TRADUCCIÓN

domingo, 10 de noviembre de 2019

EL DESASTRE DE FULVIO NOBILIOR



Durante el verano del año 153 a. C., el cónsul Quinto Fulvio Nobilior trató de conquistar la urbe celtíbera con el apoyo de 10 paquidermos. El resultado fue un desastre para su ejército.


Si por algo se caracterizaron las legiones romanas fue por su capacidad para mimetizarse con los pueblos conquistados. A lo largo de los siglos integraron en su ejército monturas tan pintorescas como los dromedarios o los camellos e incluyeron en sus filas a combatientes tan castizos como los honderos baleares. Los mismos germanos sirvieron como guardia personal de los siete primeros emperadores por su ferocidad en combate. Ya fuera durante la República o el Imperio, la Ciudad Eterna no tuvo reparos en admitir en sus filas toda aquella revolución que pudiera ofrecer una ventaja clave en combate. Sin embargo, de entre todas ellas hay una que afectó a Hispania en especial: los elefantes.
Unos animales «duros» y cuya «corpulencia aterraba a los soldados», pero «torpes» y a los que solo se les podía sacar provecho con «muchísimo trabajo». Así es como definió el mismísimo Julio César (100 - 44 a. C.) a los temibles elefantes de guerra. Unas inmensas moles de 5 toneladas de peso y 3,5 metros de altura que causaban estragos cuando cargaban contra el enemigo. Aunque también un arma de doble filo, pues no era raro que, al asustarse, se descontrolaran y provocaran el caos. Ya lo expresó el historiador Apiano (95-165 d. C.) en «Historia de Roma. Sobre Iberia»: «Esto es lo que les suele ocurrir siempre a los elefantes cuando están irritados, que consideran a todos como enemigos. Algunos, a causa de la falta de confianza, los llaman “enemigos comunes”».
El ejemplo vivo de lo peligrosos que eran estos animales para las tropas aliadas lo sufrió en primera persona el cónsul Quinto Fulvio Nobilior en el verano del año 153 a. C. Por entonces, el representante de la República romana fue testigo de cómo una decena de estos paquidermos abandonaban el asalto sobre las murallas de Numancia y se volvían, asustados, contra los mismos legionarios que les habían adiestrado. El resultado de la contienda fue una verdadera humillación para sus hombres, que se vieron obligados a abandonar el asedio y huir para no morir aplastados. Por si fuera poco, aquel desastre se completó cuando los defensores abrieron las puertas de la ciudad sedientos de sangre. «Los numantinos se lanzaron desde los muros, y en la persecución dieron muerte a cuatro mil hombres y tres elefantes», explica Apiano.

Entre Cartago y Roma

El origen de esta contienda hay que buscarlo en el siglo III a. C. Época en la que la Península era testigo de los enfrentamientos entre las dos grandes potencias de la época: Cartago y Roma. Una región la primera que, tal y como afirma el estudioso decimonónico Philippe Le Bas en su «Manual de historia romana desde la fundación de Roma hasta la caída del Imperio de Occidente», extendía su comercio por «toda la costa septentrional de África desde los confines de Libia hasta el gran océano», disponía de un «vasto imperio que se extendía sobre las costas occidentales del Mediterráneo» y (afincada por estos lares) se nutría de las minas de Hispania para sufragar sus contiendas contra su eterna enemiga: la República ubicada en Italia.
Así fue como Hispania, conocida como «tierra de conejos» o «tierra de los metales» por los romanos, se convirtió en un campo de batalla obligado para los hermanos Publio y Cneo Escipión. Los generales que, tras la llegada de refuerzos a Ampurias en el 218 a. C., se propusieron expulsar por las bravas a los cartagineses de la Península. La misión les costó a ambos la vida (literalmente) y no se materializó hasta el año 206 a. C. cuando, vencidos en todos los frentes, los hombres de Aníbal y Asdrúbal plegaron banderas y regresaron hasta su hogar en el norte de África. Aquello no fue una derrota más, ni mucho menos. Por el contrario, significó el fin de una de las épocas de expansión más destacables de Cartago. Unos años ligados a la familia Bárquida y que había inaugurado Amílcar Barca desembarcando en Gadir allá por el 237 a. C.

Manuel P. Villatoro

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