La ley de Dios es la luz que ilumina la mente y caldea el
corazón. Así lo comprendían aquellos que buscaban encontrar un sentido superior
a sus vidas: "Tu ley es mi consuelo... Cómo quiero yo tu ley! Ella es mi
meditación de todo el día... Por tus mandamientos me hiciste más sabio que mis
enemigos... Para el que ama tu ley es todo paz, no conoce tropiezo" -
escribían los antiguos justos profetas, el rey David y otros (Sal. 18:1, 77,
97-98, 165).
Los mandamientos de Dios son comparables con las leyes de la
naturaleza: ambos tienen por fuente al creador y se completan naturalmente,
porque éstas regulan la naturaleza inanimada mientras que los primeros
configuran la base moral del alma humana. La diferencia entre ambos consiste en
que la materia obedece incondicionalmente a las leyes físicas, mientras que el
hombre goza de libre albedrío para obedecer o no a las leyes morales. Al
conceder al hombre la posibilidad de elegir libremente, Dios manifiesta su gran
misericordia y esta libertad es la que permite que el hombre crezca
espiritualmente y se perfeccione, inclusive que llegue a asemejarse a Dios.
Sin embargo, este albedrío implica
en el hombre la responsabilidad de sus actos.
La transgresión
consciente de los mandamientos de Dios conduce a la degradación
espiritual y física, a la esclavitud, a los padecimientos y finalmente a la
catástrofe. Por ejemplo, antes que Dios hubiera creado el mundo visible, tuvo
lugar una tragedia en el mundo angélico cuando el orgulloso Lucifer se reveló
contra el Creador y formó con otros ángeles su propio reino que resultó ser el
sitio de las tinieblas y del horror, llamado infierno. Ya durante la existencia
de la humanidad, otra tragedia se produjo cuando nuestros ancestros, Adán y Eva,
inflingieron el mandamiento de Dios. En consecuencia, el germen del pecado de la
desobediencia se transmitió a sus descendientes y la vida de los hombres se
llenó de delitos, sufrimientos y desgracias. Dentro de las catástrofes de menor
envergadura hay que incluir el Diluvio Universal que fue un castigo para los
contemporáneos de Noé; la destrucción de Sodoma y Gomorra; la aniquilación del
reino de Israel primero, luego el de Judea en tiempos de Nabucodonosor, y
nuevamente en el año 70 de nuestra era; la caída del imperio bizantino y del
ruso; y muchas otras calamidades que sufren diversos países por los pecados de
sus habitantes.
Al comparar las leyes de la naturaleza con los mandamientos de
Dios, es preciso destacar que las leyes de la naturaleza son temporarias y
condicionales: han surgido junto con el mundo físico y probablemente dejarán de
existir con él (es la opinión de algunos científicos contemporáneos). Las leyes
morales en cambio, son eternas, porque incluyen normas fundamentales de la moral
de los inmutables ya que reflejan la esencia del perenne e invariable
Creador.
Los fundamentos de la ley moral están impuestos por el Creador
dentro de la misma naturaleza espiritual del hombre. Sentimos la presencia de
esta ley en nosotros en cada vez que nuestra conciencia nos indica qué conviene
y qué no conviene hacer. Comparando la ley moral inserta en el alma humana con
la ley de las Sagradas Escrituras encontramos que poseen el mismo contenido: los
mandamientos de Dios confirman en una forma concreta lo que le dice a nuestro
corazón un sentimiento interior, llamado conciencia.
En el presente folleto hablaremos de los Diez Mandamientos (el
decálogo) que constituyen el fundamento de todos los sistemas legislativos,
antiguos y modernos. Relataremos sucintamente las circunstancias en que fueron
encontrados y luego revelaremos su significado para la vida del
cristiano.
los Diez Mandamientos
EL ACONTECIMIENTO MÁS SIGNIFICATIVO del Antiguo Testamento es
la entrega que hace Dios de los Diez Mandamientos. Con el Decálogo está
relacionada la formación misma del pueblo hebreo. En efecto, antes del
otorgamiento de los mandamientos, vivía en Egipto una tribu semítica de
esclavos, embrutecidos y privados de sus derechos; pero después de la
legislación del Sinaí surge un pueblo llamado a crecer y servir a Dios, del cual
luego se originarían grandes profetas, apóstoles y los santos de los primeros
siglos del cristianismo. En su seno nació corporalmente el propio Salvador del
mundo, el Señor Jesucristo.
Acerca de las circunstancias relacionadas con la recepción del
Decálogo nos relatan los capítulos 19, 20 y 24 del libro del Exodo. En Egipto,
mil quinientos años antes de la Natividad de nuestro Señor Jesucristo, después
de los grandes prodigios hechos por el profeta Moisés, el faraón se vio obligado
a dejar salir de su país al pueblo hebreo. Este, después de cruzar
milagrosamente el mar Rojo, se dirigió al sur, a lo largo de la península de
Sinaí en busca de la Tierra Prometida. Hacia el quincuagésimo día después del
éxodo de Egipto, el pueblo hebreo acampó al pie del monte Sinaí (Sinaí y Horeb
son dos cumbres de una misma montaña. Moisés subió al monte y allí el Señor le
anunció: "Di a los hijos de Israel, si obedecieren Mi voz y cumplieren Mi
testamento, serán Mi pueblo." Cuando Moisés transmitió la voluntad de Dios,
le contestaron: "Todo lo que ha dicho el Señor lo cumpliremos y seremos
obedientes." Entonces el Señor le ordenó a Moisés que para el tercer día se
preparase con ayuno y oración. Al tercer día una espesa nube cubrió la cumbre
del monte Sinaí. Entre relámpagos y truenos se escuchaban sonidos de trompetas.
Del monte subía humo y toda la montaña oscilaba fuertemente. A cierta distancia
el pueblo, trémulo, observaba lo que acontecía. En el monte el Señor le dictó a
Moisés Su Ley - los Diez mandamientos y luego el profeta los transmitió al
pueblo.
