3Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa;
4lava del todo mi delito,
limpia mi pecado.5Pues yo reconozco mi culpa,
tengo siempre presente mi pecado:
6contra ti, contra ti solo pequé,
cometí la maldad que aborreces.En la sentencia tendrás razón,
en el juicio resultarás inocente.
7Mira, en la culpa nací,
pecador me concibió mi madre.8Te gusta un corazón sincero,
y en mi interior me inculcas sabiduría.
9Rocíame con el hisopo: quedaré limpio;
lávame: quedaré más blanco que la nieve.10Hazme oír el gozo y la alegría,
que se alegren los huesos quebrantados.
11Aparta de mi pecado tu vista,
borra en mí toda culpa.12Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme;
13no me arrojes lejos de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu.14Devuélveme la alegría de tu salvación,
afiánzame con espíritu generoso:
15enseñaré a los malvados tus caminos,
los pecadores volverán a ti.16Líbrame de la sangre, oh Dios,
Dios, Salvador mío,
y cantará mi lengua tu justicia.
17Señor, me abrirás los labios,
y mi boca proclamará tu alabanza.18Los sacrificios no te satisfacen:
si te ofreciera un holocausto, no lo querrías.
19Mi sacrificio es un espíritu quebrantado;
un corazón quebrantado y humillado,
tú no lo desprecias.20Señor, por tu bondad, favorece a Sión,
reconstruye las murallas de Jerusalén:
21entonces aceptarás los sacrificios rituales,
ofrendas y holocaustos,
sobre tu altar se inmolarán novillos.
[La Biblia de Jerusalén le pone a
este salmo sencillamente el título de Miserere, palabra con la
que comienza el texto latino. La introducción al salmo,
versículos 1 y 2, dice: «Salmo de David, cuando el profeta
Natán lo visitó después de haber pecado aquél con
Betsabé». Este salmo penitencial tiene un estrecho parentesco con
la literatura profética, sobre todo con Isaías y Ezequiel. Dios,
totalmente puro e íntegro, al perdonar, manifiesta su poder sobre el mal
y su victoria sobre el pecado (v. 6). El v. 7 nos recuerda que todo hombre nace
impuro, y por ello inclinado al mal, Gn 8,21; aquí se alega esta
impureza fundamental como circunstancia atenuante que Dios debe tener en
cuenta. La doctrina del pecado original quedará explícita en Rm
5,12-21, en correlación con la revelación de la redención
por Jesucristo. En el v. 16 se ha querido ver a veces una alusión al
asesinato de Urías por orden de David, 2 S 12,9. También se ha
leído allí la expresión de la muerte prematura del malvado
como castigo por los pecados, según la doctrina tradicional. En el v.
20, al regreso del destierro, se espera, como señal del perdón
divino, la reconstrucción de las murallas de Jerusalén. Y el v.
21 es una precisión litúrgica añadida más tarde: en
la Jerusalén restaurada se dará todo su valor a los sacrificios
legítimos, es decir, oficialmente prescritos. Para Nácar-Colunga
el título de este salmo es Confesión de los pecados y
súplica de perdón. Es un verdadero acto de penitencia, que
según una tradición brotó del corazón y de los
labios de David, cuando Natán le reprendió por su pecado. Los
versículos 20 y 21 son una adición, hecha después de la
cautividad, para adaptar el salmo al estado del pueblo y a sus necesidades de
entonces. En el Miserere, el salmista, consciente de su culpabilidad,
apela a la benignidad divina. Ya al nacer está envuelto en una
atmósfera de pecado porque «pecador me concibió madre»
(v. 7). No hay alusión al pecado original, sino a la pecaminosidad
inherente al hecho de ser fruto de un acto carnal, que en la mentalidad hebrea
implicaba una impureza ritual.]
CATEQUESIS DE JUAN PABLO
II
1. Hemos escuchado el Miserere,
una de las oraciones más célebres del Salterio, el más
intenso y repetido salmo penitencial, el canto del pecado y del perdón,
la más profunda meditación sobre la culpa y la gracia. La
Liturgia de las Horas nos lo hace repetir en las Laudes de
cada viernes. Desde hace muchos siglos sube al cielo desde innumerables
corazones de fieles judíos y cristianos como un suspiro de
arrepentimiento y de esperanza dirigido a Dios misericordioso.
La tradición judía puso este
salmo en labios de David, impulsado a la penitencia por las severas palabras
del profeta Natán (cf. Sal 50,1-2; 2 S 11-12), que le reprochaba el
adulterio cometido con Betsabé y el asesinato de su marido,
Urías. Sin embargo, el salmo se enriquece en los siglos sucesivos con la
oración de otros muchos pecadores, que recuperan los temas del
«corazón nuevo» y del «Espíritu» de Dios
infundido en el hombre redimido, según la enseñanza de los
profetas Jeremías y Ezequiel (cf. Sal 50,12; Jr 31,31-34; Ez 11,19;
36,24-28).
2. Son dos los horizontes que traza el
salmo 50. Está, ante todo, la región tenebrosa del pecado (cf.
vv. 3-11), en donde está situado el hombre desde el inicio de su
existencia: «Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi
madre» (v. 7). Aunque esta declaración no se puede tomar como una
formulación explícita de la doctrina del pecado original tal como
ha sido delineada por la teología cristiana, no cabe duda que
corresponde bien a ella, pues expresa la dimensión profunda de la
debilidad moral innata del hombre. El salmo, en esta primera parte, aparece
como un análisis del pecado, realizado ante Dios. Son tres los
términos hebreos utilizados para definir esta triste realidad, que
proviene de la libertad humana mal empleada.
3. El primer vocablo,
hattá, significa literalmente «no dar en el blanco»:
el pecado es una aberración que nos lleva lejos de Dios -meta
fundamental de nuestras relaciones- y, por consiguiente, también del
prójimo.
