" Dice Dios, ayúdate y te ayudaré"
ORACIÓN
Querido Santo, purifica mi corazón, transfórmalo y hazlo semejante al tuyo, infunde en mí tu fervor, tu sabiduría y tu fé. Muestra tu bondad ayudándome y yo me esforzaré en imitar tus virtudes. Gloria...
Amable protector mío, el estudio frecuentemente me resulta difícil, duro y aburrido. Tú puedes hacérmelo fácil y agradable. Esperas solamente mi llamada. Yo te prometo un mayor esfuerzo en mis estudios y una vida más digna de tu santidad. Gloria...
Oh Dios, que dispusiste atraerlo todo a tu unigénito Hijo, elevado sobre la tierra en la Cruz, concédenos qué, por los méritos y ejemplos de tu Seráfico Confesor Jose, sobreponiéndonos a todas las terrenas concupiscencias, merezcamos llegar a El, que contigo vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.
DÍA PRIMERO
Máxima: "El que tiene fe es señor del mundo."
Jaculatoria: San José de Cupertino, espejo de fe, ruega por mí.
DÍA SEGUNDO
Máxima: "Quien tiene esperanza en todo lugar, no hace poco."
Jaculatoria: San José de Cupertino, espejo de esperanza, ruega por mí.
DÍA TERCERO
Máxima: "Todo se debe hacer para volver propicia la misericordia divina hacia el prójimo."
Jaculatoria: San José de Cupertino, fuente do caridad, ruega por mí.
DÍA CUARTO
Máxima: "En cualquier tentación, no confiéis nunca en vosotros mismos; mas levantando la mirada al Crucifijo, apoyaos enteramente en el Salvador, y luego nada, temáis, que Dios no dejaré de seros fiel si vosotros permanecéis con El."
Jaculatoria: San José de Cupertino, modelo de humildad, ruega por mi.
DÍA QUINTO
Máxima: "La obediencia es el más eficaz exorcismo contra el demonio."
Jaculatoria: San José de Cupertino, modelo de prudencia, ruega por mí.
DÍA SEXTO
DÍA SEXTO
Máxima: "Quien tiene paciencia en todo lugar, no hace poco."
Jaculatoria: San José de Cupertino, modelo de paciencia, ruega por mí.
DÍA SÉPTIMO
Máxima: "Los santos no se hacen en el Paraíso, sino en la tierra, por donde es necesario padecer en este mundo para poder gozar del Paraíso."
Jaculatoria: San José de Cupertino, ejemplo de penitencia, ruega por mí.
DÍA OCTAVO
Máxima: "Refugio de pecadores, Madre de Dios, acuérdate de mi."
Jaculatoria: San José de Cupertino, tesoro de gracia, ruega por mí.
DÍA NOVENO
Máxima: "Siendo tú creado para amar y servir a Dios, te será pedida cuenta de si has amado a tu Creador."
Jaculatoria: San José de Cupertino, hoguera de amor de Dios, ruega por mí.
Por aquellas calendas agitábanse los pueblos con las
convulsiones propias del nacimiento de una nueva época: la Edad Moderna.
El antes glorioso Imperio otomano estaba en decadencia; Rusia
se regía por zares, sedientos de grandezas; en Alemania se incubaban guerras
intestinas; otro tanto ocurría en Inglaterra en los inicios de su hegemonía
marítima; en Francia el «Rey Sol» deslumbraba con las fastuosidades de su
Versalles; mientras que íbase declinando el poderío español.
En estos momentos históricos, siendo papa Clemente VIII y
reinando en España y Nápoles Felipe III, plugo a Dios que viniera al mundo el
niño José Desa, como para confundir con su ignorancia a los petulantes de aquel
siglo.
Ni por razón de la patria, ni del hogar, puede decirse que
resplandeciera este gran santo desde su infancia.
Vino al mundo en un establo de la pequeña aldea napolitana de
Cupertino. Su madre, Francisca Panara, hubo de refugiarse en aquel escondrijo,
para huir de los ejecutores de la sentencia de embargo, dictada contra el cabeza
de familia, Félix Desa, por no poder pagar a sus acreedores.