Al aceptar los mandamientos el pueblo hebreo prometió
observarlos, entonces fue concretado un Pacto (una unión) entre Dios y los
hebreos. Este Pacto consistía en que el Señor prometía al pueblo hebreo su
misericordia y protección mientras que los hebreos prometían llevar una vida
justa. Después de esto Moisés subió otra vez al monte y permaneció allí en ayuno
y oración durante 40 días. Allí, el Señor le entregó a Moisés otras leyes
religiosas y civiles, ordenó la construcción del Tabernáculo (un templo-tienda
transportable y estableció reglas relacionadas con el servicio de los sacerdotes
y sacrificios. Al finalizar los 40 días Dios escribió Sus Diez mandamientos, que
antes fueron transmitidos verbalmente, sobre dos placas de piedra (tablas) y
ordenó que sean guardadas en el "Arca del Pacto" (Una caja dorada con imágenes
de querubines en la cubierta. para el permanente recuerdo de la unión entre él y
el pueblo hebreo (se desconoce dónde están las tablas actualmente). En el
capítulo segundo del 2 Libro de los Macabeos se relata que durante la
destrucción de Jerusalén por Nabucodonosor en el siglo VI a.C. el profeta
Jeremías las escondió junto a otros objetos sagrados del Templo en una caverna
del monte Nevo. Este monte se encuentra unos 20 km al este de la desembocadura
de río Jordán en el mar Muerto. Poco antes de la entrada de los hebreos en la
Tierra Prometida (1400 años a.C.) en este mismo monte fue sepultado Moisés. Los
repetidos intentos de hallar las tablas originales hasta ahora fueron
infructuosos. Transcribimos a continuación los Mandamientos.
Mandamientos para honrar a Dios:
2. No harás escultura, ni imagen alguna, ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra, no te postrarás ante ellas ni le servirás.
3. No tomarás el nombre del Señor, tu Dios, en vano.
4. Recuerda el día del sábado para santificarlo, seis días trabajarás y harás todos tus trabajos, más el séptimo día, sábado, - lo dedicarás al Señor, tu Dios.
Mandamientos debidos al hombre
5. Honra a tu padre y tu madre para que tus días se prolonguen y sean buenos en la tierra.
Mandamientos para honrar a Dios:
1. Yo soy el Señor, tu Dios, y no tendrás otro Dios más que a
Mí.
2. No harás escultura, ni imagen alguna, ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra, no te postrarás ante ellas ni le servirás.
3. No tomarás el nombre del Señor, tu Dios, en vano.
4. Recuerda el día del sábado para santificarlo, seis días trabajarás y harás todos tus trabajos, más el séptimo día, sábado, - lo dedicarás al Señor, tu Dios.
Mandamientos debidos al hombre
5. Honra a tu padre y tu madre para que tus días se prolonguen y sean buenos en la tierra.
6. No matarás.
7. No cometerás adulterio.
8. No robarás.
9. No dirás falso testimonio contra tu prójimo.
10. No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni la casa de tu prójimo, ni sus campos, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna que le pertenezca.
10. No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni la casa de tu prójimo, ni sus campos, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna que le pertenezca.
Durante el peregrinaje por el desierto, que duró 40 años,
Moisés fue registrando poco a poco lo que el Señor le reveló en el monte Sinaí y
en las apariciones posteriores. A partir de esas anotaciones se formaron los
siguientes libros bíblicos: el Exodo, los Números, Levítico y el Deuteronomio.
Estos cuatro libros junto con el primero, "Génesis," forman el Pentateuco. Entre
los Diez Mandamientos presentados en Exodo: 1-17 y Deuteronomio 5:6-21 existen
diferencias insignificantes que consisten en breves aclaraciones.
Diez Mandamientos
LAS LEYES PRESENTADAS por el profeta Moisés al pueblo hebreo
tenían por objeto la regulación, no sólo de la vida religiosa, sino también de
la civil. En la época del Nuevo Testamento la mayor parte de las leyes civiles y
rituales fueron abolidas por los apóstoles. (Ver lo establecido por el Concilio
Apostólico en el cap. 15 de los Hechos de los Apóstoles).
Sin embargo, el Decálogo y otros mandamientos que determinan el
comportamiento moral del hombre conforman conjuntamente con la doctrina del
Nuevo Testamento, la ética. En cuanto a los Diez mandamientos es necesario
afirmar que contiene los fundamentos éticos, los principios básicos, en ausencia
de los cuales es inconcebible la existencia de cualquier sociedad humana. Son
una especie de "constitución" o "Magna Carta" de la humanidad. Probablemente
debido a su enorme importancia e intangibilidad los Diez Mandamientos fueron
escritos sobre la piedra, a diferencia de otras leyes escritas sobre materiales
perecederos como la madera o el papel.
Como veremos más adelante, los Diez Mandamientos poseen una
determinada secuencia. Así, los primeros cuatro tratan de las obligaciones del
hombre para con Dios; los cinco siguientes regulan las relaciones recíprocas
entre los hombres y el último mandamiento llama a la pureza de pensamientos y
deseos.
Sin duda existen ciertos rasgos comunes entre los Diez
Mandamientos y las leyes de los pueblos antiguos que poblaban la región noroeste
de la Mesopotamia. (Se conocen las leyes del rey sumerio Ur-Nammu (año 2050
a.C.); del rey amorrea Bilalama, del gobernante súmero-acadio Lipitishtar; del
rey de Babilonia Hamurabi (año 1800 a.C.); las leyes asirias e hititas
redactadas alrededor del año 1500 a.C., etc. Estos elementos comunes y
coincidentes pueden explicarse por la universalidad de la ley moral puesta por
Dios en el alma humana. Si la naturaleza humana no estuviese dañada por el
pecado, probablemente la sola voz de la conciencia sería suficiente para regular
las relaciones
entre los seres humanos. Diferenciándose de los Diez
Mandamientos las antiguas legislaciones paganas manifiestan claramente la
imperfección moral de sus autores.
