Mohamed ben Abd-el-Krim el Jatabi (árabe: محمد عبد الكريم
الخطابي; tamazight: ) fue un
político y líder militar rifeño que encabezó la resistencia rifeña contra la administración colonial
española y francesa. Fue el
presidente de la efímera y autoproclamada República del Rif entre 1923 y 1926. Nació en
Axdir, la población más importante de la
cabila de Beni
Urriaguel (actualmente en la provincia de Alhucemas, Marruecos) en 1882[3]
y murió en El Cairo (Egipto) el 6 de febrero de 1963.
Biografía
Primeros años
Mohamed ben Abd-el-Krim fue hijo de Abd-el-Krim
el Jatabi, un cadí, miembro del
clan de los Aït
Khattab y los Aït
Boudchar, una facción de la belicosa tribu de los Beni Urriaguel. De su padre, jefe del clan,
recibió una educación religiosa tras lo cual fue enviado a cursar Bachillerato
español en Tetuán y Melilla, después estudió Derecho Islámico
en la Universidad de Qarawiyyin, en Fez.
Sirvió a la administración colonial española como traductor y escribiente de árabe en
la Oficina
Central de Tropas y Asuntos Indígenas en Melilla, donde también trabajó para el periódico El Telegrama del
Rif, en el que escribía un artículo diario en árabe.
Aún joven fue nombrado cadí de
Melilla, y a la edad de 32 años qādī
al-qudāt, jefe de los cadíes. En 1915, ante las sospechas francesas de que colaboraba con
los alemanes (son los años de la Primera Guerra Mundial), se le abrió un
expediente que dejó al descubierto sus verdaderos sentimientos contra la
colonización europea. Fue enjuiciado, permaneciendo encarcelado en el fuerte
de Rostrogordo, de donde intentó fugarse, rompiéndose una pierna al
descolgarse por la muralla. No recobró la libertad hasta un año más tarde y al
poco tiempo, se retiró a su cabila para comenzar a preparar la lucha contra los
colonizadores españoles y franceses.
Líder rifeño
Para 1921 era ya el líder del movimiento anticolonialista marroquí, y desde
esa posición preparó la sublevación general del Rif, atrayendo a su causa a gran
parte de los soldados indígenas al servicio del Ejército español, por lo que
tras el Desastre
de Annual la soldadesca española se vio forzada a replegarse. Bajo el
mandato de Abd-el-Krim, el Rif se organizó
como territorio independiente y logró arrebatar más territorios a las tropas
españolas, que quedaron reducidas prácticamente a Melilla y alrededores (en el este) y a Ceuta, Tetuán y Larache (por el oeste).
Creó la denominada República del Rif, que no fue bien vista
por España y Francia (con la excepción de Reino
Unido, que contaba con razones estratégicas para avalar la decisión) por
cuanto su finalidad era arrebatar a franceses y españoles la administración del territorio
rifeño y de todo Marruecos. España y
Francia se aliaron en su contra, y la contraofensiva conjunta, que comenzó el 8 de septiembre de 1925 con el desembarco de Alhucemas, bajo el mando
del general Miguel Primo de Rivera, acabó con la
derrota de los rifeños sublevados en 1926.
Después de la derrota, el líder rifeño fue denunciado por algunos guerrilleros rifeños, pero él, antes
de ser juzgado por los españoles, prefirió entregarse a las tropas
francesas.
Exilio
Las autoridades del protectorado convinieron su deportación a la isla de la Reunión, una
posesión francesa de ultramar próxima a Madagascar. En 1947, tras lograr autorización del gobierno francés para
su traslado a la metrópoli, escapó durante una escala en la ciudad egipcia de Puerto Saíd. El gobierno
de ese país, encabezado por el rey Faruq I, lo acogió
como refugiado.
Desde Egipto encabezó el "Comité de
Liberación del Magreb". En 1956, tras la independencia de Marruecos, rechazó la oferta del rey Mohammed V de regresar con honores a su
patria. Murió en El Cairo en 1963, poco después de ver completa la
descolonización del Magreb, tras la independencia de Argelia.
Wikipedia
Ligeramente estrábico, de inteligencia precoz, gran sentido de la diplomacia
y extraordinaria capacidad para el trabajo. Es Abdelkrim El Jatabi (Axdir,
1880-El Cairo, 1963), más conocido por ser aquel 'moro amigo'
de España quien años después lideraría la resistencia rifeña contra la ocupación
española en Marruecos.
De él se hablaba en los años veinte, después su figura ha caído en el olvido.
La historiadora María Rosa de Madariaga publica 'Abd
el-Krim El Jatabi. La lucha por la independencia' (Alianza Editorial)
para reivindicar su figura y romper mitos.
"Su papel para la historia de España y el mundo ha pasado inadvertido, pero
es fundamental". Según explica en una entrevista con ELMUNDO.es, es un
precursor de los movimientos de liberación nacional de los
pueblos colonizados después de la Segunda Guerra Mundial.
'El mayor error de la percepción de España respecto a Abdelkrim es verlo como un jefe salvaje y cruel'
Explica que las derrotas militares llevaron a la dictadura de Primo
de Rivera -para acallar las voces que pedían responsabilidades tras el
'expediente
del general Picasso' que daba cuenta de la incompetencia de los mandos
españoles en la batalla de Annual-. De ahí vino la República -como oposición a
la dictadura- e incluso la del general Francisco Franco, golpe orquestado por un
grupo de militares 'africano militaristas' (de la Legión y los Regulares,
cuerpos coloniales) reforzados justamente tras haber vencido al rifeño.
Ambición cultural
El magrebí, según relata De Madariaga, lo quería ver todo, estudiar
todo, era muy inquieto. De ahí su ambición. Estudió en la Universidad
de Al Qarawiyin (Fez), después se trasladó a Melilla y trabajó como
periodista, profesor de una escuela de enseñanza primaria para hijos de
marroquíes establecidos en la ciudad y fue juez.
Después, ejerció de intérprete de las Oficinas Indígenas,
gracias a un puesto creado a su medida. Vivió la primera parte de su vida
orientado al vecino del Norte, y la considerada como "traición" fue
fruto del desencanto por las promesas incumplidas.
Abdelkrim pensaba -como su padre- que España, a la que la Conferencia de
Algeciras había dado un papel predominante en la zona septentrional del
país, podría contribuir mediante una importante ayuda económica y
técnica al progreso del Rif.
Todo ello, en medio del ambiente convulso que vivía Marruecos en aquellos
primeros años del Siglo XX, en el que había violentas reacciones contra
el Majzén y los extranjeros, a los que se hacía responsables de todos
los males que les aquejaban.
España ocupaba parte del norte, Francia iba
sumando territorios en la región occidental a los que ya controlaba en la
oriental incluso tuvo que ceder parte del Congo a Alemania a
cambio de que la dejara trabajar por sus intereses en la zona-.
La soledad del rifeño
Abdelkrim pagaba la enemistad de las gentes de su tribu,
ayudó a los españoles en varias ocasiones en la organización de desembarcos
militares -estaba de acuerdo con algún modo de ocupación
pacífica- que después, por diversos motivos, no se realizaron. Pero él,
se quedaba sólo ante el recelo, y a veces la violencia, de los suyos.
'En España ha habido amnesia colectiva respecto a la huella de los árabes en general y de nuestra relación con Marruecos'.
Hasta que, frustrado, un día optó por ponerse al lado de aquellos que
luchaban contra la ocupación extranjera, a pesar de que ideológicamente no
estaba de acuerdo con parte de su argumento: no rechazaba la cultura
occidental ni el progreso.
El libro no se olvida del lado humano del personaje, en el
que la autora ha indagado de la mano de una de sus hijas,
Aicha. Cuenta cómo fue su relación con ellos, con algunos, más
intensa sólo durante su exilio en la Reunión y después en El
Cairo.
Mentiras repetidas
La historiadora arremete contra quienes han escrito sobre el asunto sin hacer
una investigación seria "han aportado algo, pero hay muchos que no han
ido a las fuentes primarias, a los archivos.
