TRADUCCIÓN

jueves, 1 de noviembre de 2012

CHICHACHOMA: CON OTRA MIRADA


Fue una mañana clara y ruidosa, no recuerdo de qué día exactamente, pero no importa, cuando conocí al increíble Padre Chinchachoma, y él estaba de pie atrás del púlpito, en la iglesia donde oficiaba misa, en la Candelaria de los Patos, un rumbo más bien derruído, y peligroso. Ahí es donde muchos niños que vivían en las calles lo conocieron también y empezaron a ver reconstruídas sus vidas a través del amor de una sola persona, o bien, de Dios, a través de una sola persona. Esta persona contaba más de 60 años, y era tan calvo como barbón. Y su barba profusa, curla y larga se extendía más de 30 centímetros. Era algo rechoncho, de ojos grandes, y párpados entornados, nobles y expresivos. 
 
 Al estar en la ceremonia católica, podías apreciar con mucha claridad por qué su misa era distinta de tantas otras normales. Sentías que estabas ante algo verdadero, y eso se debía a que Chincha alcanzaba niveles de profundidad, de concentración pocas veces vistos. Cerraba los ojos, imploraba a Dios, su gestualidad era intensa, bella y tú podías presenciar una suerte de reconstitución de la última cena de Cristo, un sentimiento de intimidad, de ceremonia entre amigos que se conocen y se aprecian, entre amigos de la infancia, entre amigos de siempre, comprometidos con una causa.


Con él la parafernalia religiosa, la copa, el cáliz, la ostia, el vino, la oración cobraban o recobraban una nueva sangre, no era de ninguna manera una repetición constipada de formas pétreas, no era el cumplimiento de una obligación de 10 a 11 de la mañana, sino la creación de un luminoso estado de ánimo.

Sanador de los niños y de la sociedad  

 Esto se lograba por la autenticidad impecable que siempre caracterizó al Chinchachoma, quien no necesitaba de reiteraciones vacuas y todo el tiempo era sumamente creativo. Para mí fue en verdad un místico salvaje, en estado puro, un iniciado, alguien tocado por Dios, quien no tenía nada que envidiarle a un monje zen, y en México podría contarse sin exagerar entre los más grandes maestros espirituales, como María Sabina, una niña santa, pura y tremenda, o Pachita, o el Niño Fidencio.

Podría argumentarse que el Chincha era harina de otro costal, que no tiene nada qué ver en esa categoría, que no fue un sanador, pero sí lo fue. Sanaba a los niños, las almas, las psiqués de los niños. Prueba de eso es que muchos ya son adultos y ahora tratan muy bien a sus hijos propios, lo que siempre les pidió el Chincha. Lo suyo era el manejo del estado de conciencia, de buscar restañar la herida autopercepción de los niños, y su restauración como seres humanos íntegros.

Hablaba con sus irrepetibles teorías, como la del “diamante cagado”, de cómo los niños de la calle eran diamantes, pero las circunstancias los hacían verse como si fueran un desecho, por lo que había que lavarlos bien para que simplemente pudieran brillar. Pero de que eran diamantes lo eran. De las mujeres que se dejaban golpear y maltratar por lo que fuera, decía: “pendeja la que se deja”. Y hacía que sus hijas repitieran esa frase, en el lenguaje que conocían, el vulgar, el de las calles. Les hablaba en el idioma con que podía hacer contacto con ellos.

Eso es demasiado y es suficiente.

Espíritu de fuego, espíritu tronante
 Pero no fue lo único. La forma de vida de Chinchachoma expresaba la más potente espiritualidad, en todo momento, una llena de alegría, amor, creatividad. Su espiritualidad también podía ser fuego, podía ser terrible. Él mismo relataba que cuando alguna vez fue a pedirle dinero a algún rico para alimentar a sus hijos, y el rico se negó a pagar las tortas, Chinchachoma se enojó y le aventó la puerta en la cara, de salida, al tiempo que amenazaba:

-¡Le voy a rezar a Dios para que te arruine!

No hay medias tintas en este personaje. Era todo o nada. Pero su alegría rayaba a veces en clamor eufórico a Dios, su amor en ternura o brusquedad y su creatividad saltaba muros de contención, los sobrevolaba. En mi opinión sería bastante justo que el Chinchachoma sea sin falta declarado “el Santo de los Niños”, y sea sin duda beatificado y canonizado, y cuanto antes mejor.

La misa bien chida

Recuerdo que entré a saludarlo a la sacristía de esa pequeña iglesia aquel día y expresó con su entonación ronca y grave:

-¡Ahh, me salió bien chida la misa! –con una sonrisa de satisfacción.