Los Diez Mandamientos están redactados de una manera concisa y
se reducen a las exigencias mínimas. En esta particularidad reside su mayor
ventaja: ofrece al hombre la máxima libertad para organizar sus asuntos
cotidianos, sólo estableciendo claramente los límites que no deben ser
sobrepasados para que no se destruyan los fundamentos de una vida en
sociedad.
Nuestro Señor Jesucristo se refería a menudo en sus pláticas a
los Diez Mandamientos y les daba una interpretación más perfecta y profunda. De
éste hablaremos con más detalles al analizar cada mandamiento por
separado.
El Primer Mandamiento
"Yo soy el Señor, tu Dios, y no tendrás otro Dios más que a
Mí."
Con este mandamiento Dios indica al hombre que El es la fuente
de todos los bienes y la meta de todos los actos humanos. Siguiendo este primer
mandamiento, el hombre debe tratar de conocer a Dios y dirigir sus actos a la
gloria de Su nombre. Este principio rector de nuestras intenciones fue señalado
por nuestro Señor Jesucristo cuando nos enseña a pedir en la oración: "
Santificado sea tu nombre."
De esta manera, en el primer mandamiento se traza el rumbo de
la actividad intelectual y volitiva del hombre, echando los cimientos de su
propia vida. Por eso este mandamiento ocupa el primer lugar; dirige la mirada
espiritual del hombre hacia Dios y le dice que el Señor sea el principal
objetivo de sus pensamientos e intenciones. Considera el conocimiento de Dios
como la ciencia más valiosa, Su Voluntad como la autoridad máxima y Su servicio
como la vocación de la vida. El primer mandamiento pone de manifiesto la
superioridad de los Diez mandamientos sobre las legislaciones de otros pueblos,
antiguos o modernos, ya que ponen la fe como base de la moral y la vida. La
experiencia demuestra que la moral sólo puede construirse sobre una base
religiosa, ya que sin la autoridad de Dios todos los principios humanos resultan
ser convencionales, inestables y poco convincentes. Lo confirma la historia del
estoicismo, del epicureísmo, de la doctrina de Pitágoras y de los sistemas
modernos como, por ejemplo, el de Kant.
En la actualidad, el primer mandamiento tiene tanta vigencia
como hace miles de años. El hombre de hoy está saturado con variadísimos
conocimientos pero sobre Dios y Su participación en la vida del ser humano suele
tener sólo una idea borrosa. El hombre, al distanciarse de Dios, priva su
intelecto de los conocimientos espirituales indispensables mientras que su vida
se torna tortuosa y vanidosa. ¿De qué manera se hace posible conocer a Dios?
Pues por medio de la lectura meditada de las Sagradas Escrituras; la meditación
sobre Dios, Su proximidad y Su amor para con nosotros y la reflexión sobre la
razón de nuestra existencia. También es útil para conocer a Dios la lectura de
las obras de los Santos Padres y de la literatura religiosa ortodoxa en general,
al igual que la oración privada o en común, en el templo y la participación en
charlas y conferencias religiosas. Al mismo tiempo el conocimiento de Dios no
deberá limitarse sólo al trabajo mental sino penetrar profundamente en el
corazón y reflejarse en nuestra vida, iluminando todos nuestros actos y
palabras.
De esta manera, el primer mandamiento hasta cierto punto
incluye en sí mismo los restantes mandamientos, que descubren en forma más
concreta el sentido del primero.
Los pecados contra el primer mandamiento son la negligencia en
el conocimiento de Dios y la indiferencia para con El, lo que a los pecados de
la mente tales como el ateísmo, el politeísmo, la incredulidad, el gnosticismo,
las supersticiones, la apostasía, la desesperación y las herejías. Es más
difícil liberarse de los pecados de la mente que de las acciones pecaminosas y
es por esta razón que los Santos Padres defendían con tanta abnegación y con
tanta energía la fuerza de la fe.
El Segundo Mandamiento
"No harás escultura, ni imagen alguna, ni de los que hay
arriba en los cielos, ni los que hay abajo en la tierra, ni lo que hay en las
aguas debajo de la tierra, no te postrarás ante ellas, ni les servirás."
Con este mandamiento el Señor le prohibe al hombre la creación
de imágenes o esculturas, materiales o imaginarias, servirles, adorarlas o
rendirles cualquier tipo de homenaje.
Este mandamiento fue escrito en una época en la cual la
humanidad estaba enferma de idolatría. En aquellos tiempos lejanos, los hombres
individualmente y pueblos enteros deificaban diversos elementos de la
naturaleza, los astros, imágenes de seres humanos, animales, monstruos y todos
aquellos que la oscura y supersticiosa mente humana veía de inexplicable y
sobrenatural. La fe de los tiempos del Antiguo Testamento y luego la doctrina
Cristiana, trajeron a los hombres la luminosa enseñanza sobre un único Creador
del universo, el Padre que ama a la humanidad y se ocupa de ella. Con el correr
de los siglos la fe cristiana desplazó las supersticiones de la antigüedad, de
manera que el paganismo hoy en día se refugia en rincones apartados del mundo,
como vestigio de las tinieblas del pasado: parcialmente en el Japón, China,
India y en algunas tribus indígenas de América del sur y Africa, donde tiene sus
días contados.