El segundo término hebreo es
'awôn, que remite a la imagen de «torcer»,
«doblar». Por tanto, el pecado es una desviación tortuosa del
camino recto. Es la inversión, la distorsión, la
deformación del bien y del mal, en el sentido que le da Isaías:
«¡Ay de los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad
por luz y luz por oscuridad!» (Is 5,20). Precisamente por este motivo, en
la Biblia la conversión se indica como un «regreso» (en
hebreo shûb) al camino recto, llevando a cabo un cambio de
rumbo.
La tercera palabra con que el salmista
habla del pecado es peshá. Expresa la rebelión del
súbdito con respecto al soberano, y por tanto un claro reto dirigido a
Dios y a su proyecto para la historia humana.
4. Sin embargo, si el hombre confiesa su
pecado, la justicia salvífica de Dios está dispuesta a
purificarlo radicalmente. Así se pasa a la segunda región
espiritual del Salmo, es decir, la región luminosa de la gracia (cf. vv.
12-19). En efecto, a través de la confesión de las culpas se le
abre al orante el horizonte de luz en el que Dios se mueve. El Señor no
actúa sólo negativamente, eliminando el pecado, sino que vuelve a
crear la humanidad pecadora a través de su Espíritu vivificante:
infunde en el hombre un «corazón» nuevo y puro, es decir, una
conciencia renovada, y le abre la posibilidad de una fe límpida y de un
culto agradable a Dios.
Orígenes habla, al respecto, de una
terapia divina, que el Señor realiza a través de su palabra y
mediante la obra de curación de Cristo: «Como para el cuerpo Dios
preparó los remedios de las hierbas terapéuticas sabiamente
mezcladas, así también para el alma preparó medicinas con
las palabras que infundió, esparciéndolas en las divinas
Escrituras. (...) Dios dio también otra actividad médica, cuyo
Médico principal es el Salvador, el cual dice de sí mismo:
"No son los sanos los que tienen necesidad de médico, sino los
enfermos". Él era el médico por excelencia, capaz de curar
cualquier debilidad, cualquier enfermedad» (Homilías sobre los
Salmos, Florencia 1991, pp. 247-249).
5. La riqueza del salmo 50 merecería
una exégesis esmerada de todas sus partes. Es lo que haremos cuando
volverá a aparecer en los diversos viernes de las Laudes. La
mirada de conjunto, que ahora hemos dirigido a esta gran súplica
bíblica, nos revela ya algunos componentes fundamentales de una
espiritualidad que debe reflejarse en la existencia diaria de los fieles. Ante
todo está un vivísimo sentido del pecado, percibido como una
opción libre, marcada negativamente a nivel moral y teologal:
«Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que
aborreces» (v. 6).
Luego se aprecia en el salmo un sentido
igualmente vivo de la posibilidad de conversión: el pecador,
sinceramente arrepentido (cf. v. 5), se presenta en toda su miseria y desnudez
ante Dios, suplicándole que no lo aparte de su presencia (cf. v.
13).
Por último, en el Miserere,
encontramos una arraigada convicción del perdón divino que
«borra, lava y limpia» al pecador (cf. vv. 3-4) y llega incluso a
transformarlo en una nueva criatura que tiene espíritu, lengua, labios y
corazón transfigurados (cf. vv. 14-19). «Aunque nuestros pecados
-afirmaba santa Faustina Kowalska- fueran negros como la noche, la misericordia
divina es más fuerte que nuestra miseria. Hace falta una sola cosa: que
el pecador entorne al menos un poco la puerta de su corazón... El resto
lo hará Dios. Todo comienza en tu misericordia y en tu misericordia
acaba». (M. Winowska, El icono del Amor misericordioso. El mensaje de
sor Faustina, Roma 1981, p. 271).
[Audiencia general del Miércoles 24 de
octubre de 2001]
Conciencia del pecado como ofensa de
Dios
1. El viernes de cada semana en la
liturgia de las Laudes se reza el salmo 50, el Miserere, el
salmo penitencial más amado, cantado y meditado; se trata de un himno al
Dios misericordioso, compuesto por un pecador arrepentido. En una catequesis
anterior ya hemos presentado el marco general de esta gran plegaria. Ante todo
se entra en la región tenebrosa del pecado para infundirle la luz del
arrepentimiento humano y del perdón divino (cf. vv. 3-11). Luego se pasa
a exaltar el don de la gracia divina, que transforma y renueva el
espíritu y el corazón del pecador arrepentido: es una
región luminosa, llena de esperanza y confianza (cf. vv. 12-21).
En esta catequesis haremos algunas
consideraciones sobre la primera parte del salmo 50, profundizando en algunos
aspectos. Sin embargo, al inicio quisiéramos proponer la estupenda
proclamación divina del Sinaí, que es casi el retrato del Dios
cantado por el Miserere: «Señor, Señor, Dios
misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad,
que mantiene su amor por mil generaciones, que perdona la iniquidad, la
rebeldía y el pecado» (Ex 34,6-7).
2. La invocación inicial se eleva a
Dios para obtener el don de la purificación que vuelva -como
decía el profeta Isaías- «blancos como la nieve» y
«como la lana» los pecados, en sí mismos «como la
grana», «rojos como la púrpura» (cf. Is 1,18). El
salmista confiesa su pecado de modo neto y sin vacilar: «Reconozco mi
culpa (...). Contra ti, contra ti solo pequé; cometí la maldad
que aborreces» (Sal 50,5-6).