Nadie es perfecto, y es
verdad que hace tiempo muchos documentos no se podían consultar, aún así no se
debe repetir las cosas sin comprobarlas", explica.
Uno de los ejemplos de esta deformación es la extendida
historia de que el enfado de Abdelkrim hacia España se debió a que el general
Fernández Silvestre, comandante general de Melilla, le había dado una
bofetada. "No fue así", aclara. Ella se ha metido a fondo en
los documentos, de lo que da cuenta en el libro, en el que se reproducen decenas
de ellos, como con él solicitó la nacionalidad española (lo
hizo sin éxito en dos ocasiones).
"El mayor error de la percepción de España respecto a Abdelkrim es verlo como
un jefe salvaje y cruel. Se le atribuyeron erróneamente las masacres de
Monte Arruit, de Zeluán y Nador (regiones próximas a Melilla), sobre
las que no tuvo responsabilidad directa", asegura.
Además, critica que su historia sirvió para alimentar los prejuicios
del imaginario colectivo de que los magrebíes son personas
traicioneras. "En España ha habido amnesia colectiva respecto a la huella de los
árabes en general y de nuestra relación con Marruecos".
Amanda Figueras
En el verano de 1921 España sufrió una de las mayores
carnicerías de su historia, el Desastre de Annual. Tras quedarse sin agua ni
comida en sus fuertes de la costa norteafricana por la falta de previsión del
general Manuel Fernández Silvestre, que había avanzado sin asegurar los
suministros, oficiales y soldados se retiran despavoridos en estampida hacia
Melilla ante la ofensiva de los rebeldes independentistas de las cabilas
rifeñas. Miles de militares españoles mueren (4.000 sólo en Annual y las
posiciones vecinas el 22 de julio, a los que hay que sumar los caídos en otros
puntos en los días siguientes), muchos de ellos degollados sin piedad como
corderos por sus captores pese a que se habían rendido y entregado las
armas.
Otro millar de jefes y reclutas, esa carne de cañón española que tan bien
retrató Ramón J. Sender en la novela Imán (1930), tuvieron la suerte de
no ser pasados a cuchillo y convertirse así en prisioneros de guerra del
gobierno independiente del Rif, con capital en Ajdir, cerca de Alhucemas, en el
norte mediterráneo de Marruecos. El caudillo de la sublevación y presidente de
la efímera república beréber era Mohamed Abdelkrim el Jatabi, antiguo periodista
de El Telegrama del Rif de Melilla y funcionario de
la administración española en esta ciudad, a quien secundaba un gobierno en el
que su hermano menor ejercía de ministro de Exteriores.
El desastre militar contribuiría al golpe de Estado de 1923 y la consiguiente
dictadura del general Miguel Primo de Rivera, quien en 1925 comandó el
desembarco de Alhucemas y aplastó la rebelión con el apoyo de Francia y de otro
futuro dictador, el coronel de la Legión Francisco Franco.
Antes de todo eso, un año después de Annual, en el verano de 1922, un
periodista español cruza el Mediterráneo hacia la Guerra de África. Pero no para
entrevistar a los líderes del propio bando, sino al del enemigo. Se trata de
Luis de Oteyza, director del periódico La Libertad. Éste viaja con el
fotógrafo Alfonso Sánchez Portela, Alfonso a secas en su firma profesional, y un
Pepe Díaz que deducimos que sería el periodista y escritor José Díaz-Fernández,
que había sido soldado hasta poco antes en la zona y recrearía su experiencia
bélica en la novela El blocao (1928).
De Oteyza se propone cumplir una de las grandes misiones del periodismo:
contar qué dice, cómo es, qué hace, quién es ese hombre a quien nuestro gobierno
y la mayor parte de nuestra sociedad consideran el enemigo número uno y la
encarnación del mal. Explicar, en su caso, por qué Abdelkrim y los hombres a los
que representa nos atacan. O, dicho de otra manera, la misión de responder a
esta pregunta: ¿Los otros son tan malignos como los pintamos, o tan
humanos como nosotros, pero con distintos intereses? El periodista tiene que
hacerlo además contra la corriente dominante de los que denuncian que escuchar
al enemigo y darle la palabra supone ser cómplice de su “propaganda terrorista”
(el delito, por poner un ejemplo actual, por el que procesaron en 2010 en
Turquía a los periodistas turcos que habían ido a entrevistar al jefe de la
guerrilla kurda) y por tanto reo de traición al “nosotros” de la patria (al
periodista marroquí y rifeño Ali Mrabet, cuyo abuelo paterno luchó precisamente
al lado de Abdelkrim, lo denostaron en Marruecos cuando rompió el tabú y fue a
hablar con el Frente Polisario en el Sáhara hace unos años, por añadir otro
ejemplo cercano).
Ojo. Luis de Oteyza no se limita a ver al enemigo indómito, exótico, musulmán
y con turbante que puebla las pesadillas de la metrópoli y recoger sus
declaraciones sin más, contentándose con la exclusiva, como alguno hará décadas
después con, pongamos por caso, Osama Bin Laden en su refugio de la frontera
afgano-paquistaní (personaje del que Abdelkrim está en los antípodas, dicho sea
de paso): su encuentro con Abdelkrim no es una sumisa rueda de prensa sin
preguntas sino una verdadera conversación entre dos personas respetuosas e
inteligentes que se hablan de tú a tú.
De Oteyza lo cuestiona de forma crítica y le plantea a los asuntos más
sensibles, como su humillante estancia en la cárcel española, pero sin caer por
ello en el interrogatorio grosero, atosigante o agresivo con el entrevistado.
Demuestra que la cortesía y el trato humano son herramientas mejores que la pose
de insobornable inquisidor periodístico a la hora de crear un clima cordial en
la entrevista y ganarse la confianza del interlocutor, que será así mucho más
proclive a abrirse al extranjero. La cordialidad del periodista hacia el enemigo
está aquí, claro está, condicionada también por el hecho de encontrarse en su
territorio y tener que guardarse de sus posibles represalias ante una salida de
tono, pero va más allá: es una actitud que se adopta por principio de
imparcialidad con todas las voces de la información.
El periodista viaja a Ajdir con el permiso del enemigo para visitar a los
prisioneros españoles del Rif y entrevistar a sus captores. Primero se reúne con
el hermano menor de Abdelkrim, al que nombra indistintamente como Mahomed o
M’hammad, quien le explica que su hermano y su tribu no aprobaron las matanzas
de los soldados españoles que se rindieron y que incluso evitaron otra
carnicería al impedir que sus combatientes entraran a sangre y fuego en una
sitiada y desprotegida Melilla. De Oteyza pregunta y su interlocutor responde
sin eludir ninguna cuestión, esforzándose siempre, en tono conciliador, por
explicar que la lucha del Rif es por su liberación del yugo y el maltrato
colonial, y que no sólo no tienen nada contra el pueblo español sino que invita
a venir a todo el que lo haga en son de paz. Poco después, el 2 de agosto de
1922, lo recibe el líder, Mohamed Abdelkrim. Es el primer periodista español que
lo logra.
Luis de Oteyza, a medida que pregunta y repregunta a Abdelkrim y a veces lo
rebate o corrige, permite también, dando voz al líder rifeño, cuestionar la
imagen que la sociedad y el gobierno español se han hecho de él. Porque
Abdelkrim se revela en este cara a cara con un entrevistador independiente como
un hombre sensato, racional, dialogante. Alguien que defiende una causa justa y
con quien se puede llegar a un acuerdo.
El periodista, en apartes al lector, cuenta que está de acuerdo con lo que
afirma Abdelkrim pero se lo oculta a éste, para mantener la distancia y poder
seguir preguntándole sobre la cuestión sin entregarse a él. El clímax de la
entrevista se produce cuando Luis de Oteyza llega a la conclusión, aunque sin
manifestársela a su entrevistado, de que 20.000 víctimas españolas se podrían
haber salvado si unos jefes militares caciques no hubieran abusado del padre de
Abdelkrim. Que no habría habido sublevación, ni guerra ni muerte si el
protectorado español del Rif, en suma, no hubiera degenerado en un régimen de
explotación y abuso del indígena.