Para el hombre moderno adorar ídolos puede resultar ridículo e
inconcebible, sin embargo, el espíritu del segundo mandamiento que prohibe
adorar todo lo que no sea el único Dios, es transgredido por muchos. Los ídolos
modernos son las riquezas, la felicidad terrenal, los placeres físicos, la
admiración reverente de caudillos y líderes, ya sea políticos, artísticos o
deportivos. La "ciencia" también se convierte en un ídolo cuando su voz se
antepone a la fe. Es un ídolo todo aquello a lo que el hombre queda
excesivamente atado y por lo que sacrifica sus fuerzas y su salud en detrimento
de la salvación del alma, como la drogadicción, el alcoholismo, el tabaquismo,
los juegos de azar. Estos vicios son ídolos crueles de los pecadores. En el
libro del Apocalipsis (revelación) San Juan, el teólogo, vaticina la
intensificación del paganismo en los últimos tiempos, cuando relata acerca del
avasallamiento del hombre por las riquezas, las pasiones y las supersticiones.
(Ap. 9:20-21 El apóstol San Pablo dice "la avaricia es idolatría" y al
referirse a la gula "el vientre es su Dios" (Col. 3:5; Fil. 3:19).
Aclaración
Es incorrecto rechazar la veneración de los
santos iconos y otros objetos religiosos basados en el segundo mandamiento. En
la concepción ortodoxa un icono que representa a la Santísima Trinidad o al
Salvador, no es mirado como una deidad sino sólo como una rememoración del
verdadero Dios. El icono transmite en colores y contornos lo que las Sagradas
Escrituras transmiten con palabras, la imagen es tan simbólica como lo es la
palabra. Rezando ante un icono, los ortodoxos no adoran la materia con la cual
está hecho, sino a quien está representado en él. El hombre está formado de tal
manera que su vista, oído, y otros sentidos ejercen un enorme influjo sobre sus
pensamientos y su disposición espiritual. Resulta mucho más fácil dirigir
nuestros pensamientos al Salvador y percibir su proximidad cuando vemos ante
nosotros Su Purísimo rostro o su cruz, en lugar de tener delante una pared
desnuda u otra cosa que pudiera distraer la mente, apartándola de la
oración.
Tampoco contradice al segundo mandamiento la veneración de los
Santos, sus iconos y sus reliquias. Los Santos son nuestros hermanos mayores,
todos tenemos un solo Dios, los ángeles y los Santos nos ayudan en la tarea de
la salvación, son nuestros mediadores ante Dios. Nos dirigimos a ellos
pidiéndoles que recen por nosotros ante el trono de Dios y que nos ayude en todo
lo bueno. El mismo Señor nos ha ordenado "rogad los unos por los otros."
Como nos enseña el Evangelio, frecuentemente el Señor auxiliaba a aquellos
por quienes otros pedían. Es necesario comprender que el hombre no puede
salvarse fuera de la iglesia (asamblea o reunión), dentro de esta gran familia
en la cual todos deben ayudarse unos a otros, para la salvación. Nosotros, los
creyentes que vivimos en la tierra y los Santos en el cielo, formamos una sola
familia espiritual.
Resulta aleccionador el hecho de que Moisés, por quién
recibimos el mandamiento, al mismo tiempo recibió de Dios la orden de colocar
querubines de oro en la tapa del Arca de la Alianza. El Señor dijo a Moisés:
"Hazlos sobre ambos extremos de la cubierta... Allí voy a revelarme ante ti y
hablaré contigo desde encima de la cubierta, de entre los dos querubines." El
Señor también ordenó a Moisés que borde imágenes de querubines sobre la cortina
que separaba al santuario del Santo de los Santos; sobre el lado interior de las
cortinas hechas de valiosas telas, las cuales debían cubrir no solamente la
parte superior sino también los costados del tabernáculo (Ex.25:18-22 y
26:1-37). En el templo de Salomón había imágenes esculpidas y bordadas sobre
todas las paredes y sobre la cortina del templo (3 Reyes 6:27-29; 1 Crónica
3:7-14) y fueron renovados los querubines sobre la cubierta del Arca de la
Alianza (2 Cron. 3:10). Cuando finalizó la construcción del Templo "la gloria
de Dios (en forma de una nube) llenó el Templo" (3 Reyes 8:11). Las imágenes
de los querubines complacían al Señor y el pueblo mirándola rezaban y veneraban
a Dios.
Durante más de la mitad del tiempo veterotestamentario no había
imágenes del Señor en el Tabernáculo ni el templo de Salomón, porque los hombres
aún no eran dignos de ello. Tampoco existían imágenes de los santos de la
antiguedad, pues los hombres de aquel entonces aún no habían sido redimidos ni
justificados (Rom. 3:9-25; Mat.11:11). Según la tradición el propio Señor
Jesucristo envió la imagen milagrosa de Su rostro, llamada posteriormente "no
hecha por mano del hombre" (Mandylion), al príncipe de Edesea, Avgar, quien fue
curado de su enfermedad después de haber rezado delante de la imagen. San Lucas,
el Evangelista fue médico y también iconógrafo, de acuerdo a la tradición ha
dejado iconos de la Santísima Madre de Dios, algunos de los cuales fueron
llevados a Rusia. Posteriormente de estos iconos del Salvador y de la Madre de
Dios, los cristianos hacían copias; de las cuales muchos fueron glorificados por
el Señor a través de los milagros. Así surgieron los iconos
milagrosos.
El Tercer Mandamiento
"No tomarás el nombre del Señor, tu Dios, en vano."
Este mandamiento prohíbe el uso irrespetuoso del nombre de
Dios, como ser: en conversaciones vanas o en bromas. Los pecados contra el
tercer mandamiento son: los juramentos vanos en nombre de Dios, la blasfemia, el
sacrilegio, la burla, el incumplimiento de votos y promesas hechas a Dios,
juramentos e invocaciones en nombre de Dios en asuntos vanos de la vida.
