Esta
 semana toca un ranking, que tanto gustan en la blogosfera y que ayudan a
 recapitular mejor la información. Para esta ocasión he escogido los 10 
enemigos más significativos de Roma, tanto durante la República como en 
su época imperial. No intento pontificar, y sé que me he dejado a alguno
 importante, pero he pretendido escoger a los que marcaron más su 
Historia. Así que espero vuestras opiniones, quién quitaríais y quién 
pondríais.
Aníbal: el
 Rayo de Cartago. Llevó la guerra a las puertas de la Ciudad Eterna y el
 miedo al corazón de los romanos. Su momento de mayor triunfo fue la 
batalla de Cannas (218 a.C.). Aunque luego dudó en lanzar el asalto final a Roma
 por falta de recursos (una decisión que aún provoca río de tinta entre 
los historiadores). Uno de sus lugartenientes, Marhabal, definió el 
destino del cartaginés así: “Los dioses no han concedido al mismo hombre todos sus dones. Sabes vencer Aníbal, pero no sabes aprovecharte de la victoria”.
Atila: el
 Azote de Dios. Otro enemigo que llego ad portas de Roma en su campaña 
de 452-453 d.C. Tampoco llegó a tomarla, y retiró a su ejército tras una
 reunión con el Papa León I. Dice la tradición que se retiró porque el 
terrible caudillo huno era muy supersticioso y no quería enfrentarse a 
un hombre con nombre de animal. Otras explicaciones de la retirada es 
que su ejército ya estaba saciado de botín o el estallido de una 
epidemia entre sus filas. Murió poco después y su imperio se disgregó en
 luchas internas.

Pirro: el
 Águila de Epiro; considerado uno de los grandes estrategas de la 
Antigüedad junto a Alejandro Magno, Aníbal o César. Se opuso a Roma en 
el siglo III a.C. cuando ésta intentó ocupar las ciudades de la Magna 
Grecia. Pirro acudió y venció a las legiones en dos ocasiones (Heraclea y
 Ausculum),
 pero a un coste terrible entre sus soldados. Roma finalmente lo venció 
en Beneventum (275 a.C) gracias a sus abundantes recursos. La expresión 
victoria pírrica viene de sus costosos triunfos, como él mismo dijo: “Otra victoria así, y estoy perdido“.
Espartaco: el
 líder de los esclavos; su condición de caudillo rebelde contra la 
poderosa oligarquía de Roma lo han convertido en un icono de la lucha 
contra la opresión. Su insurrección puso de manifiesto algunas de las 
debilidades de la República en el 73 a.C. Políticamente desgastada, un 
grupo de esclavos pudo derrotar a los ejércitos que se les enviaba. La 
situación sólo pudo salvarse recurriendo a “hombres fuertes”: Craso
 y Pompeyo (con un papel más secundario en la represión). La rebelión de
 los gladiadores escribió la primera página del final de la República.

Mitridates VI de Ponto: el
 último gran rey helenístico. Soñó con emular a Alejandro Magno, 
desafiando al poder romano en Asia Menor y Grecia en el siglo I a.C. El 
monarca encontró una potencia dividida por el conflicto entre optimates y
 populares; y con desafíos en otros frentes. El Senado tuvo que librar 
tres campañas contra él (las guerras Mitridáticas),
 y finalmente envío a uno de sus mejores generales, Pompeyo, para 
derrotarlo. Pero Roma lo había odiado tras ordenar la masacre de miles 
de ciudadanos de la ciudad del Tíber en Asia Menor en el 88 a.C.
Cleopatra VII: la
 reina del Nilo; pese al mito, Plutarco dijo de ella “no se podía decir 
que tuviera una belleza extraordinaria, ni que uno quedara impresionado 
nada más verla”. Pero sedujo a dos de los hombres más poderosos de Roma.
 Se inmiscuyó en la guerra entre Octavio y Marco Antonio, porque sabía 
que apoyando al vencedor era la única manera de salvar a Egipto. Apoyó a
 Marco Antonio quien controlaba las provincias orientales dentro del 
segundo triunvirato. En Roma temían que ella dominara Oriente y lanzara 
una campaña para acabar dominando todo el Mediterráneo.

Arminio: el
 hombre que enloqueció a un emperador. Era hijo de un jefe de la tribu 
germánica de los querucos criado como rehén en Roma. Cuando volvió a 
Germania como aliado del César, descubrió el trato inhumano a los 
germanos. El queruco comenzó a tramar un plan para unir a las tribus. 
Arminió engañó al general Quintilio Varo para que acudiera a sofocar una
 revuelta y le tendió una emboscada en el bosque de Teutoburgo
 donde masacró a tres legiones. Varo se suicidó ante el deshonor de la 
derrota. Arminio fue derrotado poco después en Idiavisto, por un 
ejército romano que fue a recuperar las águilas (estandartes) de las 
tres legiones masacradas.
Zenobia: la
 gran reina guerrera; la gran soberana de Palmira. Se trataba de una 
ciudad caravanera en el desierto de Siria y semiautónoma. Zenobia era la
 esposa del gran líder palmiro, Odenato, asesinado en oscuras 
circunstancias (ella no se escapó de la sospecha), y tomó el poder en 
nombre de su hijo. Se hizo famosa por dirigir personalmente
 a sus tropas. Aprovechó la inestabilidad en el trono de Roma en el 
siglo III d.C. para afianzar su dominio sobre Oriente e incluso ocupó 
Egipto, la preciada posesión de los césares. Pero el Imperio contraatacó
 con fuerza, bajo el mando decidido del nuevo emperador Aureliano. Las 
legiones acorralaron a Zenobia en Palmira, quien ya sólo podía esperar 
una intervención persa. En una salida desesperada fue capturada por los 
romanos. Los vencedores humillaron a la reina, su destino final varía 
según la fuente: muerta al llegar a Roma o acabo como esposa de un 
senador.

Sapor I: el
 retorno del Rey de Reyes. El siglo III d.C. vio el resurgir de la 
dinastía persa sasánida. Después de los reinos helenísticos y de cuatro 
siglos de dominio parto, Persia recuperaría el esplendor pasado y sería 
el terrible rival oriental de Roma. El hombre que catapultó a este 
renacimiento fue Sapor I, su padre había reinstaurado el poder persa y 
él se encargó de recuperar el esplendor con grandes conquistas en Mesopotamia y Siria.
 Su gran triunfo fue en el asedio de Edesa cuando consiguió capturar al 
emperador Valeriano, era el primer César en caer prisionero. Valeriano 
moriría en cautiverio (según algunas fuentes, entre terribles 
sufrimientos).
Alarico I: saqueador de Roma. Tras la batalla de Adrianopolis
 en el 379 d.C. los godos se asentaron en la provincia romana de Moesia.
 En ocasiones actuaban como escudo frente a otros pueblos, y en otras 
luchaban contra los romanos. Alarico I dirigía una de estas incursiones 
de visigodos contra Tracia. Los romanos de Oriente pactaron con él y le 
ofrecieron un asentamiento en Iliria. En el 400, Alarico descontento con
 sus tierras atacó Italia. El general Estilicón consiguió detenerlo. 
Pero Alarico volvió a la carga unos años después aprovenchando las 
disputas internas romanas. En el 410 y tras tres asedios, saqueó Roma y 
raptó a la hermanastra del emperador, Gala Placidia. El ataque fue un 
gran shock en la época, las Urbe no había atacada con esa ferocidad 
desde el ataque galo del siglo IV a.C. 
Iván Giménez

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