Mensor, Sair y Zeokeno 
pertenecían a una vieja estirpe de servidores de las estrellas. Aunque 
cada uno era señor soberano y sumo sacerdote de una tribu de 
pastores, el estudio del firmamento lo hacían desde la misma base de 
operaciones: una torre piramidal de la que salían unos tubos largos y enormes. 
Allí se turnaban con el compromiso de anotar y compartir con los otros sus 
observaciones.
El día en que se les anunció el nacimiento de Cristo -la imagen de una 
doncella y un niño en el centro de una estrella-, montaron en sus camellos y 
ordenaron marchar a Belén en una caravana de sirvientes y regalos. Y de 
inmediato. Sin duda, aquella era la señal largamente esperada, 
la misma con la que soñaron los fundadores de la dinastía más de mil años 
atrás.
Entusiasmo y alegría
Entusiasmo y alegría
Las crónicas de Emmerick están marcadas por la 
profusión de detalles, agotadora cuando de vestimentas se 
trata, defecto profesional de la vidente, que fue modista y costurera. 
En el caso de la caravana, eso sí, la descripción milimétrica de los ropajes 
sirve para clasificar a cada una de las tres huestes. “Las tribus vestían un 
poco distinto entre sí”, dice Emmerick. 
Otro criterio clasificador es el de la raza. Aunque los tres clanes tenían un tronco común, a lo largo de los siglos se habían aventurado por los senderos del mestizaje, siendo el color de piel de Mensor atezado, el de Sair pardo y el de Zeokeno amarillento. De color negro, salvo algunos esclavos, Emmerick no vio a nadie, para desencanto de los leales al rey Baltasar.
Pero era más lo que les unía que lo que les separaba. Por ejemplo, el piadoso entusiasmo, casi una constante a lo largo de la marcha, fiel reflejo del carácter alegre de unos reyes que aunaban en su persona el poder temporal y espiritual, sí, pero cuyo papel más genuino era el del paterfamilias, que bordaban a la hora de trinchar los alimentos y distribuir las raciones entre los miembros de su séquito, desde los más notables a los de más baja condición.
Otro criterio clasificador es el de la raza. Aunque los tres clanes tenían un tronco común, a lo largo de los siglos se habían aventurado por los senderos del mestizaje, siendo el color de piel de Mensor atezado, el de Sair pardo y el de Zeokeno amarillento. De color negro, salvo algunos esclavos, Emmerick no vio a nadie, para desencanto de los leales al rey Baltasar.
Pero era más lo que les unía que lo que les separaba. Por ejemplo, el piadoso entusiasmo, casi una constante a lo largo de la marcha, fiel reflejo del carácter alegre de unos reyes que aunaban en su persona el poder temporal y espiritual, sí, pero cuyo papel más genuino era el del paterfamilias, que bordaban a la hora de trinchar los alimentos y distribuir las raciones entre los miembros de su séquito, desde los más notables a los de más baja condición.
| VISIONESSupo que no todos veían lo que ella el día que en la escuela corrigió al maestro acerca de cómo había sido la creación. Las primeras visiones, decía, las tuvo en el seno materno. Fue testigo, sobre todo, de pasajes de Historia Sagrada, pero también de Historia profana, como el cautiverio de Luis XVI y María Antonieta. Sus detractores apuntan al poeta Clemente Brentano, quien la acompañó los últimos años de su vida, como verdadero autor de los relatos. Frente a esta acusación, los defensores de la veracidad oponen el hallazgo de la casita de la Virgen en Éfeso, llevado a cabo a partir de las visiones de Emmerick. Juan Pablo II la beatificó el 3 de octubre de 2004. | ||||
Cuenta Emmerick que en un alto en el camino 
nuestros protagonistas invitaron al rey de Causur, del que eran huéspedes, a que 
mirara por un tubo la estrella que les guiaba; quedó tan asombrado al 
ver un bebé con una cruz que les pidió que a la vuelta le mantuvieran 
al corriente de cuanto hubiesen visto, con la promesa por su parte de elevar 
altares y ofrendas al Dios recién nacido. Quedarse a la espera en su palacio de 
Causur en vez de unirse a la comitiva significó desaprovechar la ocasión 
de incorporarse a la tradición como el cuarto mago de Oriente. 