El nombre de Dios debe pronunciarse con temor y reverencia,
porque encierra un inmenso poder. Cuando la palabra humana está unida a la
invocación del nombre de Dios, la naturaleza misma se somete a ella, tal es como
se relata en ciertos pasajes de la Biblia. En el libro de los hechos de los
Santos Apóstoles, se habla de muchos milagros y de la expulsión de demonios
realizados en nombre de Cristo. Por eso el nombre de Dios debe emplearse solo
después de la debida concentración mental en oración o durante un coloquio serio
acerca de Dios. La utilización de Su nombre en juramentos solemnes u oficiales
es admisible sólo en casos excepcionalmente importantes (He. 6:16-17).
El nombre de Dios, invocado con atención y reverencia durante
la oración, atrae la gracia Divina, trae la luz a la mente y alegría al corazón.
Bajo ninguna circunstancia hay que permitir conversaciones y bromas en el
templo.
El Cuarto Mandamiento
"Recuerda el día del sábado para santificarlo, seis días
trabajarás y harás todos tus trabajos, mas el séptimo día, sábado (día de
descanso), lo dedicarás al Señor, tu Dios."
En este mandamiento el Señor ordena trabajar durante seis días
en asuntos necesarios según el llamado de cada uno y dedicar el séptimo día a Su
servicio y la ejecución de obras santas. Entre las obras que complacen al Señor
se encuentran: la preocupación por la salvación de su propia alma, la oración en
el templo y en el hogar, el estudio de la palabra de Dios, la iluminación de la
mente y el corazón, con conocimientos religiosos útiles, las charlas sobre temas
piadosos y espirituales, ayuda a los pobres, visitas a los enfermos y reclusos,
consolación a los afligidos y otras obras de caridad.
En el Antiguo Testamento se festejaba el sábado ("Shabath" en
hebreo significa reposo en conmemoración de la creación del universo "y
bendijo Dios el día séptimo y lo santificó, porque en él cesó Dios de toda la
tarea creadora que había realizado" (Gen.2:3). A partir del cautiverio en
Babilonia los escribas judíos fueron enseñando el mandamiento referido al reposo
del sábado con demasiado rigor y formalismo, prohibiendo en ese día hacer
cualquier cosa, aun las buenas. Como se lee en el Evangelio, hasta el mismo
Salvador fue acusado por los escribas de la "violación del sábado,"
cuando El sanaba a alguien en ese día. El Señor les explicaba que el sábado
es para el hombre y no el hombre para el sábado (Marcos 2:27). En otras
palabras, el reposo del sábado fue establecido para el bien del cuerpo y el alma
y no para subyugar al hombre o limitarlo en sus buenas acciones. El alejarse una
vez por semana de las ocupaciones cotidianas, le permite al hombre concentrarse
mentalmente, renovar sus fuerzas físicas y espirituales, meditar acerca de la
meta de sus esfuerzos y en general de su existencia terrenal. El trabajo es
imprescindible, pero lo más importante es la salvación del alma.
En la época de los apóstoles, el sábado era respetado por los
cristianos de origen judío. No obstante, éstos se reunían al día siguiente,
domingo, para orar y comulgar. De esta manera, ya en el primer siglo de la era
cristiana surge el festejo del día domingo. Convertidos los paganos al
cristianismo, los apóstoles no le exigían que cumplan con el sábado sino por el
contrario, los reunían precisamente el día domingo. Así, poco a poco el sábado
cedió su lugar al domingo que comenzó a señalarse universalmente como el día
sagrado de Dios, a fin de cumplir con el cuarto mandamiento.
No sólo violaban el cuarto mandamiento los que trabajaban el
domingo sino también los que son perezosos para trabajar en otros días de la
semana o los que esquivan sus obligaciones, porque el mandamiento también dice
"seis días trabajarás." También infringen el cuarto mandamiento los que
aún sin trabajar los domingos, no le dedican a Dios y lo pasan en diversiones,
jaranas, y toda clase de excesos.
Los cristianos ortodoxos deberían renovar el ardiente
entusiasmo de los primeros cristianos tratando de comulgar todos los domingos de
los Santísimos Sacramentos del Cuerpo y la Sangre de Cristo.
El Quinto Mandamiento
"Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días se
prolonguen y sean buenos sobre la tierra."
En este mandamiento Dios nos ordena respetar a nuestros padres
y promete a cambio una larga y próspera vida. Honrar a nuestros padres significa
respetar su autoridad, amarlos, no atreverse a ofenderlos bajo ninguna
circunstancia por actos o palabras, obedecerles, ayudarlos en sus tareas,
cuidarlos cuando están necesitados, especialmente durante la vejez o las
enfermedades y también rezar a Dios por ellos en vida y después de su muerte. La
falta de respeto hacia los padres es un pecado grave. Según el Antiguo
Testamento los que maldecían a sus padres eran castigados con la muerte (Mr.
7:10; Ex. 21:16).
Nuestro Señor Jesucristo, siendo hijo de Dios, respetaba a sus
padres terrenales, los obedecía y le ayudaba a José en sus trabajos de
carpintería. El Señor reprendía a los fariseos quienes, bajo pretexto de
consagrar sus bienes a Dios, negaban del necesario sustento a sus padres,
infringiendo de esta manera el quinto mandamiento (Mt. 15:4-6).
La familia siempre fue y será la base de la sociedad y de la
Iglesia. Por eso los santos Apóstoles se preocupaban de la implantación de
relaciones correctas entre los miembros de la familia y enseñaban "Casadas
obedeced a vuestros maridos, como conviene el Señor. Maridos, amad a vuestras
esposas y no seaís duros con ellas. Hijos, obedeced a vuestros padres en todo
porque esto agrada al Señor. Padres, no irrites a vuestros hijos para que no se
desalienten." "Hijos, obedeced en el Señor a vuestros padres porque así,
correctamente es requerido" (Ef. 6:1; Col. 3:18-20; I Ti. 5:4).