Luis de Oteyza maniobra con maestría para seducir al interlocutor. Luego
tensa la conversación con cuidado de no romper la cuerda, frenando, rectificando
y cambiando de tema cuando percibe que el clima de confianza puede saltar por
los aires, cortando la comunicación y acabando el encuentro. Conciliando
empatía, tacto y arrojo, logra por ejemplo que Abdelkrim, a pesar de palidecer
cuando le pregunta por su doloroso paso por una cárcel española, exprese y
desarrolle esos recuerdos, ante la sorpresa de sus guardaespaldas y hombres de
confianza que asisten a la entrevista y le hacen gestos al periodista para que
no siga por ahí cuando saca el tema y persevera en él.
La entrevista concluye con la memorable descripción de Abdelkrim que cede a
la insistencia de su entrevistador para retratarse con él ante la cámara de
Alfonso, en unas fotos históricas. Abdelkrim no quiere retratos, pero acepta
ante el persuasivo argumento de que si no aparece su imagen en el periódico como
prueba en España creerán que el director se ha inventado la entrevista.
Luis de Oteyza nació en Zafra, Badajoz, en 1883, y murió exiliado en Caracas
en 1961, hace este medio siglo. Abdelkrim murió también en el exilio, en 1963 en
El Cairo.
Reproducimos a continuación los diálogos sucesivos de Luis de Oteyza con el
hermano menor de Abdelkrim, “ministro de Estado” a sus 25 años, y con el propio
líder rifeño. El largo fragmento pertenece al texto que el director publicó en
La Libertad el 8 de agosto de 1922 y ampliaría en 1924 en forma de
libro con el título de Abdelkrim y los prisioneros (reedición en la
Biblioteca de Melilla en 2000). Lo encontramos en el apasionante libro de
Mohamed Kaddur Antología de textos sobre la Guerra del Rif (editorial
Algazara, colección África Propia, volumen 33, Madrid, 2005). Es, dice Kaddur,
un “documento verdaderamente importante y prácticamente el único al que tuvo
acceso la opinión pública española sin estar interesadamente manipulado y
deformado por la censura de la época”. Con ustedes, un scoop del
periodismo español del siglo XX.
Eduardo del Campo es periodista en el diario El Mundo, con base en
Sevilla. Su último libro publicado es Capital
Sur (Paréntesis, 2011). Su último reportaje en FronteraD fue
Los
últimos de Misrata. En su sección maestros del
periodismo han aparecido:
***
Caudillo del Rif
[Entrevista con el líder independentista rifeño Mohamed Abdelkrim y
su hermano]
Luis de Oteyza
Es la plácida hora en que la tarde refresca, y grato el lugar: una de las
galerías de la casa de Mohamed Azarkan, abierta al verde de la Vega y a los
azules del mar y del cielo. Con el Pajarito, que en mi honor los ha
convocado, me rodean Abd-el-Krim el joven; Mohammedi Ben Hadj, su ayudante en el
ministerio de Estado; El Maal-lem, jefe de los guardias del mar; Abd-el-Krim Ben
Siam, segundo de Abd-Salam en el ministerio del Interior, y Mohamed Quijote, el
comandante de la artillería. Platicamos, o como ellos dicen onomatopéyicamente,
nos entregamos al chau-chau.
El momento y la ocasión son propicios para obtener informes.
—¿Os causaría una gran sorpresa, al atacar Annual, no que la posición cayera,
pues al atacarla es porque esperabais conseguirlo, pero sí que todas las demás
posiciones se desplomasen también?
Tomo un sorbo de mi taza, doy una chupada a mi pipa, y espero. Los rifeños se
miran unos a otros. Pajarito sonríe. Al fin, M’hammad Abd-el-Krim toma
la palabra:
—Pero, ¿cree usted eso? ¿Hay alguien en España que crea eso?
—¿El qué? –pregunto, haciéndome el ignorante.
—Que el levantamiento de las cabilas sometidas no estaba preparado –me
contesta.
Hago un esfuerzo tal para contener mi emoción, que siento contraérseme los músculos al tirón de los nervios. Logro así que no me tiemble ni la voz, y puedo decir entonadamente:
—Estaba, pues, preparado el alzamiento.
—Desde abril –responde M’hammad–. Y crea usted que no nos costó gran trabajo
hacerlo.
Cambia unas palabras en árabe con Mohammedi Ben Hadj, quien, volviéndose a mí, dice:
—Poco trabajo. ¿Sabes tú? Nadie querer obedecer españoles. Estar quietos por
fuerza. Yo, yo decirles que luchar, y todos, todos ponerse contentos. Yo ser el
que ir.
—Pero –pregunto–, ¿y nuestra Policía indígena no se enteró?
—Enterarse, claro que enterarse. Y no decir nada. Policía decir lo que
querer, sólo lo que querer. Y cobrar duros. Encima cobrar duros.
Ríe Ben Hadj con risa de lobo y ríen los demás. Luego me miran, como
extrañados de que no me ría yo con cosa tan cómica.
M’hammad Abd-el-Krim, considerando lo que me pasa, me dice:
—Es triste, pero así es. Hágase usted cargo. Además, que odian la ocupación.
No tiene usted idea de la que les hacen sufrir, de lo que les vejan, de lo que
les torturan.
— Pero serán excepciones…
—No, no; son todos. Y la mayor parte sin malicia. ¡Si es que no comprenden!
Nuestra justicia es nuestra religión. Ya sabe usted que las leyes todas están
contenidas en el Corán. Nuestros jueces son por eso sacerdotes juntamente. Y se
pone a ejercer de juez un capitán de mía, que, por desconocer cuanto a nuestros
usos se refiere, ignora hasta el idioma. Aun siendo bueno, y los ha habido muy
malos, tiene que proceder mal. ¡No comprenden! Pero, ¿cómo van a comprender
ellos si ni los más encumbrados comprenden? Un detalle, señor: en Nador han
hecho una iglesia, que no sé qué falta haría, ya que el poblado no tiene
cincuenta españoles y está a un cuarto de hora de Melilla, y en el altar mayor
han colocado a Santiago matando moros.
—Comprendo lo de que no se lleve nuestra dominación con gusto –digo, sin
saber lo que decir–; pero la deslealtad de los que se brindan a servirnos...
¡Que no hubiese uno que avisara de lo que se preparaba!
—¿Avisar?... Bastante se avisó.
—Hágame usted el favor, Mahomed. ¿Quiere darme los verdaderos antecedentes de
la cuestión?... Ustedes, su padre, su hermano, su tío, eran amigos de España.
¿Cómo y por qué dejaron de serlo? Esta enemistad es lo que ha traído la
resistencia de los beniurriagueles, y con ello todo lo demás. Cuénteme.
El joven Abd-el-Krim se concentra un momento, y luego habla pausado, pero sin
interrupción. He aquí lo que dijo:
—Los beniurriagueles no se habían sometido jamás a ningún dominio extraño.
¡Ni el poder del sultán reconocían! Y mi familia, los Abd-el-Krimnes, eran en la
tribu la suprema autoridad. Mi padre, al morir el suyo, tomó el mando. Mi padre
era un hombre ilustrado y progresivo, que comprendió la necesidad de civilizar
el Rif. Para ello preparó a sus hijos. Yo, que era un niño, fui enviado a Málaga
a un colegio, donde cursé el bachillerato y la carrera de maestro normal, siendo
mandado a Madrid después a estudiar para ingeniero. Mi hermano, ya mayor,
abogado y sacerdote musulmán, marchó a Melilla. Mi padre, considerando que lo
que se proponía había de conseguirlo con la ayuda de una nación europea, escogió
a España, la más próxima y la de carácter más parecido al nuestro. Quería una
unión con ella y preparaba la aceptación del protectorado, de un protectorado de
verdad.
Éste había de ser conservando a los rifeños sus usos, sus costumbres y sus
leyes, y la ocupación militar, poniendo las fuerzas al servicio, a la orden de
las autoridades indígenas. Esto esperaba mi padre; pero vio que era al
contrario. Y vio que era, además, con arbitrariedades, con abusos, con
atropellos. Protestó entonces ante los gobernantes de España y de Marruecos. La
contestación fue decirle que se pusieran en manos de Jordana. Se negó y
encarcelaron a Mohamed.