Así pues, entra en escena la
conciencia personal del pecador, dispuesto a percibir claramente el mal
cometido. Es una experiencia que implica libertad y responsabilidad, y lo lleva
a admitir que rompió un vínculo para construir una opción
de vida alternativa respecto de la palabra de Dios. De ahí se sigue una
decisión radical de cambio. Todo esto se halla incluido en aquel
«reconocer», un verbo que en hebreo no sólo entraña una
adhesión intelectual, sino también una opción vital. Es lo
que, por desgracia, muchos no realizan, como nos advierte Orígenes:
«Hay algunos que, después de pecar, se quedan totalmente
tranquilos, no se preocupan para nada de su pecado y no toman conciencia de
haber obrado mal, sino que viven como si no hubieran hecho nada malo. Estos no
pueden decir: "Tengo siempre presente mi pecado". En cambio, una
persona que, después de pecar, se consume y aflige por su pecado, le
remuerde la conciencia, y se entabla en su interior una lucha continua, puede
decir con razón: "no tienen descanso mis huesos a causa de mis
pecados" (Sal 37,4)... Así, cuando ponemos ante los ojos de nuestro
corazón los pecados que hemos cometido, los repasamos uno a uno, los
reconocemos, nos avergonzamos y arrepentimos de ellos, entonces desconcertados
y aterrados podemos decir con razón: "no tienen descanso mis huesos
a causa de mis pecados"» (Homilía sobre el Salmo 37).
Por consiguiente, el reconocimiento y la conciencia del pecado son fruto de una
sensibilidad adquirida gracias a la luz de la palabra de Dios.
3. En la confesión del
Miserere se pone de relieve un aspecto muy importante: el pecado no se
ve sólo en su dimensión personal y
«psicológica», sino que se presenta sobre todo en su
índole teológica. «Contra ti, contra ti solo
pequé» (Sal 50,6), exclama el pecador, al que la tradición
ha identificado con David, consciente de su adulterio cometido con
Betsabé tras la denuncia del profeta Natán contra ese crimen y el
del asesinato del marido de ella, Urías (cf. v. 2; 2 Sam 11-12).
Por tanto, el pecado no es una mera
cuestión psicológica o social; es un acontecimiento que afecta a
la relación con Dios, violando su ley, rechazando su proyecto en la
historia, alterando la escala de valores y «confundiendo las tinieblas con
la luz y la luz con las tinieblas», es decir, «llamando bien al mal y
mal al bien» (cf. Is 5,20). El pecado, antes de ser una posible injusticia
contra el hombre, es una traición a Dios. Son emblemáticas las
palabras que el hijo pródigo de bienes pronuncia ante su padre
pródigo de amor: «Padre, he pecado contra el cielo -es decir,
contra Dios- y contra ti» (Lc 15,21).
4. En este punto el salmista introduce otro
aspecto, vinculado más directamente con la realidad humana. Es una frase
que ha suscitado muchas interpretaciones y que se ha relacionado también
con la doctrina del pecado original: «Mira, en la culpa nací;
pecador me concibió mi madre» (Sal 50,7). El orante quiere indicar
la presencia del mal en todo nuestro ser, como es evidente por la
mención de la concepción y del nacimiento, un modo de expresar
toda la existencia partiendo de su fuente. Sin embargo, el salmista no vincula
formalmente esta situación al pecado de Adán y Eva, es decir, no
habla de modo explícito de pecado original.
En cualquier caso, queda claro que,
según el texto del Salmo, el mal anida en el corazón mismo del
hombre, es inherente a su realidad histórica y por esto es decisiva la
petición de la intervención de la gracia divina. El poder del
amor de Dios es superior al del pecado, el río impetuoso del mal tiene
menos fuerza que el agua fecunda del perdón. «Donde abundó
el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20).
5. Por este camino la teología del
pecado original y toda la visión bíblica del hombre pecador son
evocadas indirectamente con palabras que permiten vislumbrar al mismo tiempo la
luz de la gracia y de la salvación.
Como tendremos ocasión de descubrir
más adelante, al volver sobre este salmo y sobre los versículos
sucesivos, la confesión de la culpa y la conciencia de la propia miseria
no desembocan en el terror o en la pesadilla del juicio, sino en la esperanza
de la purificación, de la liberación y de la nueva
creación.
En efecto, Dios nos salva «no por
obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su
misericordia, por medio del baño de regeneración y de
renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros
con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador» (Tt 3,5-6).
[Audiencia general del Miércoles 8 de
mayo de 2002]
¡Misericordia, Dios
mío!
1. Todas las semanas, la liturgia de
las Laudes nos propone nuevamente el salmo 50, el célebre
Miserere. Ya lo hemos meditado otras veces en algunas de sus partes.
También ahora consideraremos en especial una sección de esta
grandiosa imploración de perdón: los versículos
12-16.
Es significativo, ante todo, notar que, en
el original hebreo, resuena tres veces la palabra «espíritu»,
invocado de Dios como don y acogido por la criatura arrepentida de su pecado:
«Renuévame por dentro con espíritu firme; (...) no me quites
tu santo espíritu; (...) afiánzame con espíritu
generoso» (vv. 12. 13. 14). En cierto sentido, utilizando un
término litúrgico, podríamos hablar de una
«epíclesis», es decir, una triple invocación del
Espíritu que, como en la creación aleteaba por encima de las
aguas (cf. Gn 1,2), ahora penetra en el alma del fiel infundiendo una nueva
vida y elevándolo del reino del pecado al cielo de la gracia.
2. Los Padres de la Iglesia ven en el
«espíritu» invocado por el salmista la presencia eficaz del
Espíritu Santo. Así, san Ambrosio está convencido de que
se trata del único Espíritu Santo «que ardió con
fervor en los profetas, fue insuflado (por Cristo) a los Apóstoles, y se
unió al Padre y al Hijo en el sacramento del bautismo» (El
Espíritu Santo I, 4, 55: SAEMO 16, p. 95). Esa misma
convicción manifiestan otros Padres, como Dídimo el Ciego de
Alejandría de Egipto y Basilio de Cesarea en sus respectivos tratados
sobre el Espíritu Santo (Dídimo el Ciego, Lo Spirito Santo,
Roma 1990, p. 59; Basilio de Cesarea, Lo Spirito Santo, IX, 22,
Roma 1993, p. 117 s).
