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Admira y haz tuya la belleza del
universo esparcida a tu alrededor. Esfuérzate en traducirla, aunque sea en
páginas imperfectas, para que suba en humilde homenaje hacia el Señor.
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Sigue el camino -tortuoso o
recto- que Dios te ha señalado. Pase lo que pase no lo abandones, porque es el
tuyo. Lánzate audaz y alegremente, y cuando tropieces con la única aventura, el
don total a Dios, acéptala. Sólo Dios cuenta. Sólo su luz y su amor pueden
colmar nuestro pobre corazón, demasiado grande para el mundo que lo
rodea.
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3
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Una religión negativa: no harás
esto, no harás lo otro. ¡Nunca! Sino un amor a Dios tan profundo, tan intenso,
que brote a flor de labios siempre, constantemente. Esto es lo positivo, lo
único capaz de mantenerte en pie contra viento y marea.
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4
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Sentir dentro de ti todo el
barro, el fango y el horror de los instintos, y permanecer sin hundirte, como se
camina sobre un terreno pantanoso, dejándose elevar por una especie de
ingravidez de todo el ser, para que el pie no se hunda. Permanecer en el amor de
Dios, como la pureza de un amanecer sobre la extensión brillante de un pantano,
sin que el cuerpo se hunda en el lodo.
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5
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Estremecerte de pies a cabeza al
oír una orquesta de ritmo violento, darte cuenta que tus deseos de pureza y de
paz no son más que castillos de naipes, saberte abocado a la violencia, al goce
brutal, a lo que venga. Y permanecer firme por una fe tenaz, por un acto de amor
casi maquinal pero fiel en lo más hondo del alma.
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6
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La castidad es una aventura
imposible y ridícula si no se cuenta más que con preceptos negativos. Pero es
posible, bella y enriquecedora si se apoya sobre algo positivo: el amor a Dios,
un amor vivo, total, el único capaz de saciar la inmensa ansia de amor que llena
nuestro corazón de hombre.
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Tan hermoso es pelar patatas por
amor de Dios, como edificar catedrales.
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La vida ideal es aquella donde
Dios quiere a cada uno: monje, aventurero, poeta, zapatero o corredor de una
compañía de seguros.
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Hacer de la vida una conversación
con Dios.
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El baile es la inmensa alegría de
todas las fibras del ser, arrastradas por el ritmo de la orquesta, con todo lo
que una presencia femenina le añade de gracia y encanto. Con una pareja sana y
pura es algo sublime. Pero si sólo se piensa en dar vueltas para abrazarse, lo
sublime degenera en ocasión de pecado.
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Nuestras faltas han de servirnos
de trampolín para el amor.
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No somos más que almas
imperfectas en pobres cuerpos humanos cargados de deseos. Pero os amamos, Dios
mío, os amamos con toda la fuerza de estas pobres almas, con toda la fuerza de
estos pobres cuerpos.
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No comprendemos nada de nada. Se
esconde un misterio tan profundo en la germinación de un grano de trigo como en
el movimiento de las estrellas. Pero sabemos perfectamente que sólo nosotros
somos capaces de amar. Por esto el más pequeño de los hombres es mayor que todos
los mundos reunidos.
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Muchos viven casi sin pecado. Su
vida discurre sin tropiezos en el marco ordinario de su oficio, de su familia.
Cumplen la voluntad de Dios a través de las principales obligaciones de su vida
cotidiana. Pero su existencia parece vulgar, fría, sin luz; les falta amor de
Dios. Son como hogares bien construidos, pero sin fuego. Son buenos, pero no
santos.
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Hay horas duras, en las que la
tentación es tan fuerte, tan irresistible, en todo el cuerpo, que uno sólo sabe
repetir maquinalmente con los labios y casi sin creerlo: "Dios mío, a pesar de
todo os amo; pero apiadaos de mí".
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Hay ciertas tardes en las que -sentado en el
rincón de una iglesia o en el campo, bajo las estrellas- para sentir cerca de sí
algo grande, no se puede hacer otra cosa que repetir esta pobre frase, a la que
uno se agarra como a un salvavidas para no ir a pique: "Dios mío, a pesar de
todo os amo".
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Aprender a charlar con Dios.
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Descabezando zanahorias, masticando una brizna
de hierba, afeitándose por la mañana, se le puede decir a Dios, sin cansarse,
sencillamente, que se le ama. Y esto vale tanto como los torrentes de lágrimas
que no pudieron arrancarnos los libros de piedad.