Pacientemente esperó mi padre a que éste fuera liberado y pudiera retirarse
de Melilla. Enseguida aguardó el fin del curso para que llegase yo a Alhucemas
sin obstáculos en el camino. Y teniéndonos ya seguros, rompió todo trato con
España.
Mi hermano tampoco quería ya nada más. Sin embargo, yo… Al comenzar el nuevo
curso, Ximénez, el director de la Residencia de Estudiantes, y Aguirre, el del
ministerio de Estado, me escribieron diciéndome que volviese, a lo cual respondí
con largas cartas explicando lo ocurrido, pidiéndoles que se interesasen por la
situación de Marruecos, y advirtiéndoles que si España seguía así habría una
guerra, porque estaban muy excitados los ánimos; principalmente, en las cabilas
sometidas. Acababa diciéndoles que se nombrase una persona civil inteligente que
hiciera un viaje de inspección. No me contestaron. Y supe que se habían enviado
copias de mis cartas a los Comandantes de Melilla y Tetuán, los cuales decían
que había que escarmentarme por la falta de respeto.
Ha callado un momento el joven Abd-el-Krim. Vacila... Al fin se decide a
decirme:
—No voy a ocultarte nada. Mi padre quería atacaros, y cuando operasteis sobre
Tafersit salió con una harka; pero regresó enfermo, y al poco tiempo murió.
—¿Entonces tomó el mando el hermano de usted? –pregunto.
—Sí; mi tío Abd-Salam, que es El Jatabi hoy, y yo, le apoyamos. Tuvo el mando
supremo. Y decidió permanecer a la defensiva. Claro que preparando fuerzas,
uniendo a las cabilas, previniendo, esto es, un ataque.
—¿Y esperaban ustedes quietos?
—Quietos del todo. No hablamos siquiera a las cabilas sometidas.
—Queríamos aún –añade Mahomed– ver si la paz era posible.
—¿Hicieron ustedes gestiones para ello?
—Verá usted. Ocurrió la toma de Annual, ¿sabe cuándo? Entonces se avisó a
Silvestre por mediación de Got y de Idris (ya ve usted que atestiguo con vivos)
de que allí había de detenerse. Supimos que quería tomar Quilates, y éste
–señala a Pajarito– fue a verle y le dijo que no moviera un soldado.
Que hablaríamos, porque deseábamos de veras que no estallase la guerra. Pero que
si antes movía un soldado, pasaría algo irremediable.
—¿Y fuiste tú –pregunto a Pajarito– a llevar ese recado?
—Sí, yo mismo.
—¿Y no te tiró Silvestre por la ventana?
Pajarito dice riendo:
—Faltó poco.
Hace una pausa evocadora, y añade:
—Me dijo que España tenía poder para ir donde le diera gana, sin mirar quién
se ponía delante; que él estaba dispuesto a entrar en Beniurriaguel aunque se
opusieran todos los Abd-el-Krimnes del mundo, y que prefería llegar por la
fuerza mejor que templando gaitas.
Vuelve a hablar Mahomed Abd-el-Krim:
—Vuestros soldados salieron de Annual y tomaron Abarrán. Atacamos la posición
apenas colocada, y la tomamos en el día. Los moros que estaban con vosotros se
limitaron a huir. La orden de atacaros no era hasta después de tomar
Annual.
—Todavía –sigue diciendo– mi hermano intentó detener los acontecimientos. Por
mediación del coronel Civantos mandó una carta a Silvestre. No tuvo
contestación.
—¿Y que decía esa carta?
—Lo mismo de siempre: que se detuvieran los soldados en Annual.
¿Contestó Silvestre? No lo he podido saber. Las respuestas que a esto me dan
no son claras.
—Mi hermano –dice al fin Abd-el-Krim, dominando la confusión–, pasó a
Temsaman y estableció su cuartel en Amezauro. Allí estuvo reuniéndonos a todos,
y desde allí envió emisarios a las cabilas sometidas, avisándolas de que se
acercaba tal vez el instante. Se preparó todo en un par de semanas.
—¿Lo que se preparó fue el ataque a Igueriben?...
—Sí, el ataque a Igueriben. Lo de atacar a Annual se decidió luego. Al ver lo
quebrantadas que quedaron vuestras fuerzas, y, sobre todo, al enterarnos de que
Silvestre estaba allí, decidimos cogerle.
Calla un instante.
—Mi hermano dirigió el ataque, que duró cinco días. Cortamos el camino entre
Annual y Sunma. Enseguida vino el intento de auxilio, y al rechazarse éste, la
evacuación.
—El decidirse a proceder sobre Annual, ¿se debió principalmente al deseo de
coger a Silvestre? –inquiero.
—¡Oh, claro! –me contesta Mahomed.
—Según eso, ¿se le odiaba mucho?
Es Pajarito quien responde:
—No se le odiaba a él sólo. La culpa no la tenía toda él. Era su rivalidad
con Berenguer la que le había vuelto loco. Ya lo sabíamos. Y también que le
empujaban desde Madrid.
Mahomed Abd-el-Krim interrumpe:
—El querer cogerle era sólo para privar de él a sus tropas.
—Murió, ¿verdad? –pregunto.
—¡Claro!
Las cabilas se alzaron todas, como estaba convenido, al enterarse de la toma
de Annual. Esto no sorprendió a los beniurriagueles. Pero sí les sorprendió la
rapidez con que cayeron nuestras posiciones. Tanto no esperaban. No podían
esperar que su victoria fuese tan pronta y tan absoluta.
Interrogo a Mahomed:
—¿Qué pasó?
—Ya vio usted que no pasó nada –me responde–: que no se asaltó Melilla,
aunque estuvo indefensa durante casi tres días.
—¿Y esto lo sabían ustedes?
—Tan lo sabíamos, que tuvimos que trabajar mucho. Ben Siam, sobre todo.
Nosotros no queríamos pasar de la línea del Kert, y establecer allí la frontera;
pero al ver que las cabilas sometidas se excedían en acometividad y en furia,
temimos que asaltasen Melilla. Hubiera sido horrible. La Humanidad entera se
hubiese horrorizado ante un saqueo así, con los incendios, las violaciones y los
asesinatos consiguientes. Mi hermano lo comprendió, y envió a éste con tres
caides y seiscientos hombres para evitarlo. En el Gurugú estuvieron una semana
protegiendo a Melilla; hasta que estableció Berenguer la línea defensiva.
Calla Abd-el-Krim. Yo también callo. ¿Dicen verdad?..., ¿Es “fantasía”, según
ellos califican?... Me notan en el rostro la duda.
—No cuente usted eso si no quiere –me dice–. Yo lo he relatado porque éstos
me lo han pedido, y por contestar a la pregunta de usted. Además –añade–, no
tiene ningún mérito. Aspirábamos ya, como aspiramos ahora, a que se nos
considere un pueblo digno y no una tribu de salvajes. Por eso quisimos evitar
ese acto, que se consideraría feroz en todo el mundo.
Aprovecho la coyuntura que tan abiertamente se me brinda para ir a asunto más
delicado:
—Ha habido, sin embargo, actos de verdadera ferocidad –digo–; ¿no me lo
negará usted?
—¿Y en qué guerra no los hubo? –me replica–. Las naciones más cultas de la
culta Europa han luchado recientemente, y ya se vio –añade.
—De todos modos ... –empiezo a decir.
—De todos modos –me interrumpe–, considere usted, consideren ustedes todos
los españoles, dónde han sucedido las cosas reprobables. Los beniurriagueles no
hemos intervenido en ellas. Hemos matado luchando cara a cara, y nada más.
Nuestros prisioneros los guardamos, y hasta arrebatamos prisioneros a otras
cabilas para salvarles la vida.
—Sí –insisto–; pero otras cabilas...
—Esas otras cabilas son las que habían civilizado ustedes. Y hasta podríamos
disculparlas diciendo que ejercían represalias.