También san Ambrosio, observando que
el salmista habla de la alegría que invade su alma una vez recibido el
Espíritu generoso y potente de Dios, comenta: «La alegría y
el gozo son frutos del Espíritu y nosotros nos fundamos sobre todo en el
Espíritu Soberano. Por eso, los que son renovados con el Espíritu
Soberano no están sujetos a la esclavitud, no son esclavos del pecado,
no son indecisos, no vagan de un lado a otro, no titubean en sus opciones, sino
que, cimentados sobre roca, están firmes y no vacilan»
(Apología del profeta David a Teodosio Augusto, 15, 72:
SAEMO 5, p. 129).
3. Con esta triple mención del
«espíritu», el salmo 50, después de describir en los
versículos anteriores la prisión oscura de la culpa, se abre a la
región luminosa de la gracia. Es un gran cambio, comparable a una nueva
creación: del mismo modo que en los orígenes Dios insufló
su espíritu en la materia y dio origen a la persona humana (cf. Gn 2,7),
así ahora el mismo Espíritu divino crea de nuevo (cf. Sal 50,12),
renueva, transfigura y transforma al pecador arrepentido, lo vuelve a abrazar
(cf. v. 13) y lo hace partícipe de la alegría de la
salvación (cf. v. 14). El hombre, animado por el Espíritu divino,
se encamina ya por la senda de la justicia y del amor, como reza otro salmo:
«Enséñame a cumplir tu voluntad, ya que tú eres mi
Dios. Tu espíritu, que es bueno, me guíe por tierra llana»
(Sal 142,10).
4. Después de experimentar este
nuevo nacimiento interior, el orante se transforma en testigo; promete a Dios
«enseñar a los malvados los caminos» del bien (cf. Sal 50,15),
de forma que, como el hijo pródigo, puedan regresar a la casa del Padre.
Del mismo modo, san Agustín, tras recorrer las sendas tenebrosas del
pecado, había sentido la necesidad de atestiguar en sus
Confesiones la libertad y la alegría de la
salvación.
Los que han experimentado el amor
misericordioso de Dios se convierten en sus testigos ardientes, sobre todo con
respecto a quienes aún se hallan atrapados en las redes del pecado.
Pensamos en la figura de san Pablo, que, deslumbrado por Cristo en el camino de
Damasco, se transforma en un misionero incansable de la gracia divina.
5. Por última vez, el orante mira
hacia su pasado oscuro y clama a Dios: «¡Líbrame de la sangre,
oh Dios, Dios, Salvador mío!» (v. 16). La «sangre», a la
que alude, se interpreta de diversas formas en la Escritura. La alusión,
puesta en boca del rey David, hace referencia al asesinato de Urías, el
marido de Betsabé, la mujer que había sido objeto de la
pasión del soberano. En sentido más general, la invocación
indica el deseo de purificación del mal, de la violencia, del odio,
siempre presentes en el corazón humano con fuerza tenebrosa y
maléfica. Pero ahora los labios del fiel, purificados del pecado, cantan
al Señor.
Y el pasaje del salmo 50 que hemos
comentado hoy concluye precisamente con el compromiso de proclamar la
«justicia» de Dios. El término «justicia»
aquí, como a menudo en el lenguaje bíblico, no designa
propiamente la acción punitiva de Dios con respecto al mal; más
bien, indica la rehabilitación del pecador, porque Dios manifiesta su
justicia haciendo justos a los pecadores (cf. Rm 3,26). Dios no se complace en
la muerte del malvado, sino en que se convierta de su conducta y viva (cf. Ez
18,23).
[Audiencia general del Miércoles 4 de
diciembre de 2002]
El final del salmo
50
1. Esta es la cuarta vez que, durante
nuestras reflexiones sobre la Liturgia de Laudes, escuchamos la
proclamación del salmo 50, el célebre Miserere, pues se
propone todos los viernes, para que se convierta en un oasis de
meditación, donde se pueda descubrir el mal que anida en la conciencia e
implorar del Señor la purificación y el perdón. En efecto,
como confiesa el salmista en otra súplica, «ningún hombre
vivo es inocente frente a ti» (Sal 142,2). En el libro de Job se
lee: «¿Cómo un hombre será justo ante Dios?,
¿cómo será puro el nacido de mujer? Si ni la luna misma
tiene brillo, ni las estrellas son puras a sus ojos, ¡cuánto menos
un hombre, esa gusanera, un hijo de hombre, ese gusano!» (Jb 25,4-6).
Frases fuertes y dramáticas, que
quieren mostrar con toda su seriedad y gravedad el límite y la
fragilidad de la criatura humana, su capacidad perversa de sembrar mal y
violencia, impureza y mentira. Sin embargo, el mensaje de esperanza del
Miserere, que el Salterio pone en labios de David, pecador convertido,
es éste: Dios puede «borrar, lavar y limpiar» la culpa
confesada con corazón contrito (cf. Sal 50,2-3). Dice el Señor
por boca de Isaías: «Aunque fueren vuestros pecados como la grana,
como la nieve blanquearán. Y aunque fueren rojos como la púrpura,
como la lana quedarán» (Is 1,18).
2. Esta vez reflexionaremos brevemente en
el final del salmo 50, un final lleno de esperanza, porque el orante es
consciente de que ha sido perdonado por Dios (cf. vv. 17-21). Sus labios ya
están a punto de proclamar al mundo la alabanza del Señor,
atestiguando de este modo la alegría que experimenta el alma purificada
del mal y, por eso, liberada del remordimiento (cf. v. 17).