En cuanto a la relación con personas ajenas, la fe cristiana
enseña a respetar a todo conforme con la edad y el cargo: "Pagad a todos lo
que debáis, a quien impuesto - impuesto a quien tributo - tributo, a quien temor
- temor, a quien honor - honor" (Rom. 13:17). En el espíritu de esta
recomendación apostólica el cristiano habrá de honrar a los pastores y padres
espirituales; a las autoridades civiles que cuidan de la justicia, la vida
pacífica y el bienestar del país; a los educadores, a los maestros, a los
benefactores y a los mayores en general. Pecan los jóvenes que no respetan a los
mayores y ancianos, considerándolos personas atrasadas con concepciones
anticuadas. Ya en el Antiguo Testamento el Señor dijo por medio de Moisés:
"Delante del rostro que lleva canas te levantarás y honrarás la persona del
anciano y de tu Dios tendrás temor" (Lv. 19:32).
Pero si llegase a ocurrir que nuestros padres o superiores nos
exigiesen que hagamos algo contrario a la fe o a la ley Divina, deberemos
contestarles como contestaron los Apóstoles a los jefes judíos: "Juzgad si es
justo delante de Dios obedecer antes a vosotros que a Dios" (Hch. 4:19) y
debemos estar preparados para sobrellevar todo lo que acontezca por la Fe y la
ley Divina.
El Sexto Mandamiento
"No Matarás."
Mediante este mandamiento Dios prohibe quitarle la vida a otros
y la de sí mismo. La vida es el máximo don de Dios y sólo El decide el plazo de
la vida terrenal del hombre.
El suicidio es un pecado gravísimo. En él, además del homicidio
están incluidos los pecados de la desesperación, la poca fe, la queja o
murmuración contra Dios, y la impertinente rebelión contra la Providencia
Divina. Más terrible aun es que el hombre que se quita la vida no puede
arrepentirse de su pecado ya que después de la muerte, el arrepentimiento no es
válido. Para no caer en la desesperación, se ha de recordar que los sufrimientos
temporarios se nos envían para la salvación de nuestra alma. Todos los Santos
alcanzaron el reino de los Cielos a través de sus padecimientos. La parábola del
rico y Lázaro ilustra con claridad el significado de los sufrimientos terrenales
(Lc. 16:14-31). Durante las pruebas es preciso recordar que Dios es
infinitamente bueno, nunca nos enviará sufrimientos superiores a nuestras
fuerzas y durante los padecimientos nos fortalecerá y nos consolará.
El hombre es también culpable de homicidio aún cuando no lo
ejecuta personalmente sino cuando lo propicia o permite que lo hagan a otros.
Por ejemplo, cuando un juez condena a un procesado conociendo su inocencia; Si
alguien permite que se perpetre un asesinato a través de una orden, un consejo o
el consentimiento; cuando se encubre a un asesino dándole así oportunidad para
ejecutar otros crímenes; cualquier persona que no salva a su prójimo de la
muerte pudiéndolo hacer; aquel que infligiendo crueles castigos o un trabajo
excesivamente pesado acorta la vida de sus subordinados o el que por su
desenfreno y diversos vicios destruye su propia salud. El hombre es culpable aún
cuando mata a otro sin intención, ya que facilitó por un descuido el error. La
Iglesia considera homicidio la interrupción de la gestación, y una serie de
leyes eclesiásticas prevén estrictas sanciones a los culpables de este pecado
(Ver la regla 2a. y 8a. de San Basilio el Grande; la regla 21a. del Concilio de
Anquira y la regla 91a. del VI Concilio Ecuménico).
Refiriéndose al pecado de homicidio, nuestro Señor Jesucristo
nos ordena desarraigar de nuestro corazón cualquier sentimiento de rencor y
venganza, que son los que impulsan al hombre a cometer este pecado (Mt.5:21-23).
Conforme a la doctrina del Evangelio "Cualquiera que aborrece a su hermano es
homicida" (Jn. 3:15). Por lo tanto peca contra el sexto mandamiento aquel
que experimenta odio y rencor hacia otros, desea la muerte de su prójimo, lo
insulta provoca riñas o manifiesta de cualquier manera su enemistad.
Además del homicidio corporal existe otro, aún más terrible,
que es el homicidio espiritual. Comete este pecado aquel que induce a su prójimo
a no creer o llevar una vida licenciosa, ya que ambos estados representan la
muerte espiritual (Stg.1:15). Dijo el Salvador; "Cualquiera que escandalizare
a algunos de estos pequeños que creen en Mí, mejor le fuera que le colgasen del
cuello una piedra de molino y que se le hundiese en lo profundo del mar. Ay de
aquel hombre por el cual viene el escándalo!" (Mt.18:5-7).
Para combatir los sentimientos de rencor y venganza el Señor
enseñaba a sus seguidores a amar a todos los hombres, incluso a los enemigos:
"Mas Yo os digo: amad a vuestro enemigos, bendecid a los que os aborrecen, y
orad por los que os ultrajan y os persiguen para que seáis hijos de vuestros
Padre que está en los cielos" (Mt.5:44-45).
Observación
: como debe ser considerada la guerra y la pena
de muerte para los criminales? Ni el Salvador ni sus apóstoles indicaban a las
autoridades civiles como solucionar sus problemas sociales y de estado. La fe
cristiana tiene por meta la transfiguración del corazón mismo del hombre y
mientras el mal viva en los hombres, las guerras y los crímenes son
irreversibles; a medida que los hombres sean más buenos disminuirán los crímenes
y las guerras.
Sin lugar a dudas la guerra es un mal, sin embargo una guerra
defensiva debe considerarse como un mal menor frente a la intromisión del
enemigo en nuestro territorio y de todas las funestas consecuencias de una
agresión armada. Las muertes en la guerra no son consideradas por la iglesia
como pecados individuales cuando el guerrero marcha "para entregar su vida al
prójimo." Entre los guerreros hay santos que fueron glorificados por sus
milagros, como el gran Mártir Jorge, el piadosísimo príncipe San Alejandro
Névski (del río Neva), San Teodoro el Estilista y muchos otros. La ejecución de
los criminales es considerado un mal social y puede ser explicada por la
necesidad de proteger a los ciudadanos de un mal mayor o sea asaltos,
violaciones o asesinatos.