—No hablemos de eso.
—Como usted quiera.
Se ha roto la conversación. Empezó siendo una plática amistosa, y había
llegado a adquirir tonos de polémica.
Rompe, al fin, Mahomed el silencio, diciéndome con exquisita cortesía:
—No hay que disgustarse pensando en lo pasado. Lo pasado pasó. Y el porvenir,
que ha de llegar, puede ser más dichoso. Sobre esto hablaremos mañana mientras
almorzamos, porque almorzaremos juntos.
Agradezco la invitación con las palabras de ritual, y nos despedimos.
El almuerzo que en nuestro obsequio dispuso Mahomed Abd-el-Krim ha tenido
honores de banquete oficial. Hasta el café, el riquísimo café moro, más
aromático que otro ninguno y espeso como chocolate, nos ha sido servido por un
negro, con arreglo a la moda de los Palaces ultra chic. ¿Estamos en la
capital de una nación civilizada? De ello trata de convencemos nuestro
anfitrión.
—El Rif ha sido constituido en Republica –me explica–, de la que mi hermano
ocupa la presidencia por voto unánime de los jefes de las treinta y una cabilas
que la integran.
—¿Y cuáles son sus atribuciones? –pregunto.
—Hasta ahora –me responde Mahomed–, un poder absoluto y exclusivo.
Viendo que sonrío, ataja mi pensamiento irónico sobre lo republicano del
sistema diciendo:
—Al principio no podía ser de otra forma. ¡Compréndalo usted! En un
levantamiento militar, sólo la dictadura guerrera del caudillo puede asumir los
poderes. Por ello mi hermano es, además, su propio ministro de la Guerra.
—Hay un Consejo de ministros, pues.
—Sí –responde vacilando–; aunque, verá usted, ninguno tenemos ministerio
concreto.
—Ha dicho usted tenemos... ¿Es usted ministro?
El joven Mahomed, con la petulancia de sus veinticinco años, se engríe un
poco.
—Lo soy, claro.
Pero enseguida añade con simpática llaneza:
—Voy a explicarle a usted.
El joven ministro habla:
—Hasta el presente, los ministros constituimos una junta que, bajo la
presidencia de mi hermano, se reúne y acuerda lo que se ha de hacer.
Generalmente, mi hermano designa al que le place para que realice cada gestión.
Uno cualquiera, el que mejor puede llevar a cabo el asunto. Y sin
especialización determinada.
—No entiendo eso –interrumpo.
—Pues es bien sencillo. Vea usted... Nos aprovecha a todos para todo. Yo, por
ejemplo, que poseo varios idiomas y tengo relaciones en diversos países, suelo
llevar los asuntos de lo que ustedes llaman ministerio de Estado; pero si hace
falta organizar una tribu y está ocupado mi tío Abd-Salam, que es quien suele
encargarse de los asuntos del Interior, voy, y la organizo.
También en Guerra actúa usted –indico–, pues usted nos dio el golpe de
Magán.
—En Guerra actuamos todos. Y como soldados rasos. Yo llevo siempre fusil; y
todos igual. Nos batimos para dar el ejemplo. En el asalto al Peñón de Gomara,
crucé la Isleta y entré en el cuartel. Matamos gente; pero nos mataron también
mucha. Yo tuve suerte en no ser de éstos, pues hasta bayonetazos hube de
parar.
Calla un momento, recordando el apretado trance.
—Pero no voy a contarle mis hazañas bélicas –dice al fin–. Pregunte usted
sobre cosas más interesantes.
—¿Quiénes forman con usted y con su tío el Ministerio?
—Mohamedi Chenus, que es el encargado de la Justicia. Y otros más... Azarkan
y El Maal-lem, también. Y otros, ¿sabe usted?...
—¿Qué otras autoridades hay? –pregunto.
—Las de los jefes de las cabilas. Algo así como gobernadores. Estos dependen
del poder director. Luego hay los cadis, jueces, y caides, capitanes,
dependientes de los jefes. De los primeros tiene cada cabila los que necesita,
uno generalmente por poblado importante, y de los segundos hay uno al mando de
cada doscientos guerreros.
—¿Nada más?
—Nada más –responde, y enseguida pregunta–: ¿Hace falta más?
Yo hago un signo negativo.
—Pronto –sigue diciendo Mahomed– habrá Cámara de Diputados, escogidos por
cada cabila y en número proporcionado al de habitantes.
—¿Hasta eso?
—Hasta eso, y más. Ya lo verá usted.
Juzgo llegado el momento de discutir en serio. Y acercándome a mi
interlocutor, le hablo al alma, más aún, le hablo a la inteligencia.
—Formalmente, Mahomed, dígame si cree usted, usted que conoce las naciones
constituidas, en la posibilidad de que el Rif llegue a serlo. Una nación
verdadera, ¿eh? Una nación donde estén garantizadas la hacienda y la vida, no
sólo de los propios, sino también de los extraños.
—Y hasta de los enemigos –responde–. Y eso –añade– no es que pueda llegar a
ocurrir; es que ocurre ya. Usted tiene la prueba.
—Sí –insiste–, usted la tiene. Lleva usted tres días en Aydir paseando
libremente por todas partes, con sus ropas y con sus maneras, que revelan su
condición de español... ¡Y no le ha seguido un chiquillo, no le ha gritado una
mujer, no ha dejado de saludarle un hombre!
Tengo que callar. Él habla aún:
—Formalmente también, señor De Oteyza, dígame usted si cree que ocurriría eso
en Madrid con un beniurriaguel.
No he levantado siquiera la vista para que no vean en mis ojos la
contestación, que de ningún modo quiero dar. Dibujo en mi carnet.
Mahomed se inclina sobre mi hombro y ve que estoy pintando una paloma con un
ramo de oliva en el pico. Me habla en tono afectuoso:
—La paz y la amistad... Con ellas alcanzaría España todos los beneficios que
en el Rif pueden lograrse. Los alcanzaría sin pérdida alguna...
—¿En qué condiciones? –pregunto.
—La independencia absoluta desde el Kert hasta Tetuán.
—¿Con nuestro protectorado?
—No; el protectorado, que un día creímos aceptable, hoy sabemos que no lo es.
Ni una posición ni un soldado.
—Entonces...
—Una unión de intereses, en cambio, de modo que España quedase en nuestro
territorio mejor que ninguna otra nación. Es el pueblo que más estimamos, pues
sabemos que sus ideas y sus sentimientos son análogos a los nuestros. Os
daríamos puntos de mercado y la preferencia para explotar las riquezas del país.
Como hermanos os tendríamos entre nosotros. El Rif no ha combatido a los
españoles, sino al partido imperialista que quiso avasallarle. A los
trabajadores, a los comerciantes, no es que los rechacemos, ¡es que les pedimos
que vengan!
—Pero reconocer vuestra independencia sería inútil. Otras naciones
intervendrían...
—¡Que lo hagan! Con quien sea lucharemos hasta el exterminio... ¡Con quien
sea! El Rif ha vivido siempre independiente, sin reconocer dominación ninguna. Y
así sigue, y así seguirá.
—Usted conoce, Mahomed, los verdaderos poderíos...
—Usted ha visto el nuestro. Aquí todo hombre es un soldado, y un soldado al
que no hay que pagar ni mantener. Las defensas naturales de nuestras montañas
están reforzadas. Hay cuarenta cañones emplazados sobre la bahía, y en la playa,
doble línea de trincheras. Podrán aplastarnos; pero la mano que lo haga se
desgarrará la carne y se romperá los huesos.
—Sin embargo, los aplastados seríais vosotros –digo, sin poder dominarme, en
un atávico sentimiento de orgullo racial.
Mahomed pone su mano sobre mi brazo, y dice pausadamente:
—No hablemos de guerra, que es de paz de lo que interesa que hablemos.
Y sigue diciendo:
—Si reconociese España nuestra independencia, llegaríamos hasta a una alianza
con ella, y no tendría amigos más fieles ni más abnegados que nosotros.
He encendido un cigarro para calmar mi nerviosidad. Fumo un instante en
silencio. Al fin me recobro enteramente.