El orante testimonia de modo claro otra
convicción, remitiéndose a la enseñanza constante de los
profetas (cf. Is 1,10-17; Am 5,21-25; Os 6,6): el sacrificio más
agradable que sube al Señor como perfume y suave fragancia (cf. Gn 8,21)
no es el holocausto de novillos y corderos, sino, más bien, el
«corazón quebrantado y humillado» (Sal 50,19).
La Imitación de Cristo,
libro tan apreciado por la tradición espiritual cristiana, repite la
misma afirmación del salmista: «La humilde contrición de los
pecados es para ti el sacrificio agradable, un perfume mucho más suave
que el humo del incienso... Allí se purifica y se lava toda
iniquidad» (III, 52, 4).
3. El salmo concluye de modo inesperado con
una perspectiva completamente diversa, que parece incluso contradictoria (cf.
vv. 20-21). De la última súplica de un pecador, se pasa a una
oración por la reconstrucción de toda la ciudad de
Jerusalén, lo cual nos hace remontarnos de la época de David a la
de la destrucción de la ciudad, varios siglos después. Por otra
parte, tras expresar en el versículo 18 que a Dios no le complacen las
inmolaciones de animales, el salmo anuncia en el versículo 21 que el
Señor aceptará esas inmolaciones.
Es evidente que este pasaje final es una
añadidura posterior, hecha en el tiempo del exilio, que, de alguna
manera, quiere corregir o al menos completar la perspectiva del salmo
davídico. Y lo hace en dos puntos: por una parte, no se quería
que todo el salmo se limitara a una oración individual; era necesario
pensar también en la triste situación de toda la ciudad. Por
otra, se quería matizar el valor del rechazo divino de los sacrificios
rituales; ese rechazo no podía ser ni completo ni definitivo, porque se
trataba de un culto prescrito por Dios mismo en la Torah. Quien
completó el salmo tuvo una intuición acertada: comprendió
la necesidad en que se encuentran los pecadores, la necesidad de una
mediación sacrificial. Los pecadores no pueden purificarse por sí
mismos; no bastan los buenos sentimientos. Hace falta una mediación
externa eficaz. El Nuevo Testamento revelará el sentido pleno
de esa intuición, mostrando que, con la ofrenda de su vida, Cristo
llevó a cabo una mediación sacrificial perfecta.
4. En sus Homilías sobre
Ezequiel, san Gregorio Magno captó muy bien la diferencia de
perspectiva que existe entre los versículos 19 y 21 del Miserere.
Propone una interpretación que también nosotros podemos
aceptar, concluyendo así nuestra reflexión. San Gregorio aplica
el versículo 19, que habla de espíritu contrito, a la existencia
terrena de la Iglesia, y el versículo 21, que habla de holocausto, a la
Iglesia en el cielo.
He aquí las palabras de ese gran
Pontífice: «La santa Iglesia tiene dos vidas: una que vive en el
tiempo y la otra que recibe en la eternidad; una en la que sufre en la tierra y
la otra que recibe como recompensa en el cielo; una con la que hace
méritos y la otra en la que ya goza de los méritos obtenidos. Y
en ambas vidas ofrece el sacrificio: aquí, el sacrificio de la
compunción, y en el cielo, el sacrificio de la alabanza. Del primer
sacrificio se dice: "Mi sacrificio es un espíritu quebrantado"
(Sal 50,19); del segundo está escrito: "Entonces aceptarás
los sacrificios rituales, ofrendas y holocaustos" (Sal 50,21). (...) En
ambos se ofrece carne, porque aquí la oblación de la carne es la
mortificación del cuerpo, mientras que en el cielo la oblación de
la carne es la gloria de la resurrección en la alabanza a Dios. En el
cielo se ofrecerá la carne como en holocausto, cuando, transformada en
la incorruptibilidad eterna, ya no habrá ningún conflicto y nada
mortal, porque perdurará íntegra, encendida de amor a él,
en la alabanza sin fin» (Omelie su Ezechiele 2, Roma 1993, p.
271).
[Audiencia general del Miércoles 30 de
julio de 2003]
MONICIÓN
SÁLMICA
El salmo 50, con el que cada viernes
empezamos la oración de la mañana, es, para la Iglesia, el salmo
penitencial por excelencia. Este salmo fue redactado por Israel en tiempos del
exilio o inmediatamente después del retorno de Babilonia, cuando el
pueblo, que tenía muy vivo el sentimiento de que su propia culpabilidad
fue la causa de los sufrimientos del destierro, quiere asumir, para expiarlas,
todas las infidelidades de su propia historia, desde el pecado de David con
Betsabé hasta aquellas otras culpas que originaron el destierro y la
destrucción de la ciudad santa: Señor, líbrame de la
sangre (la que derramó David a causa de sus malos deseos);
Señor, reconstruye las murallas de Jerusalén (destruidas
a causa de las infidelidades de los reyes de Judá y de su
pueblo).
Podemos rezar hoy el salmo 50 como lo
rezó su autor, es decir, asumiendo, como Iglesia, los pecados de la
comunidad cristiana de todos los tiempos e incluso los de la humanidad entera.
Recordemos que somos en el mundo el cuerpo de Cristo y que también el
Señor quiso hacerse él mismo pecado, para destruir en su cuerpo
el pecado del hombre. En comunión con la iglesia pecadora y con toda la
humanidad, imploremos, en este viernes de la muerte del Señor, el
perdón de nuestros propios pecados y asumamos en nuestra oración,
como lo hizo el Señor en su pasión, los pecados de todo el mundo,
suplicando el perdón de Dios.