Con la prohibición de quitar la vida, la fe cristiana enseña a
enfrentar serenamente la muerte cuando, por ejemplo, una enfermedad incurable
aproxima al hombre a su umbral. Resulta incorrecto recurrir a medios heroicos
para prolongar la vida de un moribundo; sería mejor ayudarle a reconciliarse con
Dios y partir a la eternidad, donde todos volveremos a
reencontrarnos.
El Séptimo Mandamiento
"No cometerás adulterio."
Por medio de este mandamiento Dios ordena a los esposos guardar
fidelidad mutua y a los solteros que vivan castos, es decir puros en sus actos,
palabras, pensamientos y deseos. Para no pecar contra el séptimo mandamiento es
necesario evitar todo aquello que incite sentimientos impuros como ser: el
lenguaje soez, los cuentos subidos de tono, canciones y bailes indecentes, la
observación de películas o fotografías excitantes o la lectura de publicaciones
amorales. Durante el sermón de la montaña, el Señor explica el séptimo
mandamiento diciendo: "Cualquiera que mira una mujer para codiciarla, ya
adulteró con ella en su corazón" (Mt. 5:28).
Para evitar los deseos impuros hay que interrumpirlos en el
momento mismo en que surgen, sin permitir que se adueñen de nuestros
sentimientos y voluntad. El Señor, como absoluto conocedor del corazón humano,
sabe qué difícil es luchar contra las tentaciones carnales y por eso nos enseña
a ser decididos y despiadados para consigo mismo cuando aquellas llegan: "Si
tu ojo derecho te fuere ocasión de caer, sácalo y échalo de ti; que mejor te es
que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado al
infierno" (Mt. 5:29). Lo expresado en forma alegórica, puede ser
parafraseado como sigue: si alguien te es tan caro como tu propio ojo o mano,
pero te está tentando, corta de inmediato toda relación con tu tentador; es
preferible perder su amistad, su favor y no la vida eterna. En cuanto a la
obligación de los cónyuges de guardar recíproca fidelidad, nuestro Señor
Jesucristo ha dicho: "Lo que Dios ha unido el hombre no lo separe" (Mt.
19:6).
Un pecado gravísimo contra el séptimo mandamiento es la
homosexualidad, que los depravados siempre tratan de justificar. El apóstol San
Pablo fustiga sin compasión este vergonzoso pecado, en el primer capítulo de su
epístola a los Romanos (Ro. 1:21-32). Las antiguas ciudades Sodoma y Gomorra
fueron destruidas por Dios precisamente a causa de este pecado (Gn. 19:1-28;
Jud. 1-7).
Con respecto a la licencia carnal, las Escrituras advierten:
"El que fornica peca contra su propio cuerpo ... Mas a los fornicadores y a
los adulterios juzgará Dios" (I Co. 6:18; He. 13:4). La vida desenfrenada
altera la salud y debilita las aptitudes anímicas del hombre especialmente su
imaginación y la memoria. Es preciso guardar nuestra pureza moral pues nuestros
cuerpos son "miembros de Cristo y Templo del Espíritu Santo."
El Octavo Mandamiento
"No robarás."
Aquí el Señor prohibe apropiarse de lo que es de otro. Los
tipos de robo son muy variados: el hurto, los asaltos; el sacrilegio;
(apropiación o uso desaprensivo de los objetos sagrados, el soborno; la
tunantería; (cuando se cobra por un trabajo que no se cumple el cobro injusto a
los necesitados aprovechando sus desgracias y cualquier apropiación de los ajeno
por medio del engaño. No es otra cosa que robo, cuando alguien esquiva el pago
de sus deudas, oculta lo hallado, mide o pesa de menos al efectuar una venta,
retiene el jornal del obrero, etc.
El hombre es incitado a robar por pasión a los placeres y los
bienes materiales. Como contrapeso de la avaricia, la fe cristiana nos enseña a
ser desinteresados, trabajadores y misericordiosos: "El que hurtaba, ya no
hurte; antes trabaje, obrando con sus manos lo que es bueno, para que tenga de
dónde dar al que padeciere necesidad" (Ef. 4:28). Una gran virtud cristiana
es el desprendimiento y la renuncia a cualquier propiedad y es lo que se
recomienda a los que buscan la perfección. Dijo el Señor al joven rico: "Si
quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dalo a los pobres y tendrás
tesoro en el cielo" (Mt. 19:21). Este ideal evangélico fue seguido por
muchos santos como, por ejemplo, San Antonio Magno, San Pablo de Tebas, San
Nicolás el Taumaturgo, San Sergio de Radonesh, San Serafín de Sarov, Santa Xenia
de Petersburgo y muchos otros. El monacato se pone por meta la renuncia total a
la propiedad privada y al confort de la vida familiar.
El Noveno Mandamiento
"No dirás falso testimonio contra tu prójimo."
Con este mandamiento Dios prohibe cualquier mentira, como: el
falso testimonio en los tribunales, la delación, la difamación, el chusmerío, la
calumnia. La calumnia es obra del diablo, ya que el propio nombre "diablo"
significa "calumniador."
Ninguna mentira es digna de un cristiano y no condíce con el
amor y el respeto que se le debe al prójimo. El apóstol San Pablo nos instruye:
"Dejad la mentira, hablad verdad cada uno con su prójimo; porque sois
miembros los unos con los otros" (Ef. 4:25). En cuanto al juicio temerario,
el propio Señor manifestó categóricamente: "No juzguéis, así no seréis
juzgados." El prójimo no se corrige juzgándolo o burlándose de él, sino sólo
con amor, condescendencia, y el buen consejo. Es necesario recordar también las
propias debilidades. En general, es preciso refrenar la lengua y evitar hablar
de cosas vanas ya que la palabra es un don grandioso que nos diera Dios. Los
animales no tienen este don.