—Lo primero que ha de hacerse –digo a Mahomed– es el rescate de los
cautivos.
—No están ya en España –me responde– porque no han querido vuestros
gobernantes.
—No diga usted eso, Mahomed –le advierto–; eso no es creíble.
—Oiga usted y juzgue –me contesta.
Y empieza así el relato de lo ocurrido en este asunto:
—A poco del desastre, estorbándonos los prisioneros, que habíamos hecho, más
que nada, para evitar que fuesen muertos, comenzamos a devolver algunos. El
Maal-lem entregó catorce que estaban enfermos, además de una mujer, en la plaza
de Alhucemas. Y, naturalmente, solicitó que se le pagasen los gastos que por
ellos había hecho. No le pagaron ni una peseta. Puede usted preguntar al
interesado. En esto –continúa M’hammad– comenzó a caer prisionera gente nuestra,
y la reclamamos ofreciendo el canje. Ni se nos contestó.
—Pero ha habido negociaciones –digo.
—Sí –me responde–; al cabo, Berenguer envió a Idris Ben Said, y se
convinieron las condiciones: la libertad de todos los rifeños presos, y cuatro
millones de pesetas. Pero la gestión se rompió. Parece que, no habiéndose
ultimado cuando el viaje que hizo el Sr.
La Cierva con los directores de los periódicos, ya no se quiso seguir. Y pasó el tiempo sin que nada más se hiciese. Después –continúa– vino lo de Almeida. Este señor, que estuvo en la plaza de Alhucemas, inició otra negociación. Le pedimos que lo primero de todo pusiera en libertad a los beniurriagueles pacíficos que están presos. Son éstos de diez a quince. Y se les prendió cuando el desastre, sólo por ser de Beniurriaguel. Tres de ellos estaban en Melilla estudiando en la Escuela Indígena, otro tenía una tienda en el Malecón, y algunos eran viajeros que volvían de Argelia. El Sr. Almeida respondió que nos daba cuarenta y ocho horas para ponernos al habla con él, y que si nos negábamos nos pesaría. A las cuarenta y ocho horas se fue, y no nos ha pesado.
La Cierva con los directores de los periódicos, ya no se quiso seguir. Y pasó el tiempo sin que nada más se hiciese. Después –continúa– vino lo de Almeida. Este señor, que estuvo en la plaza de Alhucemas, inició otra negociación. Le pedimos que lo primero de todo pusiera en libertad a los beniurriagueles pacíficos que están presos. Son éstos de diez a quince. Y se les prendió cuando el desastre, sólo por ser de Beniurriaguel. Tres de ellos estaban en Melilla estudiando en la Escuela Indígena, otro tenía una tienda en el Malecón, y algunos eran viajeros que volvían de Argelia. El Sr. Almeida respondió que nos daba cuarenta y ocho horas para ponernos al habla con él, y que si nos negábamos nos pesaría. A las cuarenta y ocho horas se fue, y no nos ha pesado.
—¿No ha habido más?
—Casi no... El padre Revilla se entrevistó con mi hermano en Beni-Ulicheck, y
éste le dijo que no había dificultad en el rescate; que viniera alguien con
facultades bastantes y se haría. Revilla, que no quiso ni venir a Aydir a ver
los prisioneros, se fue y no volvió.
—¿Y así estamos?
—No. Últimamente mi hermano tuvo una carta escrita en Tánger por el marqués
de Cabra, a quien recomienda Mohamed Ben Sadik El Hach, pidiendo entrar en
tratos. Le contesté que viniera, y esperándole estamos.
Y Mahomed termina:
—Pues bien: si viene él, o si viene otro, se llegará aun acuerdo. No hay
dificultad ninguna por nuestra parte. Puede usted afirmarlo.
—Lo haré.
—Insistiendo en que si no están libres los prisioneros es porque no viene
nadie a tratar de verdad el asunto.
—Lo haré –repito.
Y hecho queda
Amogar Ben Haddu, jefe de la guardia personal de Abd-el-Krim, ha aparecido en
la puerta, que custodian dos centinelas con el fusil terciado. Una seña se
cambia entre él y Pajarito, quien nos dice:
—Pasad.
Cruzamos entre los centinelas que no nos saludan por no cambiar de posición
el arma, y penetramos en una habitación grande donde detrás de una mesa, de pie
y apoyado ligeramente en el brazo de un sillón, hay un rifeño cuyo parecido con
Mohamed Abd-el-Krim nos revela quién es. Estamos en presencia del presidente de
la República del Rif.
Mientras éste nos indica con un ademán que ocupemos tres butacas puestas en
fila ante la mesa y a unos cuatro metros de distancia de ella, examinamos el
recinto y sus ocupantes. No hay más muebles que los citados y ningún otro
accesorio, salvo un gran tapiz rojo y blanco que cubre en parte el suelo de
ladrillo. Nada en los muros encalados, y ni un farol siquiera pendiente del
techo de vigas cruzadas. A más de Abd-el-Krim y de nosotros hay otros seis
hombres: cuatro soldados en línea a la derecha, con los fusiles terciados, como
los centinelas del exterior; Pajarito, que se apoya indolente en la
puerta de entrada, y Amogar, colocado rígido tras de su señor, con el puño
puesto en la funda de la pistola.
Abd-el-Krim recita pausadamente las rituales preguntas de la cortesía
musulmana. Si estamos bien de salud, si nuestras familias gozan de igual
beneficio, si nos ha cansado el viaje, etc., etc. Después se detiene en una
pausa larga, que al cabo rompe súbito, diciéndome:
—Habla tú.
Yo, empleando el tuteo también, le digo:
—Sidi, aunque sé lo absolutamente conforme que en ideas y en sentimientos
está contigo tu hermano, y por más que de esto mismo que voy a preguntarte he
hablado con él largamente, quiero para los lectores de La Libertad las
respuestas de tu boca. En España ignoran la absoluta identificación que existe
entre tu hermano y tú, y creerán más lo que tú digas que lo que otro diga por
ti. Así, te ruego me digas si tú, representante indiscutible del pueblo rifeño,
haces la guerra por tu voluntad.
—Nosotros no queremos la guerra –dice Abd-el-Krim–, pero estamos dispuestos a
defender nuestro honor, es decir, nuestra independencia, porque yo juzgo, y
todos los míos lo creen así, que la independencia es el honor de los pueblos,
mientras sea preciso.
Abd-el-Krim habla lentamente, dictándome, al ver que yo escribo. Le he dado
con un gesto las gracias, y él me ha saludado sonriente. Luego me dijo
Pajarito, hablando del carácter de su jefe, que no le había visto
sonreír desde hacía mucho tiempo.
—Entonces, sidi –pregunté insinuante–, ¿estás dispuesto a aceptar la paz y la
amistad con España?
—Siempre que no haya cosa que se relacione con ningún lazo de yugo.
—Pero el protectorado no es una dominación, y...
—No –responde rápido–, de ninguna manera. El protectorado es un nombre que se
ha dado al modo de avasallar nuestros derechos. En tu Gobierno no tiene la
palabra otro sentido.
—¿Así, pues, no queréis más que la independencia?
—Nada más.
—Sin embargo, sidi, no debe ocultarse a tu buen juicio y a tu alto saber, que
aunque España accediese a concederos la independencia hay otras naciones que no
la aceptarían.
—Pues pasaría con ellas lo mismo que ha pasado con España. Pero no lo creo,
no lo creemos (Una pausa.) Y sobre ello quiero hacerte una pregunta yo.
—Hazla, sidi.
—¿Por qué dices eso?... ¿ Es que sabes tú algo respecto a eso?...
—Yo no sé nada. Juzgo, sin embargo, que las potencias europeas no consentirán
fácilmente que se forme un nuevo Estado en la costa del Mediterráneo, junto a
ellas, casi entre ellas. Por eso he apuntado la sospecha de que tal vez, si
España abandona su intervención en África, otra nación ocupe el puesto
dejado.