Cada vez intentaba que la misa fuera distinta, profunda, emotiva. Y lo lograba. Luego de eso lo pasaron a saludar varias personas y estaba bromeando con los niños, diciendo que se le había caído el pelo de la cabeza y se le había bajado a la barba.
 Hacía como que tocaba el violín, y las cuerdas de ese violín figurado eran sus barbas. Los niños reían. No había protocolo ni formalidad en el Chincha, ni social, ni institucional, ni religiosa, ni nada. A veces inclusive llegaba a dar una conferencia o curso con una bolsa de plástico amarrada al cinturón, donde guardaba los calzones y la camisa que se iba a poner. Así.

Lucía como niño de la calle también él. Y era uno. Alguna vez escuché que fue a un congreso a la ONU para hablar del tema de los niños y se expresó como niño de la calle, ropas incluídas. Porque tampoco ponía atención en estar muy planchado o sin manchas de la comida. Igual que sus “hijos”. Lo más normal era verlo con la camisa arremangada y un tanto sucia, igual que su pantalón. Toda su ropa era muy barata, no gustaba nada de marca ni nada para presumir.

Educando en el amor y la libertad

Se veía como se ven los niños felices y creativos, según la descripción del Summerhill del autor de la educación activa o alternativa, A. S. Neill, es decir, no tan limpios y pulcros. Porque un niño tan limpio no está desarrollando con libertad sus actividades, que lo llevarán a ensuciarse un poco, a no tener demasiado cuidado en estar impecable.


 La propuesta educativa de A.S. Neill no era de fondo tan lejana a la de Chinchachoma, ya que la primera encontraba su piedra angular en el amor y la libertad, y la del segundo en el amor, en la libertad, y en la “yoización”, o proceso de formación del “yo” y en Dios.

Su despreocupación por asuntos triviales como el atuendo era tan notoria como su concentración en su causa: la de preservar la vida y educar y brindar amor, a los niños de la calle, pero también ir transformando el tejido social para que no expulsara a sus hijos de los hogares.

Era un iluminado Alejandro García Durán, ese catalán-chilango, ese “niño-viejo de la calle”, y poseía la grandeza de la libertad de un niño, impredecible, fluidísimo, y potente. Para entender a los niños callejeros, vivió un tiempo con ellos en un lote baldío, y en coladeras. Sufrió con ellos enfermedades, una de las cuales casi lo mata, y persecuciones policiacas, maltratos, suciedad, ratas, piojos, infecciones, todo. Por eso sabía tanto, no los conocía por los libros, sino por vía directa.

 
 

 De este personaje de respeto hay mucho que aprender, mucho. Es un canon de la cultura mexicana contemporánea, alguien que se hizo padre real, no sólo de nombre, de cientos de niños y niñas callejeros en varios lugares del país. Lamento que no se le haya dado el reconocimiento que de veras se merece. Pero esto se hará, debe hacerse en un futuro.

Extraños caminos mañaneros

Yo trabajé con Chinchachoma porque todos los días vi niños en la calle en el metro Chapultepec y me pareció que había que hacer algo. Por eso fui a conocer al Chincha, quien por ese entonces tenía 26 hogares de niños y niñas en todo el país. Los tíos eran quienes se encargaban de administrar esos hogares y hacían el papel de padres, o bien, en este caso de tíos, ya que el padre era el Chincha.

Aquel día cuando yo iba a empezar como “tío” de un hogar para niños, bueno, en este caso adolescentes de la calle, un hogar tipo “adolescentes B”, o sea, difíciles… fui a donde vivía el Chincha al sur de la ciudad y ahí dormí en un sillón. Al otro día, el Chincha me despertó a las 6 de la mañana y nos fuimos otro prospecto de tío y yo rumbo al nuevo hogar.

Nos fuimos los tres en un taxi, Chincha iba cantando bien entonado algo religioso. Y yo iba pensando quién iba a pagar los más de 70 pesos que ya iban de cuenta, ya que habitualmente este personaje barbado no llevaba dinero, nada en la bolsa. Pero como era un hombre de miles de recursos, de alguna manera usaba su entorno para lo que hiciera falta, para sus fines nobles, acaso sintiéndose amparado en el aura de santidad que le confería su causa a favor de los desvalidos niños.

Iba cantando el hombre. Muy hermoso. Pero claro, llegado el momento, se bajó él primero y nos pidió que pagáramos. Con esa peculiar voz profunda y lenta, no siempre tan amable, y en esa ocasión, imperativa… Pero el otro muchacho y yo, ambos veinteañeros en ese entonces, no teníamos sino sólo unos 20 pesos. Ya estábamos adentro de la casa, y el Chincha nos preguntó qué pasaba. No, pues es que no tenemos para pagar al chofer, le dije.