Otro que pidió a los Magos un informe detallado de su visita, y no para 
ir a adorar al Niño, como les había hecho creer, fue Herodes. Ya le habían 
llegado rumores acerca del nacimiento del rey de los judíos, enseguida 
desmentidos por sus espías, quienes tras discretas 
averiguaciones llegaron a la conclusión de que se trataba de romances de 
pastores, pues en Belén solo encontraron a una familia pobre en una 
cueva.
Con tal información, Herodes pudo conjurar la 
posibilidad de un movimiento político de sillas (o mejor: de tronos) y 
entregarse a sus intrigas y bacanales, si bien por poco tiempo, 
pues de las mismas le sacó la majestuosa caravana -más de doscientas 
personas, un cuarto de legua de largo- de Mensor, Sair y Zeokeno. 
A lo largo del mes que duró el trayecto de ida, la comitiva había ido 
creciendo por aluvión, debido a la generosidad de los Reyes que, a su 
paso por los pueblos, en vez de caramelos, lanzaban pepitas de oro. “La gente se 
empujaba por los regalos”, cuenta Emmerick. 
El momento más hermoso fue 
en Jerusalén donde se les sometió a una gran prueba de fe. 
Nadie sabía qué habían ido a buscar allí. Por un momento dudaron. ¿Y si se 
habían equivocado? Pero se mantuvieron firmes. Y su perseverancia fue 
recompensada: camino de Belén la estrella, que había perdido su brillo, volvió a 
recuperarlo. Apuntaba, en vertical y con fuerza, a una gruta en la 
ladera de una colina. Allí les esperaba un niño, el mismo al que habían 
visto dibujado en los astros. Era la Luz del Mundo. 
No le 
adoraron una vez, sino varias. Solos y acompañados por sus sirvientes. 
Siempre elegantes, majestuosos. Toda su ciencia la estimaban en nada, pues era 
tanta su emoción que estaban apenas acertaban con las palabras, como si ante Él 
se hicieran como niños. Claro que le llevaron oro, incienso y mirra. Pero 
también bandejas, mantos, cajitas, vasos... Objetos, en fin, que utilizarían los 
cristianos en sus primeros cultos. María, a modo de regalo, les regaló 
el velo con que ella y el Niño se tapaban. 
Y así, con un nuevo 
título en las alforjas (el de primicia de los gentiles), su fe 
aumentada y el aviso de que Herodes les preparaba una trampa, emprendieron la 
vuelta por el mismo camino por el que, treinta y tres años después, Cristo 
regresaría de Egipto. 
| AL SERVICIO DE SUS MAJESTADES Descubrió a Ana Catalina Emmerick en 1980 -las presentaciones las hizo Alfonso Michael Bertodano Stourton- y desde entonces se convirtió en activo promotor de su publicación en español. José María Sánchez de Toca ha traducido, entre otras, las visiones de la beata sobre las que trata este reportaje. General de Infantería, Sánchez de Toca acredita méritos bastantes para ser nombrado Jefe del Cuarto Militar de la Casa de Sus Majestades los Reyes Magos de Oriente. | ||||
El último viajePorque 
-siempre según Emmerick- antes de su muerte en la Cruz, Cristo hizo dos 
viajes: uno a Egipto, donde visitó a los judíos que habían acogido a la 
Sagrada Familia, y otro, más prodigioso aún, para despedirse de los amigos que, 
siendo él un bebé, habían seguido una estrella para adorarlo: Mensor, Sair y 
Zeokeno. 
Los viajes tuvieron lugar entre la resurrección de 
Lázaro y la Pasión. Y no los hizo solo, sino acompañado por tres 
jóvenes discípulos: Eliud, Selas y Eremeanzar. La elección no fue casual. Los 
tres eran hijos de miembros de la comitiva de los Magos que, a su llegada a 
Belén, pidieron licencia a estos para establecerse allí, donde se 
casarían con pastorcillas. 
