TRADUCCIÓN

jueves, 6 de junio de 2013

LA REBELIÓN DE LOS FRAILES

Las leyes de Burgos prohibían la esclavitud y la segregación.
El gobernador Diego Colón está allí. Con él, los principales encomenderos de la isla y las autoridades de la colonia. Su enojo es patente: nadie les había dicho nunca nada igual. Aquel hombre, el dominico Montesino, lleva poco más de un año en La Española: ha llegado con otros catorce hermanos para evangelizar a los indios y hacer realidad el mandato de la difunta reina Isabel. Todos han acogido bien a los predicadores, pero éstos han visto lo que está sucediendo en campos y minas. Y no están dispuestos a callar.
 



 
El gran reprocheLa víspera, la comunidad de dominicos ha celebrado sesión. Allí estaban, entre otros, el vicario de la comunidad fray Pedro de Córdoba, fray Bernardo de Santo Domingo, fray Domingo de Villamayor, fray Tomás de Fuentes y fray Domingo Velázquez. Juntos, han decidido denunciar la explotación de los indios taínos. La comunidad ha elegido a fray Antonio Montesino como su portavoz. Por eso es Montesino quien sube al púlpito ese domingo. Y no se va a morder la lengua:
“Todos estáis en pecado mortal y en él vivís y morís, por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes. Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre aquestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas; donde tan infinitas dellas, con muertes y estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin dalles de comer ni curallos en sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren, y por mejor decir, los matáis, por sacar y adquirir oro cada día? ¿Y qué cuidado tenéis de quien los doctrine, y conozcan a su Dios y criador, sean bautizados, oigan misa, guarden las fiestas y domingos? ¿Estos, no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amallos como a vosotros mismos? ¡Tened por cierto, que en el estado que estáis, no os podéis más salvar que los moros o turcos que carecen y no quieren la fe de Jesucristo!”.
 
¡Los moros o los turcos! Para aquellos caballeros, que blasonaban de enarbolar la bandera de la cristiandad, la acusación debió de ser un ultraje. Y sin embargo, en el fondo nadie ignoraba que aquellos dominicos, Montesino y los demás, estaban dando voz a un rasgo singular de la conquista española de las Indias: el mandato evangelizador. En estas páginas ya hemos visto la trascendental innovación que supuso el testamento de Isabel la Católica: por primera vez una potencia conquistadora se imponía a sí misma la obligación de tratar bien a los vencidos, no esclavizarlos y convertirlos a la fe de Jesucristo. En la época, semejante disposición fue de una heterodoxia inconcebible, porque alteraba el derecho de conquista hasta entonces vigente. Un derecho que había llevado a los conquistadores a la convicción de que no había nada inmoral en explotar a los vencidos. Y, sin embargo, todo eso iba a cambiar.
Derecho de conquistaEn efecto, hasta aquel momento, y durante siglos, el derecho de conquista se basaba en tres fuentes que nadie discutía. Una, el derecho romano: el descubrimiento y ocupación de un territorio era título suficiente para ejercer un pleno dominio con total legitimidad. Dos, el derecho medieval: los no cristianos carecían de personalidad jurídica y, por tanto, no podían ser sujetos de derecho, lo cual legitimaba la esclavitud, entre otras cosas. Tercera fuente, el derecho pontificio: dado que el Papa era suprema jurisdicción internacional, la Santa Sede podía otorgar derecho de conquista a un rey, a un “príncipe cristiano”. Cuando España llega a América, lo hace con todos esos títulos; la Conquista es estrictamente legal.
Ahora bien, el Papa había prescrito que los españoles quedaban obligados a la evangelización, la conversión de los infieles. Y eso cambiaba las cosas, porque los indios, una vez conversos, eran sujetos de derecho. Por eso, la reina Isabel, en su testamento, había dispuesto que los indios fueran “bien tratados”. Nace así una contradicción, que llegará a ser violenta, entre la teoría de la conquista, que se rige por el nuevo imperativo de la evangelización, y la práctica, que se aplica según los viejos principios de ocupación y dominio. Los encomenderos se sentían plenamente legitimados para actuar como lo estaban haciendo, pero los dominicos sabían que los indios “son hombres y tienen ánimas racionales”, como decía Montesino en su sermón. Por eso los encomenderos se vieron amenazados con la condenación eterna.
La hora de los juristasMontesino repitió su sermón al domingo siguiente. El problema alcanzó una temperatura insoportable. Los predicadores llegaron hasta las últimas consecuencias: negaron la absolución a los encomenderos que mantuvieran indios en régimen de explotación. El veto no ahorró a nadie. Por ejemplo, entre los que vieron su absolución negada figuraba incluso un sacerdote que en otro tiempo, como colono, había participado en la conquista de Higüey y ahora regentaba un repartimiento de indios. Se llamaba Bartolomé de las Casas.
Quizás en otro lugar y en otro tiempo no hubiera pasado nada, pero en la España del Renacimiento sí pasó. La denuncia de los dominicos no sólo había planteado una crisis moral en La Española, sino que además había alimentado el fuego de la sorda oposición que se vivía en la isla entre partidarios y detractores de Diego Colón. El tesorero Pasamonte escribió a la corte dando cuenta de los sucesos y el rey Fernando tomó cartas en el asunto. Fernando el Católico nunca había sido un místico ni tampoco un idealista; era más bien un tipo del género pragmático. Pero sabía perfectamente que la legitimidad de la presencia española en las Indias descansaba en el mandato evangelizador. Si los frailes se sublevaban contra el poder civil, es que algo grave estaba ocurriendo. Ahora bien, la Corona no podía consentir que la autoridad del gobernador Colón quedara en entredicho de semejante manera. Había que actuar.
 
