Alvise Cornaro (1484 – 8 Mayo 1566), fue un noble veneciano del renacimiento que, tras recibir una importante herencia y gracias a sus buenas dotes para los negocios y las inversiones, dedicó gran tiempo a estudios sobre la agricultura, la arquitectura, la hidráulica, y al mecenazgo.
Escribió algunos tratados al respecto, pero sin duda su nombre pasó a la posteridad como el autor de cuatro breves ensayos o “discursos”, bajo el epígrafe “Discorso sulla vita sobria”, o “Discurso sobre la vida sobria”. En ellos Cornaro relataba su propia experiencia con lo que en nuestros días denominaríamos, “restricción calórica”.
Cornaro describía cómo hasta que cumplió cuarenta años había sufrido de diversos males que le mantenían en constante dolor y sufrimiento, aquejado de problemas de estómago, óseos, gota, y de ciento y un males. Todo cambió un buen día cuando decidió cambiar su forma de vida.
Desde ese momento en adelante Cornaro vivió una vida sobria, frugal en las comidas, ingiriendo los alimentos meramente necesarios. Su lema fue “quien quiera comer bastante, es necesario que coma poco” y se dio a la restricción en la dieta.
Como resultado, según relato propio, Cornaro recuperó la salud y el vigor, y el optimismo que ello le infundió le empujaron a realizar numerosas actividades profesionales y culturales. Por ello, y a la edad de 83 años, decidió recoger en su tratado “Discurso sobre la vida sobria”, publicado por primera vez en Pádova en 1558, su propia experiencia y sus consejos para vivir una vida longeva y saludable mediante una estricta dieta diaria que nos permita mantener la salud física y mental a edades avanzadas.
Cornaro se encontraba tan feliz y optimista que escribió:
“Estoy tan ágil que todavía puedo caminar y subir cuestas empinadas y escaleras sin dificultad. Estoy siempre de buen humor y no cansado de la vida. Acompaño a hombres de ingenio, que se destacan en el conocimiento y la virtud. Cuando no puedo disfrutar de su compañía, me doy a leer unos cuantos libros y a la escritura. Duermo bien y mis sueños son agradables y relajantes. Creo que la mayoría de los hombres, si no fueran esclavos de sus sentidos, las pasiones, la codicia y la ignorancia, podrían disfrutar de una vida larga y feliz, que se caracterizara por la moderación y la prudencia.”
El libro obtuvo un relativo éxito cuando de manera sucesiva, saltando de país en país, pasó por diversas ediciones que lo recuperaron del olvido. Renombrado al, sin duda, más comercial título de “Cómo vivir hasta los 100” llegó hasta nuestros días, en los que estamos experimentando un boom relacionado con la restricción calórica y sus posibles espectaculares efectos alargando la vida, lo que hace del libro de Cornaro una especie de Antiguo Testamento del “restricción-caloricismo”.
Los críticos de “La Vida Sobria” sugieren que Alvise Cornaro bien podría haber sido un caso de diabetes tipo 2 o que sufriera de algún tipo de alergia a algún alimento, por lo que una dieta estricta y controlada podría haber permitido en aquella época recuperar su deteriorada salud. Otra posibilidad, apuntada por muchos, es que Cornaro sufriese la resaca de unos años de juventud vividos de manera desaforada y que el retorno a una vida más pausada y sobria le ofreciese la oportunidad de recuperar su salud. Incluso el archifamoso filósofo Friedrich Nietzsche en su obra “El crepúsculo de los ídolos” criticaba a Cornaro y aseguraba que sus conclusiones eran erróneas porque confundían la causa y el efecto.
De cualquier modo, a partir de los años 30 del siglo pasado, y comenzando con los trabajos de Clive McClay de la Universidad de Cornell, quien demostró que ratas alimentadas con dieta baja en calorías vivían hasta el doble que el grupo de ratas alimentadas ad libitum (es decir, sin restricciones y hasta saciarse), la investigación en restricción calórica y su efecto en longevidad ha experimentado una enorme popularidad. Son muchos los distintos organismos en los que se ha podido demostrar un efecto positivo de la restricción calórica sobre la longevidad y los prometedores resultados han lanzado ya a muchos a someterse a la tiranía de la balanza y la calculadora en lugar predominante en la mesa, junto a tenedor y cuchillo.
Por otro lado, la investigación biomédica que trata de dilucidar el mecanismo molecular responsable del beneficio sobre la salud y la longevidad de la restricción calórica marcha a toda máquina, aportando nuevos datos interesantes cada día, pero también generando disputas y desencuentros entre la comunidad científica.