Eran gente honrada; pero los escasos ingresos de un pobre
carpintero de aldea no permitían vivir con deshago económico y, como los agentes
judiciales no suelen tener entrañas de misericordia...
En compensación de estas penurias económicas, abundaba aquella
familia de caudales de fe tradicional y buenas costumbres, por lo que el pequeño
fue educado en el santo temor de Dios y la mayor pureza de vida. Para ponerle
bajo la protección de la Santísima Virgen, le añadieron en la confirmación el
sobrenombre de María, y así José María desde su infancia pudo contar con dos
madres: la del cielo y la de la tierra.
Era ésta una ruda aldeana de carácter fuerte, que no le
consentía el menor desliz o travesura, castigándole duramente, hasta el extremo
de dejarle alguna noche fuera de casa, teniendo que refugiarse, para dormir, en
el atrio de la iglesia parroquial, según cuentan algunos autores.
En lo que todos sus hagiógrafos coinciden es en afirmar que era
de muy cortos alcances intelectuales, por lo que no pudo lograr casi ningún
adelanto en la escuela rural, donde le matricularon sus padres.
En vista de que el estudiar era para él tiempo perdido, le
sacaron de la escuela sin saber leer y, para que ayudase a aliviar las angustias
domésticas, le pusieron sus padres como aprendiz en la zapatería del pueblo.
No era muy complicado este oficio de artesanía; mas la
ineptitud de José para los estudios corrió pareja con la que mostraba en este
aprendizaje, durante el que más de una vez tendría que experimentar las caricias
del tirapié, para que se espabilase...
Desechado como inútil por el maestro zapatero, hubo de quedarse
en su propia casa, cuyos problemas agrandó más, en vez de ayudar a resolverlos,
porque le sobrevino entonces una larga y penosa enfermedad. Su cuerpo se le
cubrió de postemas repugnantes y dolorosas, que le ocasionaban muchos
sufrimientos, aunque supo soportarlos con ejemplar paciencia, hasta que un buen
día la Santísima Virgen le devolvió la salud.
Una vez repuesto corporalmente, como para nada servía, se
dedicó a una vida de oración y caridad, prestando a todos, con mejor gana que
acierto, sus pobres servicios.
Para lo único que tenía gran habilidad era para orar y
mortificarse. Se pasaba largas horas de hinojos en la iglesia, y ni se
preocupaba de comer, siendo frugalísimo su alimento, cuando le obligaban a
tomarlo.
Así fueron pasando los días de su adolescencia y, al frisar en
los diecisiete años, sintióse llamado a la vida religiosa en la Orden de los
franciscanos conventuales.
Para solicitar el ingreso en ella, acudió a un convento que le
era conocido, por tener allí dos tíos suyos frailes. Gracias a la eficaz
recomendación de éstos, fue admitido como lego, ya que, por su ineptitud para
las letras, no podía aspirar al sacerdocio. Viéndose en la casa de Dios, se
acrecentaron sus fervores, de tal modo que sólo se preocupaba de orar y hacer
penitencia, pero descuidando y realizando mal los encargos que se le hacían.
Todos reconocieron que era muy santo, pero inútil para la vida de comunidad,
pues no servía ni para pelar patatas o fregar platos, por lo que hubieron de
despedirle del convento, con gran pena de todos.
Fracasado este primer intento, pensó en pedir el hábito en otra
Orden más austera y, en 1620, llamó a las puertas del convento que tenían los
capuchinos en Martina.
El ambiente de pobreza y recogimiento de aquella casa encantó a
José. Los religiosos también quedaron gratamente impresionados al ver su
profunda humildad y oírle hablar de las cosas divinas con tanto fervor, por lo
que, ad experimentum, le recibieron entre los hermanos legos. Pronto
llegaron hasta allí rumores de que se trataba de un haragán histérico,
inservible para todo. Las sencillas pruebas a que le sometieron confirmaron
estas apreciaciones: la santidad de aquel postulante no parecía muy sólida, ya
que lo que le sobraba de oración, le faltaba de obediencia, pues se olvidaba de
los encargos o los hacía al revés. A su capacidad deficiente en lo intelectual,
se le añadieron raras enfermedades en los ojos y en las rodillas, por lo que
hubieron de despedirle con pena por inservible.
