46Proclama mi alma la grandeza del Señor,
47se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
48porque ha mirado la humillación de su esclava.Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
49porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
50y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.51Él hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
52derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
53a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.54Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de la misericordia
55-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abrahán y su descendencia por siempre.46Magníficat * ánima mea Dóminum:47Et exsultávit spíritus meus * in Deo, salutári meo.48Quia respéxit humilitátem ancíllae suae: * ecce enim ex hoc beátam me dicent omnes generatiónes.49Quia fecit mihi magna qui potens est: * et sanctum nomen ejus.50Et misericórdia ejus a progénie in progénies * timéntibus eum.51Fecit poténtiam in bráchio suo: * dispérsit supérbos mente cordis sui.52Depósuit poténtes de sede, * et exaltávit húmiles.53Esuriéntes implévit bonis: * et dívites dimísit inánes.54Suscépit Israël, púerum suum, * recordátus misericórdiae suae.55Sicut locútus est ad patres nostros, * Abraham, et sémini ejus in saécula.
COMENTARIO AL CÁNTICO DE LA
VIRGEN MARÍA
El Evangelio según San Lucas nos dice que, cuando
el ángel anunció a María el misterio de la Encarnación, le dijo también que su
pariente Isabel había concebido un hijo en su vejez, y ya estaba de seis meses
aquella a quien llamaban estéril. Poco después, María se fue con prontitud a la
región montañosa, a una ciudad de Judá, Ain Karim, seis kilómetros al oeste de
Jerusalén y a tres o cuatro días de viaje desde Nazaret. Llegada a su destino,
entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y sucedió que, en cuanto oyó Isabel
el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena de
Espíritu Santo; y exclamando con gran voz, dijo: «¡Bendita tú entre las mujeres
y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de
mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en
mi vientre. ¡Dichosa tú, que has creído!, porque lo que te ha dicho el Señor se
cumplirá».
El saludo profético y la bienaventuranza de
Isabel despertaron en María un eco, cuya expresión exterior es el himno que
pronunció a continuación, el Magníficat, canto de alabanza a Dios por
el favor que le había concedido a ella y, por medio de ella, a todo Israel.
María, en efecto, dijo: «Proclama mi alma la grandeza del Señor... porque ha
mirado la humillación de su esclava... Auxilia a Israel, su siervo, ... y su
descendencia por siempre».
El evangelista San Lucas no nos ha dejado más
detalles de la visita de la Virgen a su prima Isabel, simplemente añade que
María permaneció con ella unos tres meses, y se volvió a su casa de
Nazaret.
Muchos son los temas de meditación que ofrece
este misterio. Conocido el embarazo de Isabel, María marchó presurosa a
felicitarla, a celebrar y compartir con ella la alegría de una maternidad largo
tiempo deseada y suplicada: ¡qué lección a cuantos descuidamos u olvidamos
acompañar a los demás en sus alegrías! El encuentro de estas dos santas mujeres,
madres gestantes por intervención especial del Altísimo, sus cantos de alabanza
y acción de gracias, y las escenas que legítimamente podemos imaginar a partir
de los datos evangélicos, constituyen un misterio armonioso de particular
ternura y embeleso humano y religioso: parece como la fiesta de la solidaridad y
ayuda fraterna, del compartir alegrías y bienaventuranzas, del cultivar la
amistad e intimidad entre quienes tienen misiones especiales en el plan de
salvación. Sería delicioso conocer sus largas horas de diálogo, sus confidencias
mutuas, sus plegarias y oraciones, sus conversaciones sobre los caminos por los
que Yahvé las llevaba y sobre el futuro que podían vislumbrar para ellas y para
sus hijos. Podemos pensar que, de alguna manera, se resumen en la
bienaventuranza que Isabel dirigió a María, y en el cántico de acción de gracias
por el pasado, el presente y el futuro, que ésta elevó al Todopoderoso. Y todo
ello constituye un magnífico programa para ir configurando nuestro corazón y
nuestro espíritu.
* * *
EL HIMNO DEL MAGNÍFICAT (Lc 1,
46-55)
por el Card. Carlo M. Martini
por el Card. Carlo M. Martini
Ante un himno tan rico, instintivamente tratamos
de dividirlo y descubrir en él una estructura, al objeto de comprenderlo mejor.
Sin embargo, los exegetas tropiezan con grandes dificultades y discrepan entre
sí, porque, aunque parece un himno muy simple, en realidad es casi inasible; de
hecho, es bastante complejo, a veces hasta ligeramente tosco en la forma, y no
sigue unas reglas que permitan descomponerlo con nitidez.
En conjunto, parece un salmo de alabanza
semejante a otros del Antiguo Testamento, por ejemplo: «Aclamad, justos, al
Señor, / que merece la alabanza de los buenos. / Dad gracias al Señor con la
cítara, / tocad en su honor el arpa de diez cuerdas, / ... que la palabra del
Señor es sincera» (Sal 32,1-2.4). Pero quizá más afín aún al Magníficat sea el
Salmo 135: «Dad gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterna su
misericordia» (v. 1).
En cualquier caso, hay en el Magníficat algo más
complejo que un salmo, algo misterioso; ni siquiera está claro que sea un himno
de alabanza por un nacimiento o por una concepción extraordinaria. En este
sentido, se asemeja al cántico de Ana (1 S 2,1-10), que exalta los grandes
cambios realizados por Dios en los acontecimientos históricos, en las
situaciones humanas, sin aludir -como sería de esperar- a la experiencia de la
maternidad, a la experiencia del embarazo o del parto. Manteniéndose en lo
genérico, tiene la ventaja de poder aplicarse a múltiples
situaciones.
Los diversos intentos de dividir el himno
coinciden al menos en reconocer en él dos grandes partes, aunque no claramente
distintas, que tienen en su centro la acción de Dios.
La primera parte (vv. 46b-49) se
caracteriza por las partículas «mi» y «me», que se refieren a la persona que
canta: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, / se alegra mi
espíritu en Dios, mi Salvador; / ... Desde ahora me llamarán
dichosa todas las generaciones, / porque el Poderoso ha hecho grandes cosas en
mi favor».
La segunda parte evoca la historia de Israel o,
mejor, las grandes actuaciones de Yahvé en la historia de la salvación, y
comienza en el v. 50: «Y su misericordia llega a sus fieles de generación en
generación». Sigue a continuación el recuento de los grandes hechos realizados
por el Señor: «Él hace proezas con su brazo: / dispersa a los soberbios de
corazón...», que termina con el v. 55.
Ésta es, pues, la estructura global, que subraya
las intervenciones divinas en una sola persona, y después en la historia en
general, concretamente en la historia de Israel.