Oración
I: Por tu inmensa compasión, borra, Señor, nuestras
culpas y limpia nuestros pecados; que tu inmensa misericordia nos levante, pues
nuestro pecado nos aplasta; no desprecies, Señor, nuestro corazón
quebrantado y humillado, haz más bien brillar sobre nosotros el poder de
tu Trinidad: que nos levante Dios Padre, que nos renueve Dios Hijo, que nos
guarde Dios Espíritu Santo. Por Jesucristo nuestro Señor.
Amén.
Oración
II: Señor, Dios de bondad y de gracia, que, para perdonar el
pecado del hombre, quisiste que tu Hijo, que no conocía el pecado, se
hiciera él mismo pecado por nosotros, mira con amor nuestro
corazón quebrantado y humillado y, por la penitencia de tu Iglesia,
concede al mundo entero la alegría de tu salvación. Por
Jesucristo nuestro Señor. Amén.
[Pedro Farnés]
* * *
NOTAS A LOS
VERSÍCULOS DEL SALMO
Este salmo de penitencia continúa el
precedente, que trataba de una discusión judicial entre Dios y el pueblo
en la que Dios no actuaba como juez sino como parte frente al pueblo, y
adquiere todo su valor como segunda parte de un acto religioso. Cuando Dios
mismo acusa y nos pone delante los pecados, el hombre sólo puede
reconocerse culpable; pero puede apelar a la «misericordia» de Dios.
De este modo se consuma la «justicia», la
«salvación» que se iba preparando en el salmo anterior.
V. 3: Comienza el salmo con la
apelación a la misericordia, que incluye la confesión formal del
pecado; este verso es síntesis o germen del resto.
VV. 4-5: Comienza la primera parte, en el
reino del pecado, sin mencionar a Dios. Repite siete veces la raíz
«pecado» y siete veces diversas palabras sinónimas.
V. 6: El pecado es acto personal contra
Dios, no mera violencia de un orden abstracto. En la sentencia de este careo,
uno resultará «el inocente», o «tendrá
razón», y otro resultará el culpable; cuando yo me reconozco
«el culpable», estoy confesando que Dios es «el inocente» o
el justo; yo estoy ante Dios sin justicia mía.
V. 7: La experiencia del pecado presente me
hace descubrir en profundidad la condición humana pecadora: desde el
principio de mi vida entro en el régimen de este poder.
VV. 8-9: Este acto de reconocimiento, de
sinceridad, es un don de Dios (8) que prepara para la purificación
(9).
VV. 10-11: La primera parte apunta ya el
tema del gozo, en una petición esperanzada.
V. 12: Comienza la segunda parte, en el
reino de la gracia; vuelve a sonar el nombre de Dios al principio. La
purificación es una nueva creación por dentro.
VV. 12-14: En esta nueva creación
Dios derrama un triple espíritu que ordena nuestro ser: espíritu
firme, santo, generoso. Este espíritu trae la salvación y con
ella la alegría.
V. 15: Una de las consecuencias de la
reconciliación es este afán comunicativo o expansivo; el hombre
reconciliado quiere convertir a otros y enseñarles el camino de vuelta a
Dios.
V. 16: El castigo de la sangre puede ser la
muerte, comprendida como «pena capital» del pecado, según la
tradición de Gn 2; pudiera ser alusión a un delito que merece
pena de muerte.
V. 17: Después de la
liberación, el hombre responde con himnos y acción de
gracias.
V. 18: Como decía el salmo
precedente, el sacrificio sin la conversión interno no sirve.
V. 19: Este verso repite palabras clave del
salmo y recapitula su contenido.
VV. 20-21: Parecen una adición, en
tiempo del destierro, deseando la vida entera del culto, una vez que el pueblo
esté ya purificado.
Para la reflexión del orante
cristiano.- El hombre, ante Dios, tiene que reconocer su propia
«injusticia» e invocar la misericordia; entonces Dios le da su propia
justicia, lo «justi-fica», lo hace justo, que es lo mismo que
salvarlo. Éste es el gran juicio de Dios, juicio que comienza acusando,
obligando al hombre a una especie de muerte o sacrificio espiritual, para
salvarlo desde esa profundidad. En el gran Juicio de Cristo, Dios quiere que su
Hijo se haga solidario del hombre, hasta la última consecuencia del
pecado, que es la muerte. Pero el Padre salva a su Hijo, demostrando la
«justicia» de Jesucristo y convirtiéndolo en nuestra justicia.
Este juicio de Cristo, que es muerte y resurrección, se repite en el
juicio de la penitencia cristiana.-- [L. Alonso Schökel]
* * *
MONICIONES PARA EL REZO
CRISTIANO DEL SALMO
Introducción general
El salmo 50 quizá sea la
oración de un hijo natural, adulterino, o fruto de los matrimonios
mixtos denunciados por Esdras y Nehemías. Quien aquí ora no puede
pertenecer a la «asamblea de Israel» en la que desearía entrar
por encima de todo. Aunque tenga siempre presente su pecado (su manchada
procedencia, que hoy podríamos denominar «complejo»), posee la
íntima confianza de que Dios puede crear en él algo nuevo. Si
esta procedencia del salmo es posible, no es menos cierto que la
tradición eclesial ha hecho de él un salmo eminentemente
penitencial. Cuantos sentimos el peso del pecado podemos rezar el
«miserere», porque los sentimientos del pecador arrepentido y la
correlativa acción de Dios adquieren en este salmo un lenguaje
universal.
Dado el carácter intimista del
salmo, en la celebración comunitaria podría rezarse con pausa por
distintas personas, teniendo en cuenta las etapas sucesivas del mismo:
Recurso a la misericordia de Dios: «Misericordia... limpia mi
pecado» (vv. 2-4). Reconocimiento y confesión del pecado:
«Pues yo reconozco... me inculcas sabiduría» (vv. 5-8).
