Cuando en 1575 quedaba establecida definitivamente la Congregación del Oratorio, hacía sesenta años que la ciudad de Florencia había visto nacer a su fundador, Felipe Neri. Veinte años más tarde, Roma lo vería morir en un 26 de mayo, festividad del Santísimo Sacramento. — Fiesta: 26 de mayo.
Es la de Felipe Neri una de las biografías más atrayentes que pueden ofrecérsenos.
Es la vida de Felipe Neri la de un hombre que claramente se adelanta a su tiempo, haciendo de puente con admirable clarividencia entre la cultura profana del Renacimiento y la reacción religiosa; es la vida del que pasa por el pleno del mundo, movido por la gracia de Dios.
Nacido en Florencia de padre abogado y alquimista, es educado con cariño especial por su madrastra, comenzando a estudiar pronto la primera enseñanza.
A los diecisiete años de edad se separa de su padre y va a vivir a San Germano, cerca de Montecassino, con un tío suyo, rico comerciante, que lo inicia en su negocio. Pronto se dan cuenta todos de que no sirve para él, a pesar de su inteligencia normal y de su don de gentes, que le hacen ser apreciado por los que lo conocen, especialmente por su tío, quien intenta dejarlo heredero de sus bienes. Pero Felipe desprecia el dinero; y a los cuatro años de estancia en San Germano, no resiste a sus deseos de dejar todo aquello, y sin un plan demasiado concreto marcha a la Ciudad Eterna a estudiar y a vivir su vida pobremente, verificando lo primero en la Sapienza y lo segundo en casa de un paisano suyo, en donde casi nada más que a pan y agua se mantendrá durante catorce años.
Mientras tanto se pone en contacto con pobres, mendigos y pecadores.
La sociedad romana, tan viciada, conoce su apostolado; por todas partes se ve actuar a aquel hombre, que se gana la simpatía de casi todos hasta el punto de darle el apodo de «el Bueno» o «Felipe el Bueno».
Su campo de acción, ya desde aquellos días, le podríamos concretar en dos vertientes bien diferentes. Por un lado, vemos al que ya hemos descrito: al apóstol; al apóstol infatigable que no teme ni la fatiga ni las asperezas de su trabajo; que sabe descubrir las enfermedades morales y físicas, aun las que todos intentan tapar. Por otro lado, al reformador de las asociaciones piadosas, tan anémicas como inadaptadas al tiempo que les toca vivir. Y con ese fin le vemos intervenir y encuadrarse en las organizaciones más inverosímiles, más despreciadas.
Poco a poco la actividad del Santo va siendo conocida y admirada. Un grupo de sacerdotes se une a su labor, comenzando así un trabado común dentro de un sistema organizado ya anteriormente. Será el grupo de sacerdotes que sin saberlo dará inicio a lo que años después formaría el Oratorio, extendido por la mayoría de naciones europeas.
A sus treinta y seis años Felipe es tonsurado y pocos meses después ordenado sacerdote. Empieza aquí una de las etapas que trajeron más dificultades al Santo. Queriendo celebrar la Misa todos los días, se le acusa de reformista avanzado; en aquellos tiempos no se había introducido aún en la Iglesia dicha costumbre. Exhorta a los fieles a comulgar frecuentemente y lamenta los mismos resultados.
Ya es normal encontrarnos en la vida de los Santos con estas incomprensiones, estas persecuciones, por parte de los mismos cristianos, quienes creen así hacer un bien a la Iglesia, y, juzgando a veces con miras estrictamente humanas, ayudan a que se cumpla, aun sin saberlo y sin culpabilidad posiblemente, aquella profecía de Cristo: «Si a mí me persiguieron, a vosotros también os perseguirán. No es mayor el discípulo que el Maestro».
En esta época la Inquisición examina las actividades de Felipe sin encontrar nada en ellas reprochable. Y cosa parecida le ocurrirá en tiempo de San Pío V.
Hemos llegado así a la época más notable de la vida de Felipe Neri. La época de la caridad intensa con la colaboración de sus sacerdotes, y conjuntamente la época del gran místico, de éxtasis frecuentes y levitaciones auténticas, que no contradicen sino que vigorizan el mas activo apostolado.
Según nos cuentan los testigos, aun cuando estaba dando gracias de la Santa Misa, ejercicio esperado por él con anhelo muy especial, atendía enseguida a cualquiera que le pidiera un favor o le demandara ayuda.
Confesor profundo y amable, destaca además como gran amigo de la juventud, a la que ama de manera cordialísima hasta el punto de ser llamado el amigo de los jovencitos y los niños.
Su sonrisa, una de las características más suyas, siempre inagotable y para con todos, le lleva en ocasiones a la ironía, pero a una ironía tan delicada que no desagrada a nadie. Y se despiertan en nosotros nuevas simpatías al descubrir entre los amigos de Felipe Neri a un Carlos Borromeo, a un Ignacio de Loyola, a un Francisco Javier, a un Camilo de Lelis, y a un Félix Cantalicio, que, rodeándole, parecen acrecentar su fulgencia.
En 1575, es aprobado por bula pontificia el primer Oratorio. Esa obra, que un autor moderno calificará de genial por su régimen de autonomía de cada Casa y por otras finísimas particularidades. Con esta aprobación se entreverá el último rasgo del Santo, que no quiere aceptar la dirección del grupo de sacerdotes de la iglesia de San Juan Bautista. Es la humildad de Felipe Neri, que no reconoce en su obra algo suyo, sino algo salido del amor de Dios, para con los hombres, que en cada tiempo se adapta a nuestra manera de ser.
Y la sencillez y espontaneidad que han regido toda su vida se nos muestran una vez más en su muerte, la del hombre sobrenaturalizado que tranquilamente se duerme en la paz del Señor.
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