Las sutilezas exegéticas tratan de determinar
cuál es el versículo concreto que sirve de separación: un análisis
reciente y muy detallado del texto insiste en el v. 49b: «su nombre es santo».
En la santidad del nombre, entendida como poder, se resumiría la acción de Dios
con María y la acción de Dios en favor de la humanidad.
En cualquier caso, permanecen abiertos muchos
problemas de interpretación sobre un texto tan simple. Por ejemplo: ¿qué
significan todos los verbos en aoristo indicativo griego? «Mi alma
engrandece al Señor» va en paralelo, curiosamente, con el aoristo «y mi
espíritu se alegró», aunque suele traducirse por el presente «se
alegra». El problema lo plantean, sobre todo, los aoristos siguientes:
«Se fijó en la humillación, hizo grandes cosas, su brazo
intervino con fuerza, desbarató los planes de los arrogantes,
derribó a los poderosos, encumbró a los humildes, a los
hambrientos los colmó de bienes, a los ricos los despidió,
auxilió a Israel». ¿Son acontecimientos que pertenecen al pasado? ¿Se
trata de un aoristo gnómico, que expresa una acción pasada que continúa (lo
constante del proceder de Dios), por lo que se traduce entonces por un presente?
¿O se trata, quizá, de aoristos incoativos que indican que el Señor seguirá
realizando las maravillas que ha comenzado a hacer en María? Otros autores
invocan el paralelismo con el perfecto profético hebreo, que es un modo de
hablar del futuro.
He querido únicamente apuntar las dificultades de
la traducción. Lo que queda claro es que los primeros versículos se refieren a
experiencias vividas por María, y los otros a la acción de Dios, probablemente
una acción pasada en favor de Israel y que está indicando su actuación futura.
María relee la historia de la salvación a partir de su experiencia personal, que
le permite comprenderla de una nueva manera.
Me parece que ésta es una anotación de gran
fuerza psicológica, porque nos ayuda a cantar el Magníficat cuando
experimentamos en nosotros mismos algo verdadero y auténtico, algo que nos
permite, a la luz de la fe, recobrar el sentido salvífico del pasado y la
esperanza del futuro. Se trata de un elemento particularmente importante para
orientar nuestra oración y nuestra vida.
Otro aspecto discutido del himno son las
contraposiciones de la segunda parte: ha desbaratado los planes de los
arrogantes, ha derribado a los poderosos, ha encumbrado a los humildes, ha
colmado a los hambrientos, ha despedido de vacío a los ricos.
¿Qué significan los arrogantes, los poderosos,
los pobres, los hambrientos, los ricos? Algunas interpretaciones insisten más en
las dimensiones interiores, y otras en las históricas, reales y concretas, como
es el caso de la llamada teología de la liberación, que apela a Dios como Aquel
que echa por tierra las categorías sociales. De hecho, teniendo en cuenta la
historia de Israel, ambas interpretaciones son válidas.
Personalmente, yo prefiero poner de relieve la
afinidad con las bienaventuranzas de Lucas: dichosos los pobres y los
hambrientos; ¡ay de vosotros, los ricos!... Se habla tanto de categorías
sociales como de actitudes del corazón, indicando cómo todo cuanto Dios realizó
en el Antiguo Testamento, dispersando a los poderosos y a los prevaricadores y
defendiendo a sus pobres y a sus humildes, lo seguirá haciendo en la Nueva
Alianza a través de la acción regeneradora de Jesús.
Se trata, por tanto, de una síntesis de la
historia, que sirve de prólogo al Evangelio.
MEDITACIÓN
Con los escasos indicios que nos proporciona la
lectio podemos comprender la riqueza de la oración del Magníficat, que
podría ser analizada palabra por palabra, verificando las referencias bíblicas
al Antiguo y al Nuevo Testamento, para saborearla en toda su profundidad
teológica y espiritual.
Para la meditación propongo algunos
puntos que sirvan para interiorizar dicha oración, y me fijo especialmente en
cinco expresiones que podéis contemplar después ante la Eucaristía.
1. El culmen de la libertad humana
Dichosa tú por haber creído (Lc 1,45).
Vinculando esta expresión de Isabel dirigida a María con la de Jesús dirigida a
Tomás «dichosos los que crean» (Jn 20,29), vemos cómo esta bienaventuranza, que
interesa a toda la humanidad, designa el culmen de la libertad humana: es
dichoso y feliz y realiza el designio de Dios quien alcanza la plenitud de su
vocación. La libertad humana está hecha para la fe, en la que obtiene su
perfección y su culminación.
Profundizando en los versículos de Lucas y de
Juan, podemos afirmar que la libertad humana se verifica entrando en una
relación de confianza con los demás y entregándose a ellos, y se deteriora
cuando se encierra en sí misma. La libertad no es calculadora (do ut
des), sino que se realiza en el amor, que exige siempre gratuidad. Y sólo
Dios es merecedor de un abandono y una confianza sin condiciones ni límites,
porque en Él la libertad humana puede realmente expresar por completo su
voluntad de entrega. Pero la fe desnuda e incondicionada se purifica a través de
la «noche de los sentidos y del espíritu», esa noche magistralmente descrita en
las obras de san Juan de la Cruz y en la experiencia de santa Teresa de
Jesús.
El hombre se salva, no simplemente obedeciendo a
una ley exterior, sino amando, entregándose y creyendo en Dios. María, dichosa
por haber creído, es figura antropológica de la vocación humana a la
felicidad.
2. Oración de alabanza
Proclama mi alma la grandeza del Señor
(v. 46). San Ambrosio, que en su comentario a Lucas escribe: «Esté en cada uno
de nosotros el alma de María para glorificar a Dios», nos recuerda que el
agradecimiento es la primera expresión de la fe. No lo son, en cambio, la
lamentación, la crítica, la amargura, la autocompasión ni el derrotismo, que son
actitudes de falta de fe, porque la verdadera fe prorrumpe espontáneamente en la
alabanza y el agradecimiento. Alabanza por todo cuanto Dios realiza en nosotros
y en el mundo; agradecimiento al reconocernos agraciados y al tomar conciencia
de que la misericordia divina «se extiende de generación en generación». Es una
invitación a confesar que también muchos discursos eclesiásticos, por así
decirlo, muchas recriminaciones y muchas amarguras son fruto de una fe
empobrecida.
3. Los ojos de la fe
Ha hecho obras grandes en mi favor (v.