Petición para ser purificado: «Rocíame con el
hisopo... borra en mí toda culpa» (vv. 9-11). Petición
para obtener un espíritu nuevo: «Oh Dios... con
espíritu generoso» (vv. 12-14). Promesas y reflexiones sobre el
verdadero sacrificio: «Enseñaré a los malvados...
Tú no lo desprecias» (vv. 15-19). Intercesión en favor
de Sión: «Señor, por tu bondad... se inmolarán
novillos» (vv. 20-21).
«La entrañable misericordia
de nuestro Dios»
El Dios que preside este salmo, a quien se
dirige el orante, no está impasible en su aislado cielo. Se conmueven
sus «entrañas», sede de su inmensa compasión, porque el
Dios de Israel es «clemente y gracioso». Hasta tal límite ha
llegado su misericordia entrañable, que por ella nos visitó
«el Sol que nace de lo alto» (Lc 1,78). Jesús es una nueva Luz
que ha iluminado con nuevos destellos la hondura de la compasión divina:
no sólo fue capaz de sentir el movimiento visceral de la misericordia,
sino que enaltecido al rango de «Señor», se compadece de
cuantos son tentados. Acerquémonos a este trono de gracia para que
encontremos misericordia y seamos socorridos en el tiempo oportuno.
El abismo del pecado
El salmo describe el reino del pecado sin
mencionar ni una vez a Dios (vv. 4-5). El pecado es una marcha aberrante fuera
de la ruta, una contorsión de la voluntad divina, una
erradicación del suelo nutricio que es Dios. Una vez descrito el pecado,
aparece en seguida el polo divino: «Contra ti, contra ti sólo
pequé» (v. 6). Al levantarse contra Dios, el hombre ha pretendido
ponerse en el puesto divino. ¡Una vida condenada al fracaso!
¿Quién pondrá un freno a la estrepitosa caída del
hombre? «¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro
Señor!» En efecto, el Hijo, tomando una carne de pecado,
vivió como un hombre cualquiera, pero sin que el pecado tuviera nada que
ver con él. Por eso, «en orden al pecado, Dios condenó al
pecado de la carne» (Rm 8,3). ¡Sus heridas nos han curado! Podemos
enderezar nuestro camino y afincarnos en una ubérrima tierra de
crecimiento: la obediencia a Dios. Nuestra meta es tomar parte en la herencia
de los santos. Mientras llegamos al final de la carrera, saquemos la cabeza por
encima de las aguas negras del pecado.
«Los purificaré de toda
culpa»
Si los sustantivos que describen el pecado
son abundantes, no lo son menos los verbos que en imperativo piden la
acción de Dios: «borra mi culpa», «lava mi delito»,
«limpia mi pecado». Sólo Dios puede realizar eficazmente estas
acciones. Así como ni el etíope muda la color, ni el leopardo las
manchas de la piel, los avezados a hacer el mal tampoco pueden hacer el bien
(Jr 13,23). Pero Dios cura, salva y hace volver. Dios ha intervenido ya cuando
borró en la cruz el escrito de nuestra acusación. Ahora
sí, podemos blanquearnos en la sangre del Cordero, aunque nuestros
pecados sean rojos como el bermellón. Así nos preparamos para las
bodas definitivas de la Iglesia santa, sin mancha ni arruga.
«Os infundiré mi
espíritu y viviréis»
Si el orante, como suponemos, es
«pecador» desde antes de su nacimiento (v. 7), se impone una
actuación profunda de Dios, una acción creadora: «Crea en
mí un corazón puro, rocíame por dentro con espíritu
firme» (v. 12): un espíritu santo que introduzca al orante en la
santidad de Dios (en su templo); un espíritu magnánimo por encima
de la estrechez humana (v. 14). Es el mismo espíritu prometido por
Jeremías y Ezequiel, y relacionado con la nueva alianza. Cuando Dios
firmó esta alianza con el hombre, en virtud de la sangre de Cristo, el
Espíritu de Vida fue infundido en la nueva creación (Jn 19,39).
La actividad del Espíritu ha inoculado ansias nuevas en todo lo creado,
y nosotros mismos «gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de
nuestro cuerpo» (Rm 8,23). ¡Dios puede hacer de nosotros algo
inmensamente maravilloso e inefable!
Cantaré eternamente las
misericordias del Señor
El Dios santo hace brillar su santidad
sobre el hombre. ¿Quién no se estremecerá, si somos pecado?
La presencia de Dios, en efecto, hace pasar al hombre de la muerte a la vida.
Es una auténtica acción judicial de la que el hombre sale
«justi-ficado», salvado. Para ello, el juicio de Dios hizo a Cristo
solidario de los hombres hasta las últimas consecuencias: él fue
«maldito de Dios» por haber perecido colgado del madero (Ga 3,13)
para que nosotros viviéramos para la justicia. Cristo es nuestra
justicia. Su proceso de muerte se repite en la penitencia cristiana, en la que
morimos al pecado y vivimos para Dios. ¿Cómo no cantar eternamente
las misericordias del Señor que nos hace pasar de la muerte a la vida?
Con esta actitud rezamos el «Miserere».
«He aquí que vengo a hacer tu
voluntad»
El orante no ha sido admitido en la
asamblea litúrgica de Israel. Por el profetismo sabe que Dios prefiere
la obediencia a los holocaustos. El sacrificio del salmista será un
corazón quebrantado y humillado (v. 19). Es la norma que repite el Nuevo
Testamento: Quien «haga la voluntad de mi Padre celestial»
entrará en el Reino de los cielos. Así es como se comportó
Jesús, fiel a la voluntad de Padre, aunque le costara la vida. «En
virtud de esta voluntad y merced a la oblación del cuerpo de Cristo
somos santificados» (Hb 10,10). Pleguémonos a la voluntad de Dios,
tal como rezamos en el Padrenuestro.