Abd-el-Krim me mira a los ojos como si quisiera adivinar en mí un pensamiento
oculto. Yo sostengo su mirada sin pestañear, y él baja la vista, diciendo:
—Ya veremos... De todos modos, lucharemos por nuestra independencia como han
luchado los demás.
—¿Es decir –le pregunto–, que sólo por vuestro deseo de independencia lucháis
con nosotros, y que no tenéis otro motivo para hacernos la guerra?
—Quisiéramos que no hubiese guerra –responde, sin contestar directamente a mi
pregunta.
Y como volviendo a ella, añade:
—El Rif no odia al pueblo español, y no le hubiese odiado nunca si no fuera
por la invasión militar. Hubo odio, porque el Rif vio en el militar al español;
pero ya comprende que no es así. Ahí está la cosa.
—Según eso, como me ha dicho Mahomed, si se hiciese la paz darías a España el
trato de nación más favorecida.
—Sí, está bien.
En estas palabras de Abd-el-Krim, y, sobre todo, en el tono que las ha
pronunciado, hay una indiferencia desdeñosa de la que me propongo sacarle.
“Ahora vas a ver”, pienso. Y de pronto le digo:
—Y en ti, personalmente en ti, ¿no hay nada contra los españoles?
En el brillo de sus ojos noto que he logrado inquietarlo. Sin embargo, no ha
pestañeado siquiera ni ha hecho el menor ademán. Y sin cambiar el tono de voz me
contesta:
—Personalmente yo, nada. No hay nada más que esto: que los militares que
están encargados de gobernar no son capaces de hacerlo y abusan mucho de la
dignidad. Nos hemos convencido, y no hemos podido admitir esto.
Entonces decido irme a fondo:
—¿Y particularmente con Silvestre?
La parada es limpia y completa:
—A Silvestre le conocí en Melilla hace muchos años, cuando no era más que
comandante, y fue muy amigo mío.
—Luego no es verdad –insisto secundando el golpe– eso que cuentan de que tú
abandonaste Melilla porque Silvestre te abofeteó.
Pausadamente mueve Abd-el-Krim la cabeza, y con más calma aún que antes
dice:
—Cuando yo me vine de Melilla, no estaba Silvestre. Estaba Aizpuru ... Y
tampoco he tenido nunca queja de Aizpuru –termina.
Yo permanezco callado un momento, y él entonces, como en soliloquio,
dice:
—Tratamos de convencer a los encargados del Gobierno... Les escribimos a
Madrid. No nos contestaron... ¡Se reían de nosotros!...
—¿Y entonces –interrogo rápido– tomaste la determinación de romper con
España?
—No; la determinación la tomó mi padre. Él nos mandó a mi hermano venirse de
Madrid y a mí de Melilla. Yo, como M’hammad, le obedecí.
No hay modo de exaltarle. Los pinchazos no le hacen efecto. ¿Tal vez el
cautiverio? Y preparo el hierro al rojo.
—Estuviste preso, ¿verdad, sidi?
Ha palidecido con la espantosa palidez de los cobrizos, poniéndosele el
rostro de color ceniza. La mano, que tiene pendiente del brazo del sillón, le
tiembla. Pepe Díaz me da un codazo, y al alzar los ojos veo a Amogar haciendo
señas de que me calle. Abd-el-Krim no dice, sin embargo, sino estas sencillas
palabras:
—En Cabrerizas. Once meses menos dos días.
Pero ha dicho bastante. La cifra exacta, en horas casi, del tiempo de su
prisión, demuestra cuán fijo está en su memoria el recuerdo del trance fatal.
Sin embargo, no veo en su rostro, que escudriño, señales de furor. Más bien un
velo de tristeza...
—Cuéntame eso, sidi –le ruego.
—El capitán Alemán, uno de la Guardia civil, ¿sabes?, y Riquelme me llevaron
a presencia del general Aizpuru y me anunciaron que estaba detenido. El general
me dijo que se veía obligado a detenerme, de orden de Jordana, porque mi padre
no había querido ir al Peñón a cumplimentarle.
Ahora soy yo el que tengo que dominarme para que no se note mi emoción. ¡Es
mi país el que hace tales cosas! Por satisfacer el orgullo de un funcionario,
más o menos encumbrado, se falta a la ley de gentes, y –“es peor que un crimen:
es una torpeza”– se falta atacando a un hombre cuyo poder debía conocerse, y que
nos estaba sirviendo, sosteniendo... Trato de disculpar lo que sé que no tiene
disculpa, diciendo:
—Eso no es posible. ¿Cómo se va a encarcelar a un hijo por lo que haga o deje
de hacer su padre?... Además, que el dejar de cumplimentar a la autoridad no es
un delito. ¡Ni al propio interesado le podían hacer nada por eso! Alguna otra
cosa habría.
—No la había –responde–. Se me acusó de errores y malicias en un trato que
tenía con el capitán de la Policía indígena Sist. Un capitán que no me quería
bien... Pero el juez fue Sanz, uno que hoy es general. Puedes preguntarle. Y
dijo que no tenía yo culpa, y me absolvió. Ya ves… Y seguí en la cárcel.
—¿Seguiste en la cárcel después de absuelto?
—Seis meses aún. Me dijeron que era preso político.
Callo y medito. Presos políticos... Detenidos gubernamentales... Son resortes
de gobierno que no hay inconveniente en emplear; ¿verdad, señores estadistas?
Pero a veces el tener seis meses en la cárcel a un hombre ocasiona la pérdida de
veinte mil soldados y un gasto de varios miles de millones, sin contar la
vergüenza de las derrotas, el horror de los sacrificios...
—¿No quieres saber nada? –me pregunta Abd-el-Krim al verme callado.
—Perdona, sidi –respondo–; es que estaba pensando la forma de rectificarte.
Estás equivocado. Si te prendieron fue a petición de Francia, y por tus ideas y
tus sentimientos germanófilos.
—No es verdad –replica rápido.
Y enseguida añade, como arrepentido de su precipitación en dar tan rotunda
negativa.
—Puede ser; pero a mí no me comunicaron eso. Y no lo creo, además.
—¿No?
—¡Claro que no! Todos los militares que estaban en Melilla, y gran parte de
los paisanos, eran germanófilos. Si hubiesen detenido también a los demás,
podría admitir eso. Pero se me detuvo a mí sólo... Y otros eran mucho más
germanófilos que yo. ¡Mucho más!
Aplastado por su lógica, trato de escalonar mi retirada para abandonar el
asunto:
—Tú intentaste escaparte.
—Cuando me comunicaron que estaba absuelto y vi que no me ponían en
libertad... Entonces me rompí la pierna –termina, con un deje de amargura.
Yo hago un gesto de condolencia, y Abd-el-Krim ataja las palabras que piensa
vaya pronunciar:
—Fue una fatalidad de la que nadie tuvo la culpa. De nada tiene nadie la
culpa. Son cosas de conjunto que uno o dos no hacen ni deshacen. Yo a nadie
guardo rencor. Al general Jordana mismo no le tenía odio, aunque fue él quien
decretó mi encarcelamiento.
Aprovecho la ocasión para cambiar ya el tema de los personalismos:
—La paz, pues, ¿es posible por tu parte?
—Siempre que se conserve la independencia nuestra. De otra manera no habría
paz. ¡Pasarían las mismas cosas! Tú sabes que pasarían. Y como ahora, como
ahora, seguiría la lucha. ¡Con razón! Tú sabes que con razón.
—Bueno, sidi –digo sin asentir a su indicación–; queda el asunto de los
prisioneros. Es lo que más interesa al pueblo español y en lo que más
desorientados estamos. ¿Pueden rescatarse?
—Pueden. Pero que vengan a tratar en serio. Ya le habrá dicho mi
hermano...
—Sí; mas hay algo en las condiciones que imponéis injusto, evidentemente
injusto. Pides la libertad de todos los rifeños presos.
—Claro.
—No tan claro, sidi. Hay entre ellos ladrones y asesinos juzgados y
condenados. ¿Ésos también se han de liberar? Los detenidos políticos y los
prisioneros de guerra no hay nadie que no crea justo devolvértelos. Pero esos
otros, esos otros... ¡son criminales!