49). Nos preguntamos: ¿cuáles son esas obras grandes? Seguramente María puede
intuirlas, por la fe, en el pequeño germen de vida apenas perceptible que lleva
en su seno; sin embargo, desde el punto de vista humano no es un hecho
extraordinario. Es la fe la que le hace descubrir realidades grandes en cosas
pequeñas, realidades definitivas en hechos incipientes, realidades perennes en
las realidades efímeras. Mientras que la poca fe nunca está contenta ni
satisfecha y querría siempre ver más, la fe verdadera está contenta y reconoce
en los más insignificantes signos el poder de Dios.
4. No se encogerá el brazo de Dios
Y su misericordia llega a sus fieles de
generación en generación (v. 50). María expresa aquí su fe en la certeza de
que no sólo en el pasado y en el presente, sino que tampoco en el futuro decaerá
la misericordia del Señor ni se encogerá el brazo de Dios.
Muchas veces hablamos como si la misericordia del
Señor se hubiese detenido en los tiempos más gloriosos del cristianismo y no
abarcase también a nuestras generaciones. Querríamos retroceder cincuenta años
atrás, cuando la gente frecuentaba las iglesias, a la vez que nos asalta la duda
y el temor de que el Señor se haya alejado de nosotros. Sin embargo, María
proclama «su misericordia de generación en generación». Por otra parte, debemos
reconocer que, si miramos a nuestro alrededor con los ojos sencillos y limpios
de la fe, podemos percibir la misericordia de Dios en favor nuestro y descubrir
a veces sus signos sensibles.
Reflexionaba yo estos días sobre las figuras
significativas con que el Señor ha regalado últimamente a la Iglesia local de
Milán: (...). Son personas que han sido conocidas y tratadas por muchos de
nuestros fieles.
El Señor continúa, pues, actuando, y sólo la fe
puede hacernos conscientes de su cercanía y de su presencia.
5. Dios cuida de su pueblo
Ha auxiliado a Israel, su siervo (v.
54). Cuidó -paidòs autou- de su hijo y siervo Israel, como cuidó de
María su sierva («se ha fijado en la humillación de su esclava»).
El verbo «cuidar» aparece en otros pasajes del
Nuevo Testamento: «El Espíritu cuida de nuestra debilidad» (Rm 8,27); «No cuida
de los ángeles, sino de los hijos de Abraham» (Heb 2,16). La solicitud por
Israel es, por consiguiente, una característica de Dios: lo fue, efectivamente,
en los momentos dramáticos del pueblo hebreo a lo largo de los siglos, y no ha
decrecido. Por eso debe ser también una característica propia de todos cuantos
sienten como María y con María; y por eso la relación con
Israel es una importante y valiosa piedra de toque en la vida de la Iglesia:
como el Señor cuida de Israel su siervo, también la Iglesia y la humanidad deben
cuidar de él, deben seguir expresando de algún modo el amor de Dios a ese
pueblo, a pesar de todas las dificultades y hasta malentendidos que ello pueda
acarrear. La relación del Señor con Israel está inequívocamente en el corazón
mismo del Magníficat, al que hay que acudir para reflexionar sobre sus terribles
destinos históricos sucesivos.
«María, hija de Sión, Madre de Jesús y de la
Iglesia, concédenos entrar en el misterio de tu fe y de tu alabanza y percibir
cómo miras a tu pueblo, a la humanidad y a la historia».
[Extraído de Carlo M. Martini, Una
libertad que se entrega. En meditación con María. Santander, Sal Terrae,
1996, pp. 60-67]
I.ª CATEQUESIS DE JUAN PABLO
II
En el Magníficat (Lc 1,
46-55)
María celebra la obra admirable de Dios
María celebra la obra admirable de Dios
1. María, inspirándose en la tradición del
Antiguo Testamento, celebra con el cántico del Magníficat las
maravillas que Dios realizó en ella. Ese cántico es la respuesta de la Virgen al
misterio de la Anunciación: el ángel la había invitado a alegrarse; ahora María
expresa el júbilo de su espíritu en Dios, su salvador. Su alegría nace de haber
experimentado personalmente la mirada benévola que Dios le dirigió a ella,
criatura pobre y sin influjo en la historia.
Con la expresión Magníficat, versión
latina de una palabra griega que tenía el mismo significado, se celebra la
grandeza de Dios, que con el anuncio del ángel revela su omnipotencia, superando
las expectativas y las esperanzas del pueblo de la alianza e incluso los más
nobles deseos del alma humana.
Frente al Señor, potente y misericordioso, María
manifiesta el sentimiento de su pequeñez: «Proclama mi alma la grandeza del
Señor; se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador, porque ha mirado la
humillación de su esclava» (Lc 1,46-48). Probablemente, el término griego está
tomado del cántico de Ana, la madre de Samuel. Con él se señalan la
«humillación» y la «miseria» de una mujer estéril (cf. 1 S 1,11), que encomienda
su pena al Señor. Con una expresión semejante, María presenta su situación de
pobreza y la conciencia de su pequeñez ante Dios que, con decisión gratuita,
puso su mirada en ella, joven humilde de Nazaret, llamándola a convertirse en la
madre del Mesías.
2. Las palabras «desde ahora me felicitaran todas
las generaciones» (Lc 1, 48) toman como punto de partida la felicitación de
Isabel, que fue la primera en proclamar a María «dichosa» (Lc 1,45). El cántico,
con cierta audacia, predice que esa proclamación se irá extendiendo y ampliando
con un dinamismo incontenible. Al mismo tiempo, testimonia la veneración
especial que la comunidad cristiana ha sentido hacia la Madre de Jesús desde el
siglo I. El Magníficat constituye la primicia de las diversas
expresiones de culto, transmitidas de generación en generación, con las que la
Iglesia manifiesta su amor a la Virgen de Nazaret.
3. «El Poderoso ha hecho obras grandes por mí; su
nombre es santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en
generación» (Lc 1,49-50).
¿Qué son esas «obras grandes» realizadas en María
por el Poderoso? La expresión aparece en el Antiguo Testamento para indicar la
liberación del pueblo de Israel de Egipto o de Babilonia. En el Magníficat
se refiere al acontecimiento misterioso de la concepción virginal de Jesús,
acaecido en Nazaret después del anuncio del ángel.
En el Magníficat, cántico verdaderamente
teológico porque revela la experiencia del rostro de Dios hecha por María, Dios
no sólo es el Poderoso, pare el que nada es imposible, como había
declarado Gabriel (cf. Lc 1,37), sino también el Misericordioso, capaz
de ternura y fidelidad para con todo ser humano.
4. «Él hace proezas con su brazo; dispersa a los
soberbios de corazón; derriba del trono a los poderosos y enaltece a los
humildes; a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide
vacíos» (Lc 1,51-53).