Cuando hablamos nos asemejamos al Creador, cuya palabra se
transforma de inmediato en los hechos. Por eso el don de la palabra debe
utilizarse exclusivamente con fines buenos y siempre para la gloria de Dios. Con
respecto a la palabra ociosa Jesucristo enseñaba: "Mas Yo os digo, que toda
palabra ociosa que hablaren los hombres, de ella darán cuenta en el día del
juicio. Porque por tus palabras serás justificado y por tus palabras serás
condenado" (Mt. 12:36-37).
El Décimo Mandamiento
"No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni la casa de tu
prójimo, ni sus campos, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni
cosa alguna que le pertenezca."
Con este mandamiento el Señor nos enseña a no caer en la
envidia y los deseos impuros. Mientras que los mandamientos anteriores hablaban
preferentemente del comportamiento humano, el último llama la atención sobre lo
que ocurre en nuestro interior: sobre nuestros pensamientos, sentimientos y
deseos. Nos convoca a buscar la pureza del alma. Todo pecado comienza con el
pensamiento malo y si el hombre se mantiene en ese pensamiento surgirá el deseo
pecaminoso. El deseo, a su vez, llevará al hombre a realizar el acto. Por
consiguiente para tener éxito en la lucha contra las tentaciones es necesario
aprender a cortarlas en su mismo principio, es decir en el pensamiento.
La envidia es un veneno para el alma. No importa cuán rico sea
un hombre, si es envidioso siempre creerá que le falta algo más y vivirá
descontento.
"Son abominables a Dios los pensamientos malos"
(Pr.
15:26); "Por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo" (Pr. 2:24).
Para no ceder al sentimiento de la envidia es necesario agradecer a Dios por Su
misericordia para con nosotros, indignos pecadores. Aunque tendríamos que ser
exterminados por nuestras faltas, el Señor nos tolera y hasta nos sigue enviando
sus innumerables misericordias. Por nosotros derramó el Hijo de Dios Su
preciosísima sangre. El santo apóstol enseña: "Teniendo sustento y con que
cubrirnos estamos contentos con esto. Porque los que quieren enriquecerse, caen
en tentación, lazo del diablo, y en muchas codicias locas y dañosas que hunden a
los hombres en perdición y muerte. Porque el amor al dinero es la raíz de todos
los males" (I Ti. 6:8-10).
El objetivo de nuestra vida consiste en adquirir un corazón
puro. En un corazón puro mora el Señor. Por consiguiente "limpiémonos de toda
inmundicia de carne y de espíritu, perfeccionando la santificación en temor de
Dios" (2 Co. 7:11) El Señor Jesucristo le promete al hombre una gran
recompensa a cambio de la pureza del corazón: "Bienaventurados los de corazón
limpio, porque ellos verán a Dios" (Mt. 5:8).
A la pregunta del joven, referente a qué debe hacer para
heredar la vida eterna, el Señor Jesucristo contestó: "Observa los
mandamientos ! y luego enumeró los mandamientos que hemos citado"
(Mt. 19:16-22).
Resumiendo, hemos visto que el primer mandamiento nos llama
para que coloquemos a Dios en el centro de nuestros pensamientos e intenсiones;
el segundo, prohibe adorar o servir a otra cosa que no sea Dios y nos enseсa a
no ser e
sclavos de las pasiones; el tercero nos enseña a venerar a Dios y
su santo nombre; el cuarto nos indica que debemos respetar y dedicar a Dios el
séptimo día de la semana y en términos generales, una parte de nuestra vida; el
quinto nos hace honrar a nuestros padres y por extensión a todos los mayores.
Los cuatro mandamientos que siguen nos inculcan el respeto al prójimo y nos
prohiben hacerle cualquier mal: privarlo de la vida o afectar su salud, atentar
contra su vida familiar o su prosperidad o comprometer su honor. Finalmente, el
último mandamiento nos prohibe envidiar y nos llama a ser de corazón puro.
De esta manera, el Decálogo proporciona a los hombres el
fundamento moral indispensable para la creación de la vida privada, familiar y
social. La experiencia demuestra que mientras un estado legisla guiándose por
estos principios morales y cuida que éstos se cumplan, la vida del país se
desarrolla con normalidad. Pero cuando abandona estos principios y comienza a
pisotearlos, así se trate de un régimen democrático o totalitario, la vida en el
país se desarregla y se aproxima una catástrofe.
El Señor Jesucristo reveló el sentido profundo de todos los
mandamientos explicando que en esencia se reducen al amor a Dios y al prójimo:
"Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda alma, y con toda tu
mente, y a tu prójimo - como a ti mismo. De estos dos preceptos depende toda la
ley y los profetas" (Mat. 22:37-40). A la luz de esta profunda
interpretación, el significado de los Diez Mandamientos radica en que, de una
forma clara y precisa, especifican en qué debe manifestarse nuestro amor y qué
es lo que se opone al amor.
Para que los mandamientos nos resulten de utilidad, es preciso
hacerlos propios, es decir preocuparnos de que no sólo nos guíen sino que se
incorporen a nuestra concepción del mundo, que penetren en nuestro subconsciente
o de acuerdo a la expresión alegórica del profeta "queden escritas por Dios
en las tablas de nuestro corazón." Entonces nos convenceremos por propia
experiencia del vivificante poder que poseen, sobre lo cual escribió el justo
rey David: "Bienaventurado el varón que en la ley de Dios está su deleite y
en su ley medita de día y de noche... Será como el árbol plantado junto a
arroyos de aguas que da su fruto en el tiempo y su hoja no cae y todo lo que
hace prospera" (Sal. 1:1-3).
Alejandro Mileant (Obispo)
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