—Más criminales son los aviadores, que matan mujeres y niños. A los aviadores
que hemos cogido también les hemos formado causa y les hemos condenado. Si los
españoles os quedáis con los que habéis condenado, nosotros nos quedaremos con
éstos.
—Mohamed, escucha –lo digo con el más persuasivo acento que puedo encontrar–:
no muestres una intransigencia que nadie, nadie, en ninguna nación, admitiría.
Los aviadores emplean un arma terrible, tan terrible como quieras. Para mí todas
las armas son igualmente brutales; pero reconozco, si quieres, que esa lo es más
que las otras. Sin embargo, es un arma admitida por todos los pueblos
civilizados. Y los militares que la usan por mandato de su patria, en obligación
de una obediencia que juraron, no pueden equipararse con asesinos.
—Para mí lo son más que nadie –dice enérgico.
Y añade, exaltándose a medida que habla:
—¡Las naciones civilizadas! Vienen a civilizar con aviadores... Matan seres
indefensos, y los matan impunemente. ¡No hay, entre todos los asesinos de la
tierra, mayores asesinos!
—Entonces –le digo cortando su peroración– para rescatar a los prisioneros
habría de ponerse en libertad a todos, absolutamente a todos los presos,
¿verdad?
—Sí.
—Bien. Y la otra condición es que se os entreguen cuatro millones de
pesetas.
—¿Cuatro millones de pesetas? Eso es lo que era antes. Ahora no es.
—¿Ahora es más?
Abd-el-Krim me mira fijo. Yo le miro a él. Hay un silencio. Al cabo me
pregunta:
—¿Estás tú facultado por el Gobierno para tratar?
—De ningún modo, sidi –replico–. Ni lo estoy ni lo estaré nunca. No he tenido
ni tendré nada que ver con los gobernantes de mi país. Mandé que te lo dijeran.
¿No lo han hecho?
—Sí, sí; está bien. Pero si no tienes facultades para tratar, ¿a qué vamos a
discutir?
Insisto con el natural empeño:
—No vamos a discutir condiciones, claro está. Sin embargo, tú puedes decirme
a qué obedece el cambio. Esto siquiera...
—Esto ya lo puedes tú comprender. Las negociaciones han sido rotas por el
Gobierno español, y esto lo debemos aprovechar nosotros. No hacerla sería
abandonar un derecho. Tú lo comprendes. Claro que tú lo comprendes.
Abd-el-Krim habla con deseo de persuadirme. Yo callo, sin asentir ni negar
con un ademán ni un gesto. De pronto, tras una pausa, me dice:
—¿No serás como el padre Revilla?
¿A qué viene tal cosa? Hago un movimiento de asombro. Luego digo:
—No sé cómo es el padre Revilla; pero sospecho que no me parezco a él en
nada. ¿Por qué me preguntas eso?
—Porque el padre Revilla no dijo lo que yo le dije. Dio a entender que yo no
quería soltar los prisioneros; que deseamos tenerlos como rehenes. Nosotros no
necesitamos tener como rehenes a los prisioneros. ¿Para qué rehenes, si nosotros
tenemos nuestro armamento y nuestros hombres para luchar? Dilo así, así
mismo.
—Así mismo lo diré. Ya ves que, aun causándote una molestia grande, estoy
escribiendo, palabra por palabra, cuanto me dices. No tienes inconveniente
ninguno en liberar a los prisioneros. ¿Lo escribo así?
—Escríbelo.
—Ya está. Y digo que, por tu parte, esperas a que se te acerque un
delegado del Gobierno. ¿No es eso?
—Eso es. Pero siempre que no sea un militar. Con militares no trato. Y nada
más de esto.
Creo inútil insistir, y me dispongo a dar por terminada la conferencia.
Cierro el carnet y guardo el lápiz. Al verlo, Abd-el-Krim me dice:
—¿No tienes más que preguntarme?
—No –respondo–; pero si tú quieres decirme algo, estoy a tu disposición.
—Decirte yo... ¿Y qué decirte? España sabe demasiado lo que tiene que
hacer.
Hace una pausa y continúa:
—Yo creo, sin embargo, aunque esto no debiera decirlo, que a España no le
conviene una guerra que no tendrá fin. Y cuando menos lo espere, de seguir así,
vendrá otro desastre. Le hubiera convenido una alianza.
—¿Tú crees, sidi, seriamente en la posibilidad de esto después de lo
pasado?
Me mira con extrañeza y me dice tranquilamente:
—Ya lo creo. ¡Si no ha pasado nada! Esto es siempre igual. Nosotros los
rifeños, que estamos unidos ahora, estuvimos separados antes. Y también...
Se calla. Yo le insto:
—¿Y también... ?
—Nada. Ya no tengo nada más que decirte. Y tú me has dicho que no tenías nada
más que preguntar. Creo que hemos terminado.
Se ha puesto en pie. Yo le hago seña de que se detenga.
—Una pregunta aún, sidi, y ni siquiera una nueva pregunta, sino una
ratificación de lo ya tratado. Me has dicho que no sentís odio contra los
españoles; pero tu hermano ha ido más allá. Ya sé que en todo estáis conformes;
sin embargo, conviene que tú me repitas la declaración extensa de tu hermano.
¿Estáis dispuestos a recibir entre vosotros, para cooperar al desenvolvimiento
de vuestra prosperidad, a los españoles?
—Ya lo creo. Lo repito.
—¿Quieres dármelo firmado?
Abd-el-Krim vuelve a sentarse. Toma una pluma y escribe el autógrafo cuya
reproducción fotográfica es ésta:
[Las puertas del Rif están abiertas para todos los paisanos españoles como lo
han estado para el director de La Libertad / Mohamed Abd El Krim / Aydir 2 de
agosto 1922]
Me lo alarga, y dice sonriendo:
—¿Quieres más todavía?
—Sí, sidi; quiero que permitas a mis compañeros retratarte.
—No puedo, no; de veras que no puedo. No es por prejuicio político ni
religioso. Es que... ¡Es otra cosa! Imposible, imposible.
Alfonsito y Pepe Díaz, que han permanecido tanto tiempo inmóviles y callados,
se levantan y quieren hablar. Yo les hago seña de que no intervengan. Y digo a
Abd-el-Krim:
—Insisto porque es cosa que a ti y a mí nos conviene. Yo tengo enemigos que,
acaso no sabiendo cómo combatirme, negarán esta entrevista; y respecto a ti ya
sabes que nuestros gobernantes propalan que estás herido. Desmiente tu herida
como Pajarito ha desmentido su muerte. ¡Que te vea el pueblo español a
mi lado, bueno y sano, para que sepa cómo se le engaña.
—Está bien. Ven aquí.
Pepe Díaz y Alfonsito van hacia la puerta mientras yo arrastro mi butaca
junto al sillón de Abd-el-Krim.
Se tiran las pruebas sin ninguna dificultad. Los fotógrafos dicen que
mientras nos retrataron yo tuve apoyada en la nuca la pistola de Amogar. No lo
noté. Pero aunque lo hubiese notado no me habría movido... ¡No era cosa de
estropear un cliché tan valioso por semejante pequeñez!
Autógrafo del joven Abd-el-Krim
El hermano del presidente de la República rifeña, ministro de Estado de la
misma, horas después de la conferencia celebrada por el autor con Abd-el-Krim,
le dirigió, reiterando las palabras suyas a que hace referencia al final de la
interviú que antecede, la carta presente:
Director de “La Libertad”
Como le he manifestado de palabra le reitero por escrito que el Rif no
combate a los Españoles ni siente ningún odio hacia el Pueblo Español. El Rif
combate a ese imperialismo invasor que quiere arrancarle su libertad a fuerza de
sacrificios morales y materiales del noble Pueblo Español.
Le ruego manifieste a su Pueblo que los rifeños están dispuestos y en
condiciones de prolongar la lucha contra el español armado que pretenda
quitarles sus derechos, y sin embargo tienen sus puertas abiertas para recibir
al español sin armas como técnico, comerciante, industrial, agricultor y
obrero.
Mad. Abd-el-Krim
Aydir, 2 agosto 1922
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