Con su lectura sapiencial de la historia, María
nos lleva a descubrir los criterios de la misteriosa acción de Dios. El Señor,
trastrocando los juicios del mundo, viene en auxilio de los pobres y los
pequeños, en perjuicio de los ricos y los poderosos, y, de modo sorprendente,
colma de bienes a los humildes, que le encomiendan su existencia (cf. Redemptoris Mater,
37).
Estas palabras del cántico, a la vez que nos
muestran en María un modelo concreto y sublime, nos ayudan a comprender que lo
que atrae la benevolencia de Dios es sobre todo la humildad del
corazón.
5. Por ultimo, el cántico exalta el cumplimiento
de las promesas y la fidelidad de Dios hacia el pueblo elegido: «Auxilia a
Israel, su siervo, acordándose de la misericordia, como lo había prometido a
nuestros padres, en favor de Abraham y su descendencia por siempre» (Lc
1,54-55).
María, colmada de dones divinos, no se detiene a
contemplar solamente su caso personal, sino que comprende que esos dones son una
manifestación de la misericordia de Dios hacia todo su pueblo. En ella Dios
cumple sus promesas con una fidelidad y generosidad sobreabundantes.
El Magníficat, inspirado en el Antiguo
Testamento y en la espiritualidad de la hija de Sión, supera los textos
proféticos que están en su origen, revelando en la «llena de gracia» el inicio
de una intervención divina que va mas allá de las esperanzas mesiánicas de
Israel: el misterio santo de la Encarnación del Verbo.
[Audiencia general del Miércoles de 6 de noviembre
1996]
* * *
II.ª CATEQUESIS DE JUAN PABLO
II
El Magníficat (Lc 1,
46-55)
Cántico de la santísima Virgen María
Cántico de la santísima Virgen María
Queridos hermanos y hermanas:
1. Hemos llegado ya al final del largo itinerario
que comenzó, hace exactamente cinco años, en la primavera del año 2001, mi amado
predecesor el inolvidable Papa Juan Pablo II. Este gran Papa quiso recorrer en
sus catequesis toda la secuencia de los salmos y los cánticos que constituyen el
entramado fundamental de oración de la liturgia de las Laudes y las
Vísperas.
Al terminar la peregrinación por esos textos, que
ha sido como un viaje al jardín florido de la alabanza, la invocación, la
oración y la contemplación, hoy reflexionaremos sobre el Cántico con el
que se concluye idealmente toda celebración de las Vísperas: el Magníficat
(cf. Lc 1,46-55).
Es un canto que revela con acierto la
espiritualidad de los anawim bíblicos, es decir, de los fieles que se
reconocían «pobres» no sólo por su alejamiento de cualquier tipo de idolatría de
la riqueza y del poder, sino también por la profunda humildad de su corazón,
rechazando la tentación del orgullo, abierto a la irrupción de la gracia divina
salvadora. En efecto, todo el Magníficat, que acabamos de escuchar
cantado por el coro de la Capilla Sixtina, está marcado por esta «humildad», en
griego tapeinosis, que indica una situación de humildad y pobreza
concreta.
2. El primer movimiento del cántico mariano (cf.
Lc 1,46-50) es una especie de voz solista que se eleva hacia el cielo para
llegar hasta el Señor. Escuchamos precisamente la voz de la Virgen que habla así
de su Salvador, que ha hecho obras grandes en su alma y en su cuerpo. En efecto,
conviene notar que el cántico está compuesto en primera persona: «Mi alma... Mi
espíritu... Mi Salvador... Me felicitarán... Ha hecho obras grandes por mí...».
Así pues, el alma de la oración es la celebración de la gracia divina, que ha
irrumpido en el corazón y en la existencia de María, convirtiéndola en la Madre
del Señor.
La estructura íntima de su canto orante es, por
consiguiente, la alabanza, la acción de gracias, la alegría, fruto de la
gratitud. Pero este testimonio personal no es solitario e intimista, puramente
individualista, porque la Virgen Madre es consciente de que tiene una misión que
desempeñar en favor de la humanidad y de que su historia personal se inserta en
la historia de la salvación. Así puede decir: «Su misericordia llega a sus
fieles de generación en generación» (v. 50). Con esta alabanza al Señor, la
Virgen se hace portavoz de todas las criaturas redimidas, que, en su «fiat» y
así en la figura de Jesús nacido de la Virgen, encuentran la misericordia de
Dios.
3. En este punto se desarrolla el segundo
movimiento poético y espiritual del Magníficat (cf. vv. 51-55). Tiene
una índole más coral, como si a la voz de María se uniera la de la comunidad de
los fieles que celebran las sorprendentes elecciones de Dios. En el original
griego, el evangelio de san Lucas tiene siete verbos en aoristo, que indican
otras tantas acciones que el Señor realiza de modo permanente en la historia:
«Hace proezas...; dispersa a los soberbios...; derriba del trono a los
poderosos...; enaltece a los humildes...; a los hambrientos los colma de
bienes...; a los ricos los despide vacíos...; auxilia a Israel».
En estas siete acciones divinas es evidente el
«estilo» en el que el Señor de la historia inspira su comportamiento: se pone de
parte de los últimos. Su proyecto a menudo está oculto bajo el terreno opaco de
las vicisitudes humanas, en las que triunfan «los soberbios, los poderosos y los
ricos». Con todo, está previsto que su fuerza secreta se revele al final, para
mostrar quiénes son los verdaderos predilectos de Dios: «Los que le temen»,
fieles a su palabra, «los humildes, los que tienen hambre, Israel su siervo», es
decir, la comunidad del pueblo de Dios que, como María, está formada por los que
son «pobres», puros y sencillos de corazón. Se trata del «pequeño rebaño»,
invitado a no temer, porque al Padre le ha complacido darle su reino (cf. Lc
12,32). Así, este cántico nos invita a unirnos a este pequeño rebaño, a ser
realmente miembros del pueblo de Dios con pureza y sencillez de corazón, con
amor a Dios.
4. Acojamos ahora la invitación que nos dirige
san Ambrosio en su comentario al texto del Magníficat. Dice este gran
doctor de la Iglesia: «Cada uno debe tener el alma de María para proclamar la
grandeza del Señor, cada uno debe tener el espíritu de María para alegrarse en
Dios. Aunque, según la carne, sólo hay una madre de Cristo, según la fe todas
las almas engendran a Cristo, pues cada una acoge en sí al Verbo de Dios... El
alma de María proclama la grandeza del Señor, y su espíritu se alegra en Dios,
porque, consagrada con el alma y el espíritu al Padre y al Hijo, adora con
devoto afecto a un solo Dios, del que todo proviene, y a un solo Señor, en
virtud del cual existen todas las cosas» (Esposizione del Vangelo secondo
Luca, 2, 26-27: SAEMO, XI, Milán-Roma 1978, p. 169).