Cristo no se hizo acompañar por 
ninguno de los apóstoles, pues no quiso que quedara testimonio del 
viaje, si bien Eremeanzar desobedeció. “Su escrito se quemó, pero algo 
de él se conserva entre nosotros”, dice Emmerick, excitando la imaginación de 
los arqueólogos y los autores de best sellers.
En el trayecto 
entre Efraín (la ciudad a la que se retiró tras resucitar a Lázaro) y la capital 
de los Magos, Cristo predicó con oportunidad y sin ella, y no solo a sus 
discípulos, sino a las gentes que le salían en el camino. A todo el que 
le preguntaba quién era y qué quería, Cristo le respondía que era un pastor en 
busca de corderos perdidos para llevarlos a buenos pastos. 
Cabe 
interpretar que, en el caso concreto, se refería a los Reyes Magos, cuya 
ciudad, tan rica en prodigios, hubiera dejado chiquita a la cabaña de Papá Noel 
imaginada por los mejores dibujantes de la factoría Disney: palacios de 
paredes diáfanas y galerías al aire libre, calzadas pavimentadas con mosaicos de 
colores, colinas de suaves pendientes y oro en sus laderas, parques con fuentes 
de varios pisos en el centro... 
Y era Él...Al igual que 
María en Belén, que presintió en sueños la llegada de los Reyes, estos 
adivinaron la venida de Cristo, a quien en principio confundieron con un 
heraldo. Como bienvenida, ataron los árboles por las copas para 
curvarlos a modo de arcos del triunfo y una embajada de notables fue en busca de 
Jesús y sus discípulos, a quienes llevaron ante Mensor, pues Zeokeno se 
encontraba enfermo grave y Sair había muerto. 
Hasta que él se lo dijo, 
Mensor y Zeokeno no supieron que su huésped se trataba de aquel bebé al que 
habían adorado años atrás, por más que ante su presencia se sentían tan 
conmovidos como entonces. El propósito de su visita era invitarles a 
entrar en la viña y el reino de su Padre, en recompensa por haber 
creído, esperado y amado. Claro que para eso era condición convertirse y creer 
en el Evangelio. 
Cierto es que a su vuelta de Belén los Magos habían 
llevado a cabo grandes reformas en su religión. Por ejemplo, 
instituir una fiesta en conmemoración del día -8 de diciembre del año 15 antes 
de Cristo- en que les fue anunciada en las estrellas la concepción de María, 
visión a partir de la cual abandonaron los crímenes rituales de niños con los 
que pretendían acelerar el advenimiento del que habría de reinar. 
El 
tiempo que permaneció allí, Cristo instruyó a los Reyes, pero también a sus 
sacerdotes y al pueblo. Lo hacía en el templo en el que los Magos habían 
instalado una representación del nacimiento, adelantándose siglos a la 
tradición inaugurada por San Francisco de Asís. Les predicaba sobre la 
misericordia, el amor del prójimo y la redención, al tiempo que les invitaba a 
huir de toda tentación de idolatría. Tan hondo calaron sus enseñanzas que Mensor 
advirtió con el destierro a aquellos súbditos que no quisiera conformar su vida 
a la doctrina cristiana. 
Antes de partir, Cristo visitó la tumba de 
Sair, en la que cada día se posaba una paloma, signo que interpretó como 
bautismo de deseo, lo cual llenó de alivio a Mensor y Zeokeno, quienes le habían 
confesado que, tras su regreso de Judea, el único deseo de su amigo 
había sido vivir conforme a la voluntad del rey de los judíos. No fue 
este el único consuelo que Cristo les dejó, pues también les anunció que, a los 
tres años de la Pasión, les sería enviado un misionero de primera para completar 
su catecumenado y evangelización: el apóstol Tomás. 
Es palabra de Emmerick.

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