Contarse a sí mismo, cantando, toda la propia
vida pasada y los sueños que acariciamos para el porvenir, y hablar así a Dios,
cantando. Y hablarle, incluso saltando de alegría bajo el sol de la playa o
esquiando sobre la nieve. Tener a Dios siempre cerca, como a un compañero del
que podemos fiamos.
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¡Hace falta tan poco para que los buenos
lleguen a santos! Simplemente más amor de Dios, mayor sumisión a su voluntad,
algo de sacrificio y la perfección en las pequeñas cosas de cada día. Sólo
esto.
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Hay que tener el corazón totalmente lleno de
Dios, como un novio tiene el corazón lleno de la mujer que ama.
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Dios mío, os ofrezco este día. Todas mis
acciones, todos mis padecimientos, todas mis palabras, todos mis gestos.
Todas mis alegrías y mis tristezas.
Todo el bien que pueda hacer en este día, Dios
mío, lo deposito a vuestros pies para gloria vuestra y salvación de las
almas.
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Los malos pensamientos escogen el atardecer
para invadirnos, porque las horas de la noche son propicias a la fiebre de la
imaginación y del cuerpo.
Un excelente medio de vencerlos es coger una
manta y dormir, sencillamente, al pie de la cama, en el suelo. Nuestro cuerpo,
calmado, se queda corrido y los malos pensamientos, dominados, se alejan.
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23
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Durante una tentación violenta, cuando la
voluntad se debilita y el cuerpo entero languidece y va a ceder, es bueno, para
mostrar que a pesar de todo aún amamos a Dios, imponerse una mortificación
pequeña: no poner sal en la sopa demasiado sosa, no apartar un objeto que nos
molesta. Este acto ínfimo de amor, siempre posible, aun en el mayor desastre
aparente del alma, es como una llamada a la gracia y la voluntad se siente
fortalecida.
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Debía ser mestiza: hombros espléndidos, labios
macizos, ojos inmensos. Era bella, salvajemente bella. No tenía que hacer más
que una cosa. No la hice. Monté a caballo y partí a toda velocidad, llorando de
desesperación y de rabia. Creo que en el día del Juicio, si no tengo otra cosa
positiva, podré ofrecer a Dios, como una gavilla, todos esos abrazos que, por su
amor, no he querido dar.
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Nuestro mundo no está hecho a nuestra medida y
tenemos el corazón triste a veces de tanta nostalgia del cielo.
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La naturaleza es violencia, robos, muertes.
Aves de rapiña que se acechan, huyen, se persiguen encarnizadamente y se
devoran. Su objetivo, matar y no ser muerto. Sólo el hombre ha inventado la
dulzura. La Hermana de la Caridad rehace el mundo.
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Hay mujeres que conservan alma de muchacha
durante toda la vida.
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Es necesario identificarse con la vida como se
identifica uno con su caballo. Hay que seguir flexiblemente sus más pequeños
movimientos, sin enfrentarse con ella.
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Cuando, frente al mar, el desierto o una noche
tachonada de estrellas, se siente el corazón a punto de estallar de felicidad,
es bueno pensar que más allá encontraremos algo mucho más hermoso, más grande,
algo a la medida de nuestra alma, algo que colmará el inmenso deseo de felicidad
que es, a la vez, nuestro sufrimiento y nuestra grandeza de hombres.
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Asistiendo a un concierto aburrido o a una
película pesada, se puede rezar repitiendo interiormente, al compás de las
imágenes o de la música, oraciones maquinales. Unas, para los actores, para el
director o la comparsa; otras, para el público que se divierte o se aburre; para
el vecino de la derecha o de la izquierda. Es una buena manera de aprovechar el
tiempo.
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En la última torreta del palo mayor de un
velero, cuando no hay tierra a la vista, uno posee para él solo el círculo del
horizonte. Pero inmediatamente aflora el deseo de empujar más esa línea, de
hacer estallar ese límite que, a pesar de todo, nos aprisiona, porque estamos
hechos para lejanías más dilatadas que las pobres perspectivas de los horizontes
de este mundo.
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Nuestro deseo de felicidad es demasiado grande
para que pueda colmarse con algo distinto del Más allá. Aun corporalmente aquí
somos unos insatisfechos.
No hay caballo que pueda galopar teniendo el
mundo por pista, no hay esquí acuático ni ola capaz de arrastrarnos por océanos
más vastos que los conocidos, ni trampolín que nos lance a los espacios
interplanetarios, no hay inmensidad que calme la sed infinita de nuestra mirada.
Limitados por todas partes, cuando estamos hechos para lo infinito.
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"Si el grano de trigo no muere...". Hay pocas
parábolas tan consoladoras como ésta, porque nos incorpora e integra en el ciclo
mismo del mundo y porque legitima nuestros sueños ambiciosos.