En este estupendo comentario de san Ambrosio
sobre el Magníficat siempre me impresionan de modo especial las
sorprendentes palabras: «Aunque, según la carne, sólo hay una madre de Cristo,
según la fe todas las almas engendran a Cristo, pues cada una acoge en sí al
Verbo de Dios». Así el santo doctor, interpretando las palabras de la Virgen
misma, nos invita a hacer que el Señor encuentre una morada en nuestra alma y en
nuestra vida. No sólo debemos llevarlo en nuestro corazón; también debemos
llevarlo al mundo, de forma que también nosotros podamos engendrar a Cristo para
nuestros tiempos. Pidamos al Señor que nos ayude a alabarlo con el espíritu y el
alma de María, y a llevar de nuevo a Cristo a nuestro mundo.
[Texto de la Audiencia general del Miércoles 15 de
febrero de 2006]
35. La Iglesia, pues, en la presente fase de su
camino, trata de buscar la unión de quienes profesan su fe en Cristo para
manifestar la obediencia a su Señor que, antes de la pasión, ha rezado por esta
unidad. La Iglesia «va peregrinando..., anunciando la cruz del Señor hasta que
venga» (Lumen gentium, 8). «Caminando, pues, la Iglesia en medio de
tentaciones y tribulaciones, se ve confortada con el poder de la gracia de Dios,
que le ha sido prometida para que no desfallezca de la fidelidad perfecta por la
debilidad de la carne, antes al contrario, persevere como esposa digna de su
Señor y, bajo la acción del Espíritu Santo, no cese de renovarse hasta que por
la cruz llegue a aquella luz que no conoce ocaso» (Lumen gentium,
9).
La Virgen Madre está constantemente presente en
este camino de fe del Pueblo de Dios hacia la luz. Lo demuestra de modo especial
el cántico del Magníficat que, salido de la fe profunda de María en la
Visitación, no deja de vibrar en el corazón de la Iglesia a través de los
siglos. Lo prueba su recitación diaria en la liturgia de las Vísperas y en otros
muchos momentos de devoción tanto personal como comunitaria.
«Proclama mi alma la grandeza del Señor, se
alegra mi espíritu en Dios mi Salvador...» (Lc 1,46-55).
36. Cuando Isabel saludó a la joven pariente que
llegaba de Nazaret, María respondió con el Magníficat. En el saludo
Isabel había llamado antes a María «bendita» por «el fruto de su vientre», y
luego «feliz» por su fe (cf. Lc 1, 42. 45). Estas dos bendiciones se referían
directamente al momento de la Anunciación. Después, en la Visitación, cuando el
saludo de Isabel da testimonio de aquel momento culminante, la fe de María
adquiere una nueva conciencia y una nueva expresión. Lo que en el momento de la
Anunciación permanecía oculto en la profundidad de la «obediencia de la fe», se
diría que ahora se manifiesta como una llama del espíritu clara y vivificante.
Las palabras usadas por María en el umbral de la casa de Isabel constituyen
una inspirada profesión le su fe, en la que la respuesta a la
palabra de la revelación se expresa con la elevación espiritual y poética
de todo su ser hacia Dios. En estas sublimes palabras, que son al mismo tiempo
muy sencillas y totalmente inspiradas por los textos sagrados del pueblo de
Israel (como es sabido, las palabras del Magníficat contienen o evocan numerosos
pasajes del AT), se vislumbra la experiencia personal de María, el éxtasis de su
corazón. Resplandece en ellas un rayo del misterio de Dios, la gloria de su
inefable santidad, el eterno amor que, como un don irrevocable, entra en la
historia del hombre.
María es la primera en participar de esta nueva
revelación de Dios y, a través de ella, de esta nueva «autodonación» de Dios.
Por esto proclama: «Ha hecho obras grandes por mí; su nombre es santo». Sus
palabras reflejan el gozo del espíritu, difícil de expresar: «Se alegra mi
espíritu en Dios, mi salvador». Porque «la verdad profunda de Dios y de la
salvación del hombre... resplandece en Cristo, mediador y plenitud de toda la
revelación» (Dei Verbum, 2). En su arrebatamiento María confiesa que se
ha encontrado en el centro mismo de esta plenitud de Cristo. Es
consciente de que en ella se realiza la promesa hecha a los padres y, ante todo,
«en favor de Abraham y su descendencia por siempre»; que en ella, como madre de
Cristo, converge toda la economía salvífica, en la que, «de generación
en generación», se manifiesta Aquel que, como Dios de la Alianza, se acuerda «de
la misericordia».
37. La Iglesia, que desde el principio conforma
su camino terreno con el de la Madre de Dios, siguiéndola repite constantemente
las palabras del Magníficat. Desde la profundidad de la fe de la Virgen
en la Anunciación y en la Visitación, la Iglesia llega a la verdad sobre el Dios
de la Alianza, sobre Dios que es todopoderoso y hace «obras grandes» al hombre:
«Su nombre es santo». En el Magníficat la Iglesia encuentra vencido de
raíz el pecado del comienzo de la historia terrena del hombre y de la mujer, el
pecado de la incredulidad o de la «poca fe» en Dios. Contra la «sospecha» que el
«padre de la mentira» ha hecho surgir en el corazón de Eva, la primera mujer,
María, a la que la tradición suele llamar «nueva Eva» y verdadera «madre de los
vivientes», proclama con fuerza la verdad no ofuscada sobre Dios: el
Dios Santo y todopoderoso, que desde el comienzo es la fuente de todo don,
aquel que «ha hecho obras grandes». Al crear, Dios da la existencia a toda
la realidad. Creando al hombre, le da la dignidad de la imagen y semejanza con
él de manera singular respecto a todas las criaturas terrenas. Y no deteniéndose
en su voluntad de prodigarse no obstante el pecado del hombre, Dios se da en
el Hijo: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Jn
3,16). María es el primer testimonio de esta maravillosa verdad, que se
realizará plenamente mediante lo que hizo y enseñó su Hijo (cf. Hch 1,1) y,
definitivamente, mediante su Cruz y resurrección.