De entrada, Diego Colón denunció a los frailes ante el Consejo de Castilla. El superior de los dominicos en España, fray Alonso de Loaysa, se puso del lado de la autoridad: condenó a sus hermanos bajo acusación de estar inspirados por el demonio. El rey, por su parte, escribió a Colón reafirmando la legitimidad del sistema de encomiendas y aconsejándole que procurara una retractación por parte de los dominicos. Ninguno de los predicadores se avino a tal cosa. En marzo de 1512 la Corona les ordenaba viajar a España. En principio, para castigarles. Pero no fue eso lo que pasó.
 
No fue eso lo que pasó porque la España de la época, contra todos los tópicos modernos, era probablemente el país más civilizado y culto de Europa, de manera que los frailes Córdoba y Montesino, de vuelta en la península, no fueron ejecutados, ni torturados, ni encarcelados ni nada de eso, sino que se les llamó a capítulo, se les interrogó, se escucharon sus razones y, finalmente, se deliberó sobre cuánto había de verdad y mentira en sus denuncias. Y hecho todo esto, la Corona decidió que había que tomar en serio el asunto. ¿Cómo? Dictando normas de obligado cumplimiento que garantizaran la dignidad de los indígenas y el mandato evangelizador de la conquista. Era la hora de los juristas.
 
La Junta de BurgosFernando el Católico reunió a lo mejor que tenía: bajo la presidencia del obispo de Palencia, Juan Rodríguez de Fonseca, a la sala capitular del convento dominico de San Pablo, en Burgos, llegaron el letrado Hernando de la Vega, los licenciados Gregorio (predicador del rey), Santiago Zapata, Moxica y Santiago, el afamado doctor López de Palacios Rubios (cumbre de los juristas de su tiempo) y los teólogos fray Tomás Durán, fray Pedro de Covarrubias y fray Matías de Paz, dominicos los tres. Los frailes Antonio de Montesinos y Pedro de Córdoba concurrieron como testigos, pero también, en representación de la otra parte, el franciscano Alonso del Espinar. Y allí, en aquellas sesiones, Matías de Paz formuló por primera vez una tesis que para la época sencillamente era revolucionaria, a saber: que el indio era un ser humano pleno y, por tanto, titular de derechos. Hoy nos parece una obviedad, pero en 1512 sólo mentes españolas –y, desde luego, no todas– estaban en condiciones de pensar de esta manera.
 
De la Junta de Burgos salieron unas leyes –fechadas en 27 de diciembre de aquel año– que a partir de entonces iban a orientar la acción colonizadora en América. Se llamaron “Ordenanzas reales para el buen regimiento y tratamiento de los indios”. Sus disposiciones representaban una innovación trascendental. Los indios –decían las leyes de Burgos- son libres y deben ser tratados como tales. Han de ser instruidos en la fe, como mandan las bulas pontificias. Tienen la obligación de trabajar, pero sin que ello estorbe su educación en la fe, y de tal modo que ellos obtengan provecho personal de su trabajo, lo que incluye expresamente un salario justo. Ese trabajo ha de ser conforme a su constitución, de manera que lo puedan soportar, y ha de tener sus horas de distracción y de descanso. Los indios han de tener casas y haciendas propias, y deben tener tiempo para dedicarlo a su cultivo y mantenimiento. Además, han de tener contacto y comunicación con los cristianos. En suma, las leyes de Burgos declaraban prohibidas la esclavitud y la segregación.
 
Costará mucho aplicar esas leyes; entre otras cosas, porque para la mentalidad general de la época resultaban inconcebibles. Los dominicos, de hecho, no dejarán de exigir su cumplimiento. Pero al año siguiente habrá nuevas leyes –las de Valladolid– que ampliarán la protección a las mujeres y a los niños. Y la obra legislativa no cesará, hasta el punto de convertirse poco más tarde, con Francisco de Vitoria, en el embrión de la teoría jurídica de los derechos humanos. Era otra dimensión de la conquista: la espiritual e intelectual. Y todo eso empezó con la rebelión de aquellos frailes de La Española y su encendido sermón de Adviento.
 
J.J. Esparza

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