Toda belleza y toda vida nace de la podredumbre
y del sufrimiento. Es necesario el dolor del alumbramiento para poder contemplar
la maravilla de un recién nacido.
El estiércol más inmundo produce las flores más
delicadas. Toda planta nace de una primera descomposición No hay excepción a esa
regla universal, y es magnífico pensar que no estamos sobre la tierra más que en
período de sufrimiento y de podredumbre.
Sólo la muerte nos hará nacer y nos depositará
en nuestro verdadero mundo.
Por lo que conocemos aquí nos es fácil imaginar
el grado de esplendor de allá arriba. Un rostro, un cuerpo perfecto de mujer,
una melodía que electriza las fibras de nuestro ser, un caballo de raza, la
embriaguez del esquí, el esplendor de las noches o de los días llenos de sol, la
impresión de plenitud física del mar o del desierto, la satisfacción del
esfuerzo o de una obra cumplida, una página, un cuadro, una estatua que
despierta en nosotros resonancias secretas, un alma de muchacha o de monje, todo
lo que constituye la belleza del mundo, nuestra alegría o nuestra exaltación,
todo lo que podemos amar a través del más minúsculo reflejo de Dios, todo eso no
es más que podredumbre frente a la Belleza que será nuestra y para la que
estamos hechos.
No son demasiados los pocos años pasados en
esta tierra dura y gris para merecer, aunque sea en pequeño grado, el don del
Infinito.
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Una bestia perseguida y acosada desarrolla un
esfuerzo físico mayor que el nuestro al atravesar una elevada montaña. Pero sólo
el hombre puede dar sentido a su esfuerzo.
El chiquillo de trece años que se levanta un
cuarto de hora antes para hacer gimnasia delante de la ventana abierta, produce
un esfuerzo de un valor muy superior al de un transporte realizado por un rebaño
de búfalos.
La suma de esfuerzos humanos hacia la belleza,
el bien, hacia lo mejor, hacen subir la humanidad continuamente, como un
movimiento de marejada que hincha la masa del océano.
Cada guijarro, cada granito de arena, cada gota
de agua cargada de sal, desgasta el acantilado en la esfera mínima de su
acción.
Cada uno de nuestros esfuerzos desgasta lo que
hay de material, de terrestre en nosotros. Y el movimiento de todos los
esfuerzos humanos es como un movimiento irresistible y eterno de guijarros y de
marejada que abre nuestro camino hacia el Infinito.
Nuestro esfuerzo no es inútil. Ningún esfuerzo
humano es estéril.
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35
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Sueños demasiado grandes para nuestra talla
pesan a veces sobre nuestras espaldas: sueños de conquistador, de santo, de
descubridor; sueños que fueron realidad en un Gengis-Khan o en un Francisco de
Asís.
No debemos avergonzarnos de ser sencillamente
lo que somos.
La aventura más prodigiosa es nuestra propia
vida. Y esa está hecha a nuestra medida.
Aventura breve: treinta, cincuenta, ochenta
años quizá, que será necesario superar duramente, aparejados como un velero que
tiene por meta esa estrella en alta mar, que es nuestra morada única y nuestra
única esperanza.
¡Qué importan los ladridos de perro; las
tempestades o las calmas, si existe esa estrella! Sin ella no habría más remedio
que escupir el alma y destruirse de desesperación. Pero su luz brilla y su meta
convierte la vida humana en una aven-tura más maravillosa que la conquista de un
nuevo mundo o el curso de una nebulosa.
Nos basta marchar hacia nuestro Dios para estar
a la altura del Infinito. Esto solo justifica todos nuestros ensueños.
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Sólo Dios puede, de la materia, hacer brotar el
espíritu.
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Somos testimonios, testigos de Dios.
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Nuestra vida no es más que una sucesión de
gestos ínfimos que divinizados labran nuestra eternidad.
El valor material de una obra de arte -cuadro o
estatua- es el resultado de una serie de golpes de cincel o de pincel. En cambio
su valor inmaterial, el que verdaderamente vale, es el pensamiento del artista
que informa cada golpe y hace de su síntesis la realización de la idea. Creamos
eternidad en cada uno de nuestros actos. He aquí nuestro poder maravilloso de
hombres. Segundo a segundo edificamos nuestro reino.
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Cualquier acto humano que realicemos es algo
irreversible. Sus órbitas y sus resacas se prolongan en lejanías inaccesibles.
Creamos lo definitivo y esa prolongación de nuestras acciones más
insignificantes en la eternidad es lo que constituye nuestra grandeza de
hombre.