El interés comercial es evidente. Si supiésemos qué moléculas y qué rutas son las importantes, podríamos lanzarnos a encontrar/desarrollar fármacos que decanten la balanza hacia el beneficio de la restricción calórica, sin dejar de comer hamburguesas y pizza. Algunos investigadores apoyan la implicación de la ruta de la insulina en este efecto, otros hablan del estrés oxidativo generado por el exceso de calorías, muchos se decantan por el papel protagonista de la familia de las sirtuinas, …
Tanto es así, que en el último número de la prestigiosa revista Science podemos encontrar un interesante debate a cuenta de la reciente publicación, en la misma revista, de un artículo de revisión sobre las vías moleculares conservadas a lo largo de las especies e implicadas en el incremento de la longevidad. Los autores de dicha revisión especularon con las posibles vías que podrían ser responsables de ese beneficio, obviando la vía de las sirtuínas, para desagradable sorpresa y enojo de no pocos destacados investigadores, que en respuesta decidieron escribir una carta de protesta a la revista Science.
No obstante, e incluso sin tener aún claro los detalles de esa maquinaria que regula de manera precisa el balance de nutrición y salud, muchos se han lanzado ya a vender productos bajo la promesa de ser capaces de activar las vías responsables del supuesto beneficio de la restricción calórica, como es el caso del resveratrol.
Más aún, los supuestos beneficios de la restricción calórica no están aún demostrados en humanos y podrían ser poco más que modestos en lo relativo a prolongar la vida. Además, no presentan pocos problemas, puesto que restringir el número de calorías, especialmente en las personas de edad avanzada, supone un grave riesgo de pérdida de masa muscular y ósea, lo cual puede ponerles en una situación de debilidad a tener en cuenta. Por ello conviene ser cautos con este tipo de intervenciones que juegan con la dieta y pueden resultar más perjudiciales que beneficiosos.
Prometemos una próxima entrada en la que detallaremos el campo de la restricción calórica, que bien podríamos considerar la segunda parte a una entrada ya publicada en este mismo blog sobre la dieta y el envejecimiento titulada “¿Comer para no envejecer?”.
La historia de Alvise Cornaro, junto con el relato de los descubrimientos de Clive McCay y de tantos otros después de él en el campo de la restricción calórica, hasta nuestros días, se recoge en un interesante libro (aún no disponible en español) escrito por Greg Critser y titulado “Eternity soup: Inside the Quest to End Aging”.
Papa Juan Pablo I
Querido veneciano ultranonagenario,
¿Por qué os escribo? Porque habéis sido un simpático veneciano de hace cuatrocientos años. Porque, a través de un librito, - leidísimo por su deliciosa ingenuidad - habéis hecho propaganda a la vida sobria. Y, sobre todo, porque habéis sido un modelo de viejito sereno.
Hasta los cuarenta años, habíais sufrido de estómago "frísimo y humidísimo", de "dolor de costado", de "principio de gota" y de ciento y otros males. Un buen día tiraste a la basura todas las medicinas. Habíais descubierto que "quien quiera comer bastante, es necesario que coma poco" y te diste a la sobriedad.
Readquirida la salud, pudísteis así dedicaros al estudio, a la "santa agricultura", a la hidráulica, al abono, al mecenazgo, a la arquitectura, siempre lleno de buen humor y con buen aspecto, escribiendo, entre los ochenta y los noventa años, vuestros "Discursos acerca de la vida sobria", adecuados para infundir coraje y persuadir que también para nosotros ancianos la vida puede ser serena y empleada útilmente.
En vuestros tiempos, no muchos podían llegar a la vejez. Se conocían pocas normas higiénicas; no había los gustos y las comodidades actuales; casi no se develaban, como son hoy, ciertas enfermedades; no existía la cirugía de medios poderosos y de resultados prodigiosos que tenemos nosotros; la gente no llegaba al promedio de setenta años de vida, como, en cambio, llega hoy en algunos estados.
Hoy, nosotros los viejos, estamos avanzando en número en toda la línea.
En Italia, nosotros los de sesenta años para arriba, somos casi la quinta parte de la población. Nos llaman los de la "tercera edad". Con sólo contarnos deberíamos darnos coraje.
¿En cambio? En cambio nos dejamos, tal vez, llevar por la desorientación. Nos parece ser dejados a un lado como rueditas ya usadas, como ciclistas ya abandonados por el grupo. Si nos jubilamos, si los hijos, casándose, se fueron a vivir a otro lado, sentimos el vacío afectivo bajo los pies y no sabemos cómo agarrarnos. Cuando vienen adelante los achaques y los signos de la decadencia física, les hacemos la cara del blasón. En vez de pensar, sobre todo, en las cosas alegres, que Dios todavía nos concede, cedemos a la melancolía del dicho veneciano, que vos nunca habíais querido hacer vuestro: "Semo veci, semo in tochi... questo xe de mal! ". ("Somos viejos, estamos para el arrastre... ¡esto está mal!)
El fenómeno se agrava si, más arriba de los setenta; nos toca abandonar la casa, que había sido la nuestra, con la cual ya nos identficábamos, para convertirnos en huéspedes de una "Casa de reposo". Muchos se adaptan a ella y se encuentran bien; alguno, en cambio, se siente como un pez fuera del agua. "no me hacen faltar nada - me decía uno - podría ser la antecámara del Paraíso, pero, para mí, ¡es un Purgatorio anticipado!".