Así plugo al Señor acrisolar a esta alma predilecta suya,
llevándole por la penosa senda de las humillaciones y fracasos. Para colmo de
desdichas, cuando retornó a su hogar, vio que había muerto su padre, y los
acreedores de éste quisieron poner en la cárcel al hijo, para saldar las cuentas
familiares; pero ¿de dónde sacaría dinero, si para nada servía?...
Como José supo que uno de sus tíos franciscanos estaba
predicando en Vetrara, decidió encaminarse allá, para impetrar orientación y
auxilio.
El buen franciscano, en vista del doble fracaso de su sobrino,
le recibió con mal talante, reprendiéndole por su inconstancia e inutilidades;
pero compadecido y edificado al ver su humildad, se animó a recomendarle a sus
hermanos de la pequeña residencia de Santa María de Grotella, donde fue
admitido, en 1621, como mero oblato, para ayudar en los servicios más
ínfimos.
Aquellos padres conventuales, religiosos de mucho espíritu,
supieron apreciar el oro de santidad, encubierto bajo la escoria de las
deficiencias del joven oblato, y le admitieron como novicio en 1625, ciñéndole
el glorioso cordón franciscano. ¡Todo se lo debía a su Madre del cielo!
El humilde fray José, al verse tonsurado y recibido entre los
aspirantes al sacerdocio, henchióse de santo júbilo; pero no cesaron por eso sus
amarguras, pues el nuevo género de vida le obligaba a dedicar largas horas al
estudio y sus cortas facultades mentales no daban para tanto. Las letras no
entraban en su cabeza y a duras penas logró aprender a traducir el sencillo
lenguaje evangélico. Cada examen era para él un martirio y un fracaso...
Mas sus progresos en la virtud eran extraordinarios y
compensaban este retardo mental; en vista de ello, sus superiores decidieron en
1626 concederle la profesión, al terminar su noviciado, y hasta le dispensaron
de los exámenes, para que el señor obispo de Nardó, don Jerónimo de Franchis, le
concediera las órdenes menores y el subdiaconado, que recibió el 30 de enero y
el 27 de febrero respectivamente.
Al aspirar al diaconado, quiso el señor obispo examinarle
personalmente, lo que puso a fray José en un trance peligroso. Temblando fue
hacia la sede episcopal, después de haberse encomendado con todo fervor a su
querida Virgen de la Grotella. Como de costumbre, presentó el prelado al
ordenando los evangelios, para que picase, leyera e hiciese la exégesis del que
le correspondiese. Abrió el libro, al azar, por el texto mariano: Beatus
venter, qui te portavit... («¡Dichoso el seno que te llevó...!» Lc 11,17), y
al punto lo tradujo con tal maestría y lo explanó con tan devota elocuencia, que
a todos dejó prendados de su saber, por lo que pudo recibir el diaconado el 30
de marzo del mismo año.
Salvado así este difícil trance, prosiguió fray José sus
estudios con igual tesón e idéntico resultado fatal en el aprovechamiento, hasta
que, para aspirar al presbiterado, hubo de presentarse ante el tribunal que
presidía el obispo de Castro, don Juan Bautista Detti. Presentóse con otros
compañeros de claustro que tenían grandes dotes de talento, por lo que el
contraste habría de resultarle muy bochornoso; pero la Santísima Virgen se valió
de esto mismo para sacar con bien a su devoto; los primeros examinandos probaron
su competencia con tal brillantez, que aquel prelado, aunque tenía fama de
riguroso, creyendo que todos los condiscípulos estarían a la misma altura,
suspendió la sesión, cuando le iba a tocar a fray José, y dio por aprobados a
los restantes... Por tan extraordinario favor pudo recibir el 18 de marzo de
1628 los poderes sacerdotales.