La Iglesia, que aun «en medio de tentaciones y
tribulaciones» no cesa de repetir con María las palabras del Magníficat,
«se ve confortada» con la fuerza de la verdad sobre Dios, proclamada
entonces con tan extraordinaria sencillez y, al mismo tiempo, con esta
verdad sobre Dios desea iluminar las difíciles y a veces intrincadas vías
de la existencia terrena de los hombres. El camino de la Iglesia, pues, ya al
final del segundo Milenio cristiano, implica un renovado empeño en su misión. La
Iglesia, siguiendo a Aquel que dijo de sí mismo: «(Dios) me ha enviado para
anunciar a los pobres la Buena Nueva» (cf. Lc 4,18), a través de las
generaciones, ha tratado y trata hoy de cumplir la misma misión.
Su amor preferencial por los pobres está
inscrito admirablemente en el Magníficat de María. El Dios de la
Alianza, cantado por la Virgen de Nazaret en la elevación de su espíritu, es a
la vez el que «derriba del trono a los poderosos, enaltece a los humildes, a los
hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos..., dispersa a
los soberbios... y conserva su misericordia para los que le temen». María está
profundamente impregnada del espíritu de los «pobres de Yahvé», que en la
oración de los Salmos esperaban de Dios su salvación, poniendo en Él toda su
confianza (cf. Sal 25; 31; 35; 55). En cambio, ella proclama la venida del
misterio de la salvación, la venida del «Mesías de los pobres» (cf. Is 11,4;
61,1). La Iglesia, acudiendo al corazón de María, a la profundidad de su fe,
expresada en las palabras del Magníficat, renueva cada vez mejor en sí
la conciencia de que no se puede separar la verdad sobre Dios que salva,
sobre Dios que es fuente de todo don, de la manifestación de su amor
preferencial por los pobres y los humildes, que, cantado en el
Magníficat, se encuentra luego expresado en las palabras y obras de
Jesús.
La Iglesia, por tanto, es consciente -y en
nuestra época tal conciencia se refuerza de manera particular- de que no sólo no
se pueden separar estos dos elementos del mensaje contenido en el
Magníficat, sino que también se debe salvaguardar cuidadosamente la
importancia que «los pobres» y «la opción en favor de los pobres» tienen en la
palabra del Dios vivo. Se trata de temas y problemas orgánicamente relacionados
con el sentido cristiano de la libertad y de la liberación.
«Dependiendo totalmente de Dios y plenamente orientada hacia Él por el
empuje de su fe, María, al lado de su Hijo, es la imagen más perfecta de la
libertad y de la liberación de la humanidad y del cosmos. La Iglesia debe
mirar hacia ella, Madre y Modelo, para comprender en su integridad el sentido de
su misión» (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre
Libertad cristiana y liberación (22-III-1986), 97).
MONICIÓN PARA EL
CÁNTICO
Lucas 1,46-55. El Poderoso ha hecho
obras grandes por mí; enaltece a los humildes.
El Magníficat, el himno de alabanza a
Dios que Lucas pone en labios de María de Nazaret, es un canto «pascual» que
agradece a Dios porque sabe enaltecer a los humildes. Como ha resucitado a
Cristo Jesús de entre los muertos, así Dios protege al pueblo elegido y,
también, ha hecho maravillas en la Madre del Mesías.
Después de oír la alabanza de su prima Isabel:
«Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá»,
María prorrumpe en el cántico que tantas veces proclama la comunidad cristiana
ya durante dos mil años. Ella sí que puede decir: «ha hecho obras grandes por
mí: su nombre es santo», porque «ha mirado la humillación de su esclava» (sería
mejor traducir, como hace la versión catalana, «la pequeñez de su
sierva»).
María alaba a Dios por el estilo con que lleva la
historia: «Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los
humildes».
[J. Aldazabal, Enséñame tus caminos.
8. Los Domingos del ciclo A. Barcelona, CPL, 2004, pp. 501-502]
HIMNO DE ALABANZA DE
MARÍA
V. 46a. «Y dijo María». El saludo
profético y la bienaventuranza de Isabel -«¡Bendita tú entre las mujeres y
bendito el fruto de tu vientre!... ¡Dichosa tú, que has creído!»- despiertan en
María un eco, cuya expresión exterior es el himno pronunciado a continuación, el
Magníficat. Hasta entonces no había hablado María del misterio de la
gracia de que ha sido objeto, haciéndolo ahora en forma de un himno de alabanza
a Dios, por el favor concedido a ella y, por medio de ella, a Israel. En la
mente de Lucas, o de su fuente, el Magníficat es la contestación de
María al saludo con que la ha felicitado Isabel. El himno es, en su mayor parte,
una recapitulación de pensamientos y expresiones del AT, y su originalidad
reside única y exclusivamente en el hecho de ir fundidas sus ideas y sus
palabras en una nueva unidad, que no da impresión de algo ficticio, sino
espontáneo en la ilación de sus pensamientos y los sentimientos que las animan.
Ello se explica por el hecho de que la persona que lo pronuncia vive del todo
dentro de la ideología del AT.
En cuanto a su género es el Magníficat
un cántico de acción de gracias individual en forma de himno, que se adapta bien
a la situación de la persona de quien lo pronuncia si se tiene presente no sólo
el encuentro de María con Isabel, sino sus circunstancias y los sentimientos que
la animan a partir de la aparición del ángel. En cuanto a su forma poética, el
Magníficat está compuesto por dísticos.
VV. 46b-47. Isabel bendice a María como
madre del Mesías. Pero María desvía la bendición hacia Dios. A él solo se debe
la gloria. María, en su alma, «proclama la grandeza del Señor» (lit.
«engrandece»), esto es, alaba y adora su poder y bondad experimentadas en su
misma persona. Y su espíritu (término que, según la psicología semítica,
equivale por su contenido al de alma, y que va usado sólo por variar la forma de
expresión) se goza y alegra en Dios (cf. Is 61,10), que se ha mostrado para ella
como su «salvador» misericordioso.
V. 48. El v. 48a expresa el motivo de su
júbilo, que es la obra de redención, por la que Dios ha revelado su grandeza,
mostrándose para María como «Dios de salvación». Dios ha vuelto su mirada a la
pequeñez de su esclava (cf. v. 38: «He aquí la esclava del Señor»), al exaltarla
de una manera única, eligiéndola como madre del Mesías. El versículo es una
clara resonancia de las palabras de Ana, la madre de Samuel (1 S 1,11), pasaje
en el que con la pequeñez o humillación se hace referencia a la deshonrosa
suerte de la esterilidad (cf. Gn 30,23) y a las burlas de que era objeto (1 S
1,6s). Aquí, en cambio, «la pequeñez de su esclava» es sólo expresión de la
humildad, ya que no tenemos prueba alguna de que María hubiera sufrido
desengaños en este punto. Pero, la frase profética que sigue, de que será
llamada bienaventurada por todas las generaciones, sólo conviene en labios de
María; pronunciada por Isabel, sobre todo en el momento en que tiene ante sí a
la madre del Mesías, objeto de una gloria incomparablemente mayor que la suya,
sería una exageración insoportable. «Desde ahora» va referido, según el
contexto, a las palabras de Isabel en el v. 45: «¡Dichosa tú, que has creído!»