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Me he bañado en el lago de Tiberíades y he
enfocado con mis faros la raposa de las parábolas.
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Debemos juntar nuestra piedra al edificio del
esfuerzo humano.
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Un oficinista puede no ser más que un horroroso
burgués de clase media, embrutecido de burocracia y obnubilado por su ascenso o
la esperanza de su retiro. Pero si quiere, también puede, cargado su pobre navío
de papeles y de rutina, marchar hacia la Estrella.
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Acaso parezca imposible pasar toda la vida sin
tener cerca la dulzura de una presencia femenina.
Se consigue esforzándose en reemplazar la
necesidad de amor humano por un amor profundo a Dios. Teniendo siempre a Dios
por compañero.
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La oración del campesino y la del monje debería
ser la misma: "Dios mío, haz que sea fiel a mi vocación". El uno debe esforzarse
en ser un buen monje y el otro, un buen campesino.
Sus destinos no son distintos. Cada uno se
perfecciona poniendo en su trabajo sus capacidades y sus dotes, y de este modo
trabaja para la gloria de Dios.
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45
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De Tahití a Hollywood, sobre las playas de
coral o en el puente de los trasatlánticos, he tenido en mis brazos, al ritmo
del baile, a las mujeres más hermosas del mundo. No he querido recoger ninguna
de esas flores que se me ofrecían o cuya conquista me hubiera apasionado.
De nada servían los motivos humanos, ya que
ninguno me hubiera convencido. Solamente lo hice por amor de Dios, sólo por Él
pisoteé mi cuerpo y me mantuve indiferente.
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46
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Hay que amarlo todo: una orquídea bruscamente
abierta en la jungla, un caballo hermoso, un gesto de niño, un chiste, una
sonrisa de mujer. Hace falta admirar toda la belleza, descubrirla, aunque sea en
el lodo, y elevarla hacia Dios. Pero no atarse a ella. Porque sólo es un rayo de
luz y nosotros estamos hechos para el sol, no para el mar oscuro donde juegan
sus reflejos.
Porque estamos amasados de una materia eterna,
buscamos obstinada y desesperadamente construir en lo duradero. Por algo se
experimenta un gozo tan grande cuando se tiene un hijo o se levanta un edificio.
Pero las generaciones no son más que pasarelas; la mejor de todas no pasa de ser
un pobre navío. Por esto hay tanto desencanto en este mundo.
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47
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Mi vida entera no ha sido más que una larga
búsqueda de Dios. Por todas partes, siempre, a todas horas, he buscado su huella
o su presencia. La muerte no será para mí más que un maravilloso
encuentro.
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Me he acostumbrado tanto a la presencia de Dios
en mí que siempre, desde el fondo del corazón, me sube una oración a flor de
labios. Esa oración, apenas consciente, ni siquiera cesa en la somnolencia que
acompasa la marcha del tren o el ronroneo de una hélice, no me abandona ni en la
exaltación del cuerpo o del alma, ni en la agitación de la ciudad o en la
tensión del espíritu durante una ocupación absorbente. Es, en mi interior, como
un lago infinitamente manso y transparente que no pueden alcanzar ni las sombras
ni los remolinos de la superficie.
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Las hermosas extranjeras no podían comprender
cómo, aun en medio de la música de baile más insinuante, mi corazón, dentro de
mi, cadenciara una oración y que esa oración fuese más fuerte que su encanto y
su atractivo.
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No se recibe mayor recompensa que sirviendo a
un señor. Y no hay señor más grande que mi Dios.
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Dos cosas son necesarias para viajar a gusto:
un smoking y un saco de dormir.
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El Paraíso de mi esperanza de hombre es
exactamente el mismo que el Paraíso de mis sueños de niño.
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Inmersión... La idea de la muerte me ha sido
tan dulce como la caricia del agua envolviendo mi cuerpo sumergido.
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Hay cristianos que un buen día dicen: "Mañana
iré a misa". Cuando lo excepcional tendría que ser: "Mañana no iré a misa"; como
el no comer o el no dormir.
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La comunión diaria ha sido para mí, cada
mañana, el baño de agua que vigoriza y tonifica todos los músculos, el alimento
sustancial antes de reemprender el camino, la mirada tierna que da osadía y
confianza.
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Aunque la he sentido alguna vez, nunca he
gustado la amargura de saber frágiles y efímeras todas las hermosuras y alegrías
del mundo, ya que nunca he visto en ellas más que el reflejo imperfecto de las
bellezas y de las alegrías de un más allá del cual nunca he
dudado.
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