Como reconocía que su ordenación era un singular favor de la
Santísima Virgen de la Grotella, en este reducido santuario quiso celebrar su
primera misa, para dedicar las primicias del sacerdocio a su celestial
Madre.
Desde entonces se repitieron casi diariamente los éxtasis y
comenzó a prodigar favores milagrosos a cuantos necesitados de auxilio recurrían
al convento. Una vida tan extraordinaria y tales hechos taumatúrgicos originaron
envidias, habladurías y rumores calumniosos, que llegaron hasta las oficinas
curiales, por lo que cierto vicario se creyó obligado a delatar el caso de fray
José al Santo Tribunal de la Inquisición, que funcionaba en Nápoles. Tremenda y
afrentosa era esta prueba, ya que este Tribunal se cuidaba de extirpar la plaga
de herejes y hechiceros. Los inquisidores tomaron cartas en asunto de tanta
resonancia en la provincia de Bari y citaron a juicio al acusado.
Harto prolijo y a fondo debió ser el examen, ya que duró dos
semanas y le dedicaron tres largas sesiones, indagando su género de vida y
arguyéndole sobre las cuestiones teológicas más debatidas entonces, a todo lo
cual respondió con una seguridad y acierto asombrosos. Más aún, pues allí mismo
verificó un milagro, ya que le mandaron leer en un breviario las lecciones
históricas de Santa Catalina de Sena, que contenían un error histórico y, no
viendo lo que tenía ante sus ojos, hizo por tres veces una lectura correcta y
exacta. Nada encontraron aquellos doctos y ecuánimes jueces que fuera censurable
o erróneo en fray José, por lo que proclamaron su inocencia y sabiduría, pues
era evidente que tenía ciencia infusa.
Esta gracia gratis data se comprueba mejor en los
atestados hechos para el proceso de su canonización. Pero aún hay otro
testimonio de más valía, dado por la boca de un pequeñuelo que apenas sabía
hablar. Cuando se le presentó su madre al Santo, acaricióle éste, rogándole que
repitiera: «Fray José es un pecador, que merece el infierno», y con voz clara el
chiquitín dijo: «Fray José es un gran santo, que merece el cielo»...
Como la fama de tales portentos se dilataba cada vez más, de
todas partes acudían al convento donde residía el frailecito de Cupertino, por
lo que el padre ministro general de los conventuales, fray Juan B. Berardiceldo,
decidió llamarle a su residencia de Roma. Recibióle con cautela y dio órdenes
para que se le aposentara en la más apartada celda de aquel convento.
Todo fue en vano. Los éxtasis y los milagros se multiplicaron,
y las más altas dignidades eclesiásticas se preocupaban de ver al taumaturgo.
Hasta el mismo Papa manifestó deseos de conocerle, y, conducido por el padre
ministro general, fue recibido en audiencia particular por el papa Urbano VIII;
pero hete aquí que, nada más ver al Vicario de Cristo, se quedó extático fray
José y, en suave levitación, permaneció suspenso en el aire por largo rato,
hasta que su superior le mandó que descendiera. Al terminar la audiencia, el
Papa dijo al general: «Si este fraile muriese durante nuestro pontificado, Nos
mismo daríamos testimonio de lo sucedido hoy».
Tan extraordinario fenómeno místico llegó a ser cosa corriente
en la vida de fray José. Parecía como que su mortificada carne estaba ya exenta
de las leyes ordinarias de la gravitación y, en cuanto una idea u objeto le
recordaba algo divino, sus sentidos se enajenaban y el cuerpo ascendía por los
aires, a veces hasta unirse con la imagen, que le atraía como suave imán,
pasando por encima de las velas encendidas, sin que sus llamas quemaran el pobre
sayal.