(o al momento de su concepción).
VV. 49-50. El v. 49 se detiene todavía en
la consideración jubilosa de la obra con la que Dios ha mostrado su poder en
ella, y vuelve inmediatamente la mirada hacia Dios, «el Poderoso» (designación
corriente de Dios en el AT), el único digno de alabanza. La frase «su nombre es
santo», así como el v. 50, no van referidos a otras obras divinas, sino que
sirven para la caracterización del ser de Dios, y no son por ello tampoco frases
independientes, sino que tienen que ser entendidas como frases de relativo
semíticas («cuyo nombre», «cuya misericordia»). Dios (el nombre representa a la
persona) es ensalzado como el Santo, esto es, el Excelso (Is 57,15), ante el que
el hombre se inclina en adoración. Pero su majestad no produce aquí el temor,
sino el gozo, porque la esencia de Dios es, al mismo tiempo, la infinita
«misericordia» sin término (= bondad, indulgencia) para con los que le temen,
esto es, para los piadosos (en el AT, el temor de Dios constituye el motivo
central de la religión).
VV. 51-53. Los versículos que siguen
hablan, en tiempos pretéritos, de las obras en que Dios ha revelado su poder, su
santidad y su bondad; a pesar de ello no hay que entenderlos como referidos al
pasado, sino, en el sentido del perfecto hebreo, en expresión de lo que Dios
hace de manera habitual. Lo que Dios ha llevado a cabo en María y, a través de
ella como madre del Mesías, en Israel, es una revelación de su manera de actuar
en absoluto. Dios realiza actos de poder con su brazo, símbolo de su fuerza, al
invertir el orden humano de las cosas, humillando, dispersando y despidiendo
vacíos a los soberbios, poderosos y hartos, y ensalzando y colmando de bienes a
los humildes y los hambrientos, a los «pobres», oprimidos y defraudados en este
mundo (Anawim; cf. Lc 6,20s; Mt 5,3ss). Una interpretación de cada uno
de los rasgos particulares aquí mencionados en referencia a la situación del
himno, es rechazable.
VV. 54-55. En cambio, su final puede
seguramente referirse de manera inmediata a la misión del Mesías, a la
encarnación del Hijo de Dios en el seno de María, ya que el envío del Mesías es
la última de las grandes obras de Dios con la que da término a su actuación
redentora para con Israel, su pueblo elegido a partir de la alianza con Abraham
(Gn 17,7), «su siervo», esto es, «su amigo» (cf. Is 41,8). Dios tiene «presente»
su «plan misericordioso» y cumple las promesas que hizo a Abraham, el
protopatriarca de Israel (cf. Gn 17,7), lo cual quiere decir que la
«misericordia» de Dios para con Israel se basa en su alianza con él, en la
fidelidad divina a lo pactado.
A pesar de la perspectiva hacia lo eterno con la
que termina el Magníficat, su horizonte no sobrepasa, con todo, el del
AT y el judaísmo. El Magníficat queda en su contenido, al igual que la
promesa de Gabriel a Zacarías y a María, en el límite entre el Antiguo
Testamento y el Nuevo, al que corresponde la situación de la escena, y no es
todavía un himno cristiano. Ninguna referencia hay en él a la vida de Jesús, a
su muerte y a su resurrección, ni a su segunda venida sobre las nubes del
cielo.
[Extraído de Josef Schmid, El Evangelio
según san Lucas. Barcelona, Ed. Herder, 1968, pp. 76-81]
* * *
EL CÁNTICO DE MARÍA (Lc 1, 46-55)
Por el mensaje del ángel en la Anunciación, por
las palabras de Isabel llena de Espíritu Santo y por la Sagrada Escritura, en la
que hablaron uno y otro, reconoce María que el Señor ha hecho en ella grandes
cosas. Su responsorio (cántico de respuesta a la Sagrada Escritura) es un himno
a la acción salvífica de Dios con su pueblo, que ha alcanzado ahora su
consumación. Con cánticos semejantes canta también la Iglesia naciente las
grandes gestas de Dios: «Diariamente perseveraban unánimes en el templo, partían
el pan por las casas y tomaban juntos el alimento con alegría y sencillez de
corazón. Alababan a Dios...» (Hch 2,46s). Pablo amonesta a los Efesios: «No os
embriaguéis con vino, en lo cual hay desenfreno, sino dejaos llenar de Espíritu,
recitando entre vosotros salmos, himnos y cánticos espirituales, cantando y
salmodiando de todo vuestro corazón al Señor» (Ef 5,18s).
El Evangelio hímnico de María, el
Magníficat, comienza con un cántico de alabanza de Dios (vv. 46-48),
canta al Dios poderoso, santo y misericordioso (vv. 49-50), las leyes
fundamentales de su acción salvadora (vv. 51-53), y termina con unos versos que
ensalzan la fidelidad de Dios a las promesas (vv. 54-55). Lo que María
experimentó fue, es y será el obrar salvífico de Dios. La historia de la
salvación es luz de la vida.
46María dijo: Proclama mi alma la
grandeza del Señor, 47se alegra mi espíritu en Dios, mi
salvador; 48porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones.
El Señor, mediante la acción salvadora realizada
en María, ha venido a ser Dios su salvador. Resuena el nombre de Jesús
(Mt 1,21). Por Jesús ha venido Dios a ser el salvador.
La alabanza de Dios y el gozo mesiánico
escatológico penetran las profundidades de María, su alma y su
espíritu. Las gestas salvíficas de Dios suscitan en ella una jubilosa
liturgia de alabanza.
María se cuenta entre los de humilde
condición, los pequeños y los pobres, a quienes profetas y salmos prometen
con frecuencia la salvación. «Él no olvida jamás al pobre, ni la esperanza del
humilde perecerá» (Sal 9,19). «Porque así dice el Altísimo, cuya morada es
eterna, cuyo nombre es santo: Yo habito en la altura y en la santidad, pero
también con el contrito y humillado, para hacer revivir los espíritus humildes y
reanimar los corazones contritos» (Is 57,15). Jesús recoge estas promesas en sus
bienaventuranzas: «Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es
el reino de los cielos» (Mt 5,3). «Tú eres el Dios de los humildes, el amparo de
los pequeños, el defensor de los débiles, el refugio de los desamparados, y el
salvador de los que no tienen esperanza» (Jdt 9,11).
