Tópico de tópicos: la Inquisición española, esa negra institución culpable del secular retraso cultural de nuestro país, hacía barbaridades tales como quemar a las mujeres bajo acusación de brujería.
Miles de personas estarán dispuestas a rubricar esta afirmación. Y sin embargo, es exactamente al revés. De hecho, España fue el país de Europa que menos brujas quemó. Y ello precisamente gracias a la Inquisición.
Primero, una precisión: la Inquisición no es un invento español, sino francés. Fue la corona francesa la que pidió su creación a finales del siglo XII para combatir a los cátaros. A España llegó más tarde. En la Corona de Aragón funcionó desde el siglo XIII. Cuando Castilla y Aragón se unieron en la monarquía de los Reyes Católicos, se instituyó una Santa Inquisición -era 1478- para vigilar las prácticas de los judíos conversos al cristianismo. Después amplió sus competencias a los protestantes y a los moriscos. Nunca a los indios de América, contra lo que se ha dicho.
La Inquisición española funcionó hasta 1834. La leyenda negra le atribuye millones de ejecuciones, pero la verdad es muy otra: en casi cuatrocientos años procesó a entre 130.000 y 150.000 personas según los datos de García Cárcel y de Pérez. De ellos, el número de ejecuciones en cuatro siglos no supera en modo alguno los 10.000. Proporcionalmente, mucho menos que las víctimas de las persecuciones anticatólicas de Isabel I de Inglaterra. Y en términos absolutos, menos que las víctimas de la Noche de San Bartolomé en la Francia de 1572. Y por cierto: de esas 10.000 víctimas mortales en cuatro siglos, muy pocas fueron brujas.
Vayamos ahora al asunto de las brujas. Contra lo que la gente suele creer, la gran persecución contra las brujas no fue un suceso de la Edad Media, sino muy posterior. Es a finales del siglo XVI cuando en toda Europa se desata una auténtica fiebre. Las cifras son alucinantes: se calcula que entre los siglos XV y XVIII habrá 100.000 juicios por brujería, de los que la mitad, 50.000, terminaron con la quema del acusado. Pues bien: de esas muertes, la mitad ocurrieron en los estados alemanes; en Francia llegaron a 4.000; en países tan pequeños como Liechtenstein, las quemas alcanzarán al 10% de la población, nada menos. ¿Y en España? Muy pocas. Y precisamente gracias a que la Inquisición frenó el fenómeno.
La ola había comenzado en Francia. Desde allí cruzó la frontera hacia Navarra. Por todas partes aparecían denuncias. La gente de los pueblos levantaba rumores, señalaba culpables, buscaba acusados… Muchos de los sospechosos, aterrados, confesaban. Como la violencia empezaba a hacer estragos, el orden depositó el problema en manos de la Santa Inquisición, que en España, como en Portugal y en Italia, se encargaba de asegurar la unidad religiosa del reino.
La ola había comenzado en Francia. Desde allí cruzó la frontera hacia Navarra. Por todas partes aparecían denuncias. La gente de los pueblos levantaba rumores, señalaba culpables, buscaba acusados… Muchos de los sospechosos, aterrados, confesaban. Como la violencia empezaba a hacer estragos, el orden depositó el problema en manos de la Santa Inquisición, que en España, como en Portugal y en Italia, se encargaba de asegurar la unidad religiosa del reino.
La Inquisición -el Santo Oficio, como se llamaba- se hace cargo de la situación hacia 1609 e instala en Logroño la sede de los jueces de brujas. Los primeros inquisidores se dejaron ganar por la presión popular y la atmósfera generalizada de venganza. Cientos de sospechosos habían confesado acudir a aquelarres donde se adoraba al Macho Cabrío, o elaborar brebajes mágicos, o haber mantenido relaciones carnales con el Diablo. Realmente estremecedor. Pero la Inquisición es una casa muy seria: hay que estudiar los sumarios, documentar las acusaciones, fundamentar la aplicación de la ley…
Entonces aparece en escena otro inquisidor, don Alonso de Salazar: religioso, jurista, 45 años. Y Salazar duda. No por razones de tipo jurídico, sino por razones de carácter religioso combinadas con el sentido común. Salazar cree en Dios, cree en el Demonio y no ignora que hay prácticas brujeriles y satánicas, pero se niega a atribuir a Satanás los supuestos prodigios que el pueblo narra en las aldeas y que desafían a la inteligencia. De modo que Salazar se planta ante sus colegas y reclama un poco de sensatez: es absurdo pensar que alguien pueda convertirse en mosca o que una mujer vuele por los aires. "Estas cosas son tan contrarias a toda sana razón que, incluso, muchas de ellas sobrepasan los límites puestos al poder del demonio", decía Salazar.
El inquisidor sabía de lo que hablaba. Se había instalado en el norte de Navarra –en Sanesteban, Doneztebe en vasco- y había hablado con todo el mundo. A lo largo de dos años había comprobado los casos uno a uno, confrontado los testimonios, interrogado a los testigos… Y descubrió cosas asombrosas. Por ejemplo, que los acusados que habían confesado acudir a los aquelarres de brujos no coincidían nunca en señalar un mismo lugar. O que los supuestos brebajes mágicos, que Salazar experimentó con animales, eran inocuos. Examinó a las mujeres que decían haber tenido relaciones carnales con el Diablo y constató que eran vírgenes. Así se deshizo en España la superstición: gracias al celo lógico del inquisidor Salazar.
España, Portugal e Italia, los países donde funcionaba la Inquisición, fueron los que menos cazas de supuestas brujas conocieron. Gracias al sentido común de detectives como Alonso de Salazar.
J.J. ESPARZA
J.J. ESPARZA
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