Ningún resentimiento
¡He aquí a un sincero y
marginado yahwista! Ha comprendido que su Dios es más amplio que el
estrecho espíritu de su pueblo. En consecuencia, el orante se abre hacia
todos los pueblos: «Enseñaré a los malvados tus
caminos» (v. 15), y en su oración se acuerda del pueblo que no le
daba cabida: «Por tu bondad, Señor, favorece a Sión...
» (v. 20). Los sacrificios recobran su sentido porque en ellos se puede
vaciar la integridad del hombre. Afirmada la absoluta y definitiva validez del
sacrificio de Cristo, también el sacrificio cristiano está
centrado. ¿No hemos de abrir ahora nuestro espíritu y confesar que
«todos los que son movidos por el Espíritu de Dios son hijos de
Dios»? (Rm 8,14). Pidamos una profunda renovación para la Iglesia,
y un espíritu amplio, generoso.
Resonancias en la vida
religiosa
¡Cómplices en la muerte de
Jesús!: El viernes recordamos el atentado más grave de
nuestra historia contra el Reino de Dios: la muerte de Jesús en cruz.
Este recuerdo imborrable en la mente de la Iglesia determina el carácter
penitencial de este día.
El salmo 50, recitado en esta clave,
adquiere una gravedad inaudita: es la expresión del reconocimiento
humilde de nuestra complicidad en la muerte de Jesús. «Mi culpa, mi
delito, mi pecado, la maldad» son el repudio por parte de nosotros los
nombres de la presencia de Dios en Cristo y de Cristo en la comunidad eclesial
y en cada hombre, especialmente en los pobres. El pecado es nuestro
ateísmo teórico y práctico, nuestro egoísmo
deicida.
Somos raza de pecadores: «En pecado
nacimos» (v. 7). Nuestra humillante condición provoca continuas
expresiones de pecado, interiores y exteriores, individuales y comunitarias,
personales y estructurales. Estamos manchados y manchamos. ¿Quién
nos librará de este cuerpo de pecado?
Invocamos la infinita misericordia de Dios;
por ella Dios nos lavará y purificará. Nuestra vida es, gracias a
su inagotable condescendencia, historia de salvación, de
purificación. Nuestra existencia culminará en la
justificación y purificación total; entonces llegará a su
plenitud la nueva creación; hará desbordar la alegría e
instaurará el nuevo culto en el que nuestro espíritu y
corazón serán el holocausto agradable.
La comunidad religiosa, por su
cercanía a la luz de Dios, tiene la posibilidad de reconocer la mancha
de su pecado y también cuenta con la fuerza divina para borrarlo y
destruirlo. Si se deja penetrar por el poder de Dios, sacramentalizará
en la Iglesia el pequeño grupo de creyentes que el Viernes Santo estaba
junto a la cruz de Jesús.
Oraciones sálmicas
Oración
I: Dios Padre santo, que nos has mostrado tu inmensa
compasión en tu Hijo bien amado, atráenos hacia el trono de tu
gracia para que gocemos de tu entrañable misericordia. Te lo pedimos por
el mismo Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Oración
II: Contra ti, sólo contra ti, Padre bueno, hemos pecado; ya
no somos dignos de llamarnos hijos tuyos; pero, puesto que por las heridas de
tu Hijo hemos sido curados, admítenos nuevamente en tu casa, y
así tendremos parte en la herencia de tus santos. Te lo pedimos por el
mismo Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Oración
III: Nosotros, pobres pecadores, ponemos nuestra confianza en ti,
Padre santo. Haznos volver y nosotros retornaremos, lávanos y quedaremos
limpios como lana. Purifica a tu Iglesia con la sangre del Cordero para que
pueda presentarse sin mancha ni arruga a las bodas del Dios-con-nosotros, tu
Hijo amado, que vive y reina contigo por los siglos de los siglos.
Amén.
Oración
IV: Señor, Tú sondeas los riñones y el
corazón; sabes que somos barro; envíanos, por medio de
Jesucristo, tu Espíritu Santo, que nos afiance firmemente en ti, dilate
nuestro espíritu para que, junto con toda la creación ya
rescatada, lleguemos a la plenitud de nuestra filiación, por Jesucristo
nuestro Señor. Amén.
Oración
V: Te proclamamos, Señor, el único santo en la
asamblea de los pecadores; Tú quisiste que tu Hijo se solidarizase con
los hombres hasta las últimas consecuencias, y resucitándole de
entre los muertos lo hiciste nuestra justicia; justifícanos en tu Hijo
amado: nuestra lengua cantará tu justicia y proclamaremos eternamente tu
misericordia. Te lo pedimos por el mismo Jesucristo nuestro Señor.
Amén.
Oración
VI: Oh Dios, que nos has santificado merced a la oblación del
cuerpo de Cristo; concede a cuantos siguen a tu Hijo sabiduría y fuerza
para cumplir tu voluntad; asociados de este modo al sacrificio de nuestro
Señor, nos otorgarás la alegría de la salvación en
tu Reino eterno. Te lo pedimos por el mismo Jesucristo nuestro Señor.
Amén.
Oración
VII: Tú nos rescataste, Dios nuestro, mediante la sangre
preciosa de tu Hijo, el Cordero sin mancha ni mancilla; vivifica a tu Iglesia
mediante una purificación continua, para que, reconstruida por tu
bondad, anuncie a los malvados tus caminos y los pecadores vuelvan a ti. Te lo
pedimos por el mismo Jesucristo nuestro Señor. Amén.
[Ángel Aparicio y José
Cristo Rey García]
No hay comentarios:
Publicar un comentario