La felicitación de María, que ha comenzado
Isabel, no tendrá ya fin. Todas las generaciones se unirán al coro de
alabanzas de María. Como no tendrá fin el reinado del Rey que es su Hijo, así
también la Madre del Rey será alabada por siempre y en todas partes.
49Porque el Poderoso ha hecho
obras grandes por mí: su nombre es santo, 50y su
misericordia llega a sus fieles de generación en generación.
Poder, santidad y
misericordia son los rasgos más luminosos de la imagen de Dios en el
Antiguo Testamento. En Dios hay una fuerza viva, que pugna por exteriorizarse,
que quiere hacer propiedad suya todo lo que hay en el mundo, demostrándose así
Dios como el Santo (Ez 20,41). Como Dios es el Dios santo, es también el Dios
misericordioso. Es el salvador y redentor del resto santo, porque no es hombre,
sino Dios. Las obras de poder de Dios son amor misericordioso.
51Él hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón, 52derriba del trono a
los poderosos y enaltece a los humildes, 53a los hambrientos
los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos.
María expresa lo que tiene experimentado su
pueblo. «Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron dura
servidumbre. Nosotros clamamos a Yahvé, Dios de nuestros padres, y Yahvé escuchó
nuestra voz; vio nuestra miseria, nuestras penalidades y nuestra
opresión,
y Yahvé nos sacó de Egipto con mano fuerte y
brazo extendido, con gran terror, señales y prodigios. Y nos trajo aquí y nos
dio esta tierra, tierra que mana leche y miel» (Dt 26,6-9). La historia de la
salvación conduce a María, el centro de la Iglesia (cf. Hch 1,14).
Los que se creían grandes y ricos,
fueron derribados: el faraón cuando la salida de Egipto, los enemigos de Israel
en la época de los jueces, los poderosos soberanos de Babilonia...
Dios interviene en favor de los
humildes, de los débiles y de los pobres. En cambio,
debe temblar quien quiera ser de los grandes y poderosos intelectual, política y
socialmente. El que está pagado de su propio poder cierra su corazón a Dios, y
Dios se cierra a los que se le cierran. El pobre, en cambio, abre su corazón a
Dios, su único refugio y seguridad, y Dios se vuelve hacia él.
Las condiciones para entrar en el reino de los
cielos son las bienaventuranzas de los pobres, de los que lloran y
de los que tienen hambre. María cumple lo que se requiere para poder entrar
en el reino de los cielos.
Jesús mismo vivirá también de esta ley de la
historia salvadora proclamada por María después de haberlo concebido. Porque se
humilló será ensalzado (Flp 2,5-11).
54Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de la misericordia 55-como lo había prometido a
nuestros padres- en favor de Abrahán y su descendencia por
siempre.
La gran hora de María es también la gran hora de
su pueblo. Al comienzo de su cántico habló María de la salvación que Dios le
había preparado, al final habla de la salvación que alborea para su pueblo. Lo
que sucedió en María se realiza en la Iglesia de Dios. En María está
representado el pueblo de Dios.
El siervo de Dios es el pueblo de
Israel. «Pero tú Israel, eres mi siervo; yo te elegí, Jacob, progenie de
Abraham, mi amigo. Yo te traeré de los confines de la tierra y te llamaré de las
regiones lejanas, diciéndote: Tú eres mi siervo, yo te elegí y no te rechazaré»
(Is 41,8s). Ahora va a tener cumplimiento la misericordia de Dios y la fidelidad
a las promesas. María se reconoce una con el pueblo de Dios. La historia de su
elección termina en la historia de su pueblo, y la historia de su pueblo llega a
la perfección en su propia historia.
La promesa de la salvación se hizo a Abraham y a
su descendencia (Gn 12,2). Abraham recibió la promesa, María toma posesión de la
realización, el pueblo de Dios recibirá los frutos. María, con el fruto de su
seno, es el corazón de la historia de la salvación.
El cántico de alabanza de la madre virgen recoge
el cántico de alabanza de la estéril, a la que Dios ha otorgado descendencia.
Ana, madre de Samuel, cantó: «Mi corazón se regocija por el Señor, mi poder se
exalta por Dios; mi boca se ríe de mis enemigos, porque gozo con tu salvación.
No hay santo como el Señor, no hay roca como nuestro Dios... Se rompen los arcos
de los valientes, mientras los cobardes se ciñen de valor; los hartos se
contratan por el pan, mientras los hambrientos engordan... Él levanta del polvo
al desvalido, alza de la basura al pobre, para hacer que se siente entre
príncipes y que herede un trono de gloria... Él guarda los pasos de sus amigos,
mientras los malvados perecen en las tinieblas, porque el hombre no triunfa por
su fuerza» (l S 2,1-10). El cántico de María no es imitación del cántico de Ana,
pero ambos cantos están alimentados por la acción de Dios en la historia
salvifica.
La formación del niño se ha mirado siempre como
obra de Dios. Cuando Eva dio a luz a Caín, dijo: «He alcanzado de Yahvé un
varón» (Gn 4,1). Todavía más alabada fue como obra de Dios la maternidad de las
estériles. La maternidad de María aventaja a todas las demás. Es la madre
virginal del Mesías, en el que son benditos todos los pueblos de la tierra. En
su maternidad se ve coronada toda maternidad, y toda maternidad lleva en sí algo
de esta maternidad.
Las agradecidas meditaciones de María se expresan
en el lenguaje de los cánticos del Antiguo Testamento. Los cantos de su pueblo
son su canto, y su canto viene a ser el canto del pueblo de Dios. La Iglesia
incluye el cántico de la Virgen en la oración de vísperas, cuando mira,
meditando, al día transcurrido.
[Alois Stöger, El Evangelio según san
Lucas. Barcelona, Ed. Herder, 1970, pp. 54-59]
ORACIÓN DE SAN
FRANCISCO
Santa Virgen María,
no ha nacido en el mundo
ninguna semejante a ti entre las mujeres,
hija y esclava del altísimo y sumo Rey, el Padre celestial,
madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo,
esposa del Espíritu Santo:
ruega por nosotros
ante tu santísimo amado Hijo, Señor y maestro.
Él, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.
no ha nacido en el mundo
ninguna semejante a ti entre las mujeres,
hija y esclava del altísimo y sumo Rey, el Padre celestial,
madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo,
esposa del Espíritu Santo:
ruega por nosotros
ante tu santísimo amado Hijo, Señor y maestro.
Él, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.
Directorio Franciscano
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