***
Los problemas de los ancianos son hoy más complicados que en vuestros tiempos y, quizá, más profundamente humanos, pero el remedio principal, querido Cornaro, es todavía el vuestro: reaccionar ante cada pesimismo o egoísmo. "Me quedan, tal vez, decenas enteras de años de vida: las utilizaré para ganar el tiempo perdido, para ayudar a los otros; quiero hacer de la vida que me queda una gran llamarada de amor para Dios y para el prójimo.
¿Las fuerzas son pocas? Puedo al menos rezar. Soy cristiano, creo en la eficacia de las oraciones que las monjas de clausura elevan a Dios en sus conventos; creo también con Donoso Cortés que el mundo tiene más necesidad de oraciones que de batallas. Y bien, también nosotros ancianos, ofreciendo a Dios nuestras penas y esforzándonos para soportarlas serenamente, podemos tener una gran incidencia en los problemas de los hombres que luchan en el mundo.
Este es un discurso. Si luego nos quedan todavía energías y disponibilidad de tiempo, se puede hacer también otra cosa. Y esto es: ¿Por qué no ponernos a disposición de las obras buenas? En ciertas parroquias, maestras jubiladas y empleados ancianos constituyen una ayuda preciosísima.
Pero en Francia, para no dejarse cortar fuera de la vida, los ancianos se han hasta organizado. "Por todos lados - se dijeron - surgen grupos espontáneos de jóvenes. ¡Hagamos los grupos espontáneos de nosotros ancianos!" Salió un movimento de veras considerable, que tiene a un obispo como asistente, que promueve la amistad y la espiritualidad de los inscriptos, la asistencia y el apostolado a favor de otros ancianos, que arranca a muchos de ellos del aislamiento y la desconfianza y hace, tal vez, explotar energías dormidas e insopechadas.
Vos no habéis sido, en efecto, el único que escribe libros después de los ochenta, querido Alvise Cornaro. Goethe terminó su Fausto a los ochenta y un años. Tiziano pintó su autorretrato después de los noventa. Por otra parte, nosotros somos viejos para aquellos que vienen después de nosotros; para aquellos, en cambio, que envejecen junto a nosotros, ¡somos siempre jóvenes! Y luego, con una pizca de malicia, se puede decir que el cómputo de los años se hace un poco a acordeón. Cuando Gounod - a los cuarenta años - compuso el Fausto, le preguntaron: "Con precisión, ¿qué edad debería tener vuestro Fausto en el primer acto?". "Dios mío, respondió Gounod, la edad normal de la vejez: sesenta años". Veinte años después, Gounod tenía él los sesenta años; le hicieron la misma pregunta y él, cándidamente, respondió: "¡Mi Dios, Fausto debe tener la edad normal de la vejez: ochenta años!".
***
En este punto me es fácil hacer una profecía. Y es: esta carta escrita a Vos, pero para ser leída por otros, no interesará a los lectores jóvenes que, hartos, dirán: "¡Cosas para viejos!"
Pero, ¿no se convertirán en ancianos también ellos? Y si de veras existe un arte, una metodología para ser "buenos ancianos", ¿no les convendrá a ellos aprenderla a tiempo? De joven estudiante me ha sucedido que el profesor de derecho canónico, llegado a los cánones del Código que explican los deberes de los cardenales, de los metropolitanos y de los obispos, dijera: "Estas son cosas poco ordinarias, las salteamos: si alguno de vosotros acaso llegará a este oficio, ¡se las estudiará por cuenta propia!". Y así fue que, convertido en obispo y metropolitano, yo tuve que comenzar de cero.
Ahora, si pocos entre los jóvenes teólogos se convierten en cardenales, casi todos, en cambio, los jóvenes de hoy llegarán mañana a la vejez con el deber de aprender por la calle el arte y de ponerlo a un lado. Uno, en la primaveral edad de veinte años, ¿es protestón al veinte por ciento? A sesenta años ¡ es cierto que protestará al sesenta por ciento, si no se corrige! Mejor, por lo tanto, que se endulce a tiempo.
A parte de esto, no está mal que los jóvenes sepan que, además de los propios, están los problemas delicados y sufridos de los otros, con los cuales viven flanco a flanco. A Timoteo, un joven obispo, San Pablo recomendaba: "No reprendas con aspereza a un viejo, sino ruégale como se ruega a un padre".
Es todavía verdad que, escribiendo, pensé, sobre todo, en nosotros ancianos, que tenemos necesidad de comprensión y de estímulo. En línea, - querido noble Cornaro, - con lo que escribísteis Vos. Y en línea con cuanto el director de un periódico solía recomendar a sus colaboradores. Decía: "¡Escribid a menudo algo para los ancianos! Si os topáis con algún caso de longevidad (por ejemplo, un hombre que se acerque a los cien años en plena lucidez de mente y con fuerzas todavía florecientes y frescas) no os dejéis escapar la bella noticia; ¡inseridla, dadle espacio en la crónica blanca! Hay un público de viejos a quienes ella le dará placer y que exclamará: ¡He aquí un periódico que está bien informado!".
Como estaré contento también yo si se dirá: "¡Cómo está bien informado El Mensajero de S. Antonio!".
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