entre un espacio cristiano y uno musulmán, sirviendo indistintamente a varios señores y propósitos. Aunque pueda parecernos sorprendente, no lo es tanto si nos introducimos en la mentalidad de un militar de la península ibérica en el siglo XI.
A principios de esta centuria, el poderoso califato omeya de Córdoba había perecido víctima de guerras civiles y había estallado en unos veinte poderes musulmanes independientes o taifas gobernadas por reyes locales que luchaban entre ellos por la hegemonía. La situación era aprovechada por los reyes y condes cristianos, quienes ofrecen su protección (o su la promesa de no agredirles) a los reyes de taifa a cambio de fuertes tributos en oro llamados “parias”. Por otro lado, la pugna entre taifas se traduce también en una competición por tener la corte más suntuosa, con lo cual, paradójicamente, se inicia el momento de mayor esplendor cultural y artístico de al-Ándalus.
Por su parte, la situación entre los reinos y condados cristianos distaba también de ser idílica, dado que existía una dura competencia por la tutela política de las taifas (y su oro) y la hegemonía sobre la península cristiana. El padre de Alfonso VI, Fernando I “el Grande” (1037-1065), hijo del monarca pamplonés Sancho III “el Mayor”, había convertido a León en la principal potencia ibérica sometiendo a sus hermanos, los reyes de Pamplona y Aragón, y a los reyes taifas.
El propio Alfonso llega al trono tras una guerra civil con su hermano mayor Sancho -como cuenta el Mio Cid– ayudado por el rey taifa de Toledo. Ya en el trono, continúa con la política de “protección de su padre” hasta la primavera del año 1085: en este momento, tras sofocar una rebelión, decide hacerse con el control directo de esta taifa, recuperar la antigua capital visigoda, Toledo, y extender los límites de su reino más allá del Tajo.
Entre los “cristianos del norte” y “andalusíes del sur” había muchas realidades mixtas. Por un lado, en al-Ándalus existían también comunidades cristianas llamadas “mozárabes” (arabizados de lengua) o “hispanii” por los cristianos del norte. Mientras que los cristianos mozárabes conservaban las tradiciones y la liturgia de los antiguos hispanoromanos, los cristianos del norte habían ido construyendo una iglesia propia. Además, el Papado (en plena expansión en el siglo XI) intentaba poner bajo su autoridad a estas iglesias del norte a través de la acción de los reformadores de Cluny y poniendo bajo su protección a los distintos reyes y condes.
Yendo más allá, el Papado ensayó en territorio ibérico algunos intentos de “guerra bendecida contra el islam” antes de proclamar la primera cruzada en 1095 con la que envió a los nobles y caballeros del sur de Francia a recuperar el Santo Sepulcro. En 1063 convocó a todos los guerreros para ayudar a Ramiro I de Aragón a conquistar Barbastro. Y al año siguiente lo hizo para participar en la contraofensiva de Graus donde encontró la muerte el monarca aragonés.
No obstante, hacía décadas que había ya guerreros y señores de la guerra cristianos al otro lado de la frontera. Además de las campañas anuales en primavera y verano de los cristianos hacia el sur para obtener botín, no era raro que los reyes taifas solicitaran (previo pago) los servicios militares de cristianos -aragoneses, castellanos e incluso de otras partes de Europa como el mercenario normando Roger de España– para luchar contra otros reyes taifas u otros reyes cristianos. El Cid Campeador es un buen ejemplo de estos mercenarios que ponían su espada al servicio de un príncipe cristiano o musulmán en función de las circunstancias.
Artículo escrito por Luis Galan Campos, doctorando en Historia Medieval
Bibliografía
FLETCHER, R. (1989): El Cid. Madrid: ed. Nerea.
GÓNZALEZ FERRÍN, E. (2016): Historia general de al-Ándalus: Europa entre Oriente y Occidente. Córdoba: Almuzara.
MARTÍNEZ DÍEZ, G. (2003): Alfonso VI: señor del Cid, conquistador de Toledo. Madrid: Temas de Hoy.
MARTÍNEZ DÍEZ, G. (1999): El Cid histórico. Un estudio exhaustivo sobre el verdadero Rodrigo Díaz de Vivar. Barcelona: Planeta.
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