En 1639 fue destinado al observante convento de Asís, donde le
sobrevinieron graves crisis de aridez espiritual y lúbricas tentaciones, a lo
que se juntaron otras penosas enfermedades y humillaciones; pero, cuando su
general le volvió a trasladar a Roma en 1644, se le acabaron todas estas pruebas
y comenzó otra serie de compensaciones gloriosas, que continuaron después, al
retornar a vivir junto al sepulcro de su padre; allí prodigó los milagros,
compuso discordias, purificó las costumbres y evitó una sangrienta revuelta, por
todo lo cual llegó a merecer que las autoridades y el pueblo le proclamasen
hijo adoptivo de aquella histórica ciudad, perla de la Umbría.
Esta serie de éxitos ruidosos despertó otra de nuevas
contradicciones y hasta de diabólicas venganzas.
En cierta ocasión, caminando a caballo de uno a otro convento,
al pasar por un estrecho puente, la furia infernal espantó a la noble bestia y
el jinete cayó al río; pero lo maravilloso fue que fray José salió del agua
tranquilamente con el hábito seco. Contaba después este lance con su ordinaria
sencillez, diciendo que fue el diablo quien le dio un empujón, exclamando:
«¡Muere aquí, fraile hipócrita, abandonado de Dios!»; pero que él le había
respondido: «En todo momento quiero esperar en el Señor, que siempre me ayuda, y
no habrá quien me haga desconfiar de Él...»
También debió ser otra diabólica trama la nueva persecución,
suscitada en Roma contra el Santo de Cupertino. Cuando subió al solio pontificio
Inocencio X, decidió acabar de una vez con todas las disputas que había en torno
a los hechos portentosos de fray José y, para esclarecer la verdad y evitar
posibles amaños, mandó que se le recluyera en el escondido convento capuchino de
Petra Rubra, para librar así a los conventuales de calumniosas maledicencias.
Todo fue en vano; pues el ambiente aislador se trocó en nueva exaltación, y
aquella recóndita casa convirtióse en centro de peregrinación y manantial de
prodigios, creciendo más el frenesí de los fieles. Esto motivó un nuevo traslado
a Fesonbrone, pero continuaron allí los éxitos del taumaturgo igual que
antes.
Con el cambio de Pontífice, pudieron lograr los conventuales
que se permitiera al discutido fraile retornar a vivir entre sus hermanos de la
primitiva Orden, y sus superiores le señalaron como residencia claustral a
Osimo, en la región de Las Marcas.
Desde que llegó a la que iba a ser su última morada, hasta que
enfermó en ella el 10 de agosto de 1663, puede decirse que pasó el ocaso de su
vida en un continuado y dulcísimo rapto. Hubieron de separarle de la comunidad y
señalarle un oratorio interior, para que celebrase con sus extraordinarios
fervores el santo sacrificio, que solía durar casi una hora.
El don de profecía, que había mostrado antes en favor de otros,
sirvióle también entonces para conocer la proximidad de su muerte.
Preparóse para el trance final con singular fervor, y pidió él
mismo que le administrasen los últimos sacramentos.
Aunque yacía consumido por la fiebre en su pobrísimo lecho, al
sentir el toque de la campanilla que anunciaba la proximidad del viático, como
impulsado por el resorte de su amor, dio su postrer vuelo para salir, de hinojos
sobre el aire, al encuentro de Jesús, exclamando: «¡Oh, véase libre cuanto antes
mi alma de la prisión de este cuerpo, para unirse con Vos!»
Después entró en suave agonía, fijos los ojos siempre en lo
alto y repitiendo el Cupio dissolvi... [cf. Flp 1,23: “Deseo partir y
estar con Cristo...”] ¿Qué contemplaría entonces quien durante su vida disfrutó
de tan dulcísimos raptos?... ¡Misterios de la vida interior! Sólo sabemos que
sus últimas palabras fueron: Monstra te esse Matrem..., del himno a la
Virgen Ave, maris stella. Así entregó su espíritu a Dios este fino amante
de María el 18 de septiembre de 1663. Aquel perfume milagroso y celestial, que
tantas veces había descubierto su presencia en los recovecos de los conventos,
se difundió por todas partes y duró en su celda más de trece años.
José María Feraud García, San José de Cupertino, en
Año Cristiano, Tomo III, Madrid,
Ed. Católica (BAC 185), 1959,
pp. 716-723
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