Bueno, pues dénle lo que tengan y ciérrenle la puerta, dijo tajante. Y tuvimos que pasar ese oso. Tal vez con los meses o con los años, el taxista podría darse cuenta de que valió más el canto inspirado y auténtico del Chincha que los 100 pesos de su cuenta. Era como una bendición ver cómo actuaba el Chincha, una persona con verdadero contacto con Dios en todo momento.

Chincha era un ser de amplios matices y contrastes. Me acuerdo que estaba leyendo un libro cualquiera de Agatha Christie, que son de terror, de suspenso. Como si su vida requiriera aún de mayor suspenso. Los niños estaban en muchos casos muy dañados y no hacía falta ninguna historia más de terror. Había en los hogares niños que habían sido macheteados, violados, golpeados con cables, quemados e incluso que habían perdido un ojo o un testículo a raíz de esos golpes.

Lo común era que el padrastro fuera tomador y la mamá no dijera nada o fuera cómplice por miedo a perder a su hombre. Hasta que los niños ya no aguantaban la tensión y el maltrato y preferían la inseguridad de las calles. Muchos niños se drogaban, si no el 99 por ciento, con distintos químicos, como el chemo o el activo, que robaban de un supermercado. Muchos de ellos robaban, casi todos. Algunos usaban navajas.

Había tíos de 24 horas, de 12 y de 8, según recuerdo. En cada casa había un tío y una tía. Pero yo era de 24 horas y casi nunca podía dormir. A mitad de la noche los chavos se empezaban a drogar y aventaban cuchillos, palos, piedras o lo que fuera. Una vez desperté y estaban quemando el terreno baldío de junto, habían creado un incendio regular y llegaron los bomberos. Eso es muy difícil. Se permitía que fumaran. No era fácil trabajar con ellos, que habían sido tan engañados, que les habían hecho tantas cosas que era muy complicado viniendo de una vida ilógica poderlos ayudar. Sin embargo, debía prevalecer el amor y el apoyo.

El Chincha tenía métodos espectaculares y tremendos para cambiar a los niños. Muchos habían estado en las prisiones correctivas. Si los veía fumando mariguana, podía apagarse un cigarro en el brazo. Tenía los brazos llenos de cicatrices. Un niño una vez le dijo que él no iba a cambiar hasta que viera sangre, y entonces el Chincha se encajó un cuchillo en el estómago. Casi se muere, se lo llevan al hospital y finalmente se recupera y el niño, llorando, cambia. Qué difícil. Por supuesto que el Chinchachoma (que según él significaba pelón o calvo) no tenía ninguna vocación suicida, pero sí lo oí decir que le gustaría morir por los niños, que le gustaría ser su mártir. Por ejemplo, tal vez, morir defendiéndolos de algún abuso de la policía, o de quien fuera,

También se daba cinturonazos en la espalda para que los niños maltratados sintieran una catarsis. Para que se liberaran. Y para que se dieran cuenta que este sacerdote escolapio los quería de a de veras, no en broma y que haría todo por ellos. A los nuevos los llevaba a comer mariscos o a otros restoranes y los dejaba, en retribución a sus muchas carencias, pedir lo que fuera. Pedían tres o cuatro cosas, pero, acostumbrados a no comer casi nada, dejaban casi todo. El Chincha sólo se reía.

Aplauso bien merecido

Cuando entraba, casi siempre semi harapiento, por ejemplo a un Vips, o a un Sanborns, los presentes, los comensales, simplemente aplaudían. Reconocían el valor de su proyecto, de su labor altruista. Era increíble ver cómo lo saludaban, y casi le pedían su autógrafo. Le sonreían. No importaba que a menudo olvidara como siempre el dinero para pagar y al otro día alguno de su equipo tenía que ir a saldar la deuda. A veces, en alguna fonda, le preguntaban primero, viendo con quiénes andaba, si tendría dinero para pagar. Y él decía que sí cuando sí lo traía. O a veces comían todos primero y luego venía el detalle…

El Chincha se movía en este sentido un poco como el Rey David, que tomaba el dinero del templo cuando le hacía falta, o como el mismo Jesucristo, que hacía un poco las cosas a veces en tal estilo.

El razonamiento implícito era que las causas de ese tamaño merecían actuar así, estaban por encima de todo, de las pequeñas molestias que ocasionaran y que en todo caso se trataba de una compensación social a esos niños que primero fueron abusados.

El amor y lo ferviente del Chincha no se expresaba todo el tiempo con dulzura. Más a menudo, con lumbre. Una vez llegó a amenazar a un director de un centro para menores infractores, porque a un niño que era inocente no lo querían dejar libre hasta que pasaran 6 meses, injustamente, lo cual provocó la ira del Chincha.

Le dijo el cura que si no lo liberaban para mañana a las seis, él vendría en persona y lo liberaría como fuera y que no importaba si ponía patrullas o policías para impedirlo, porque él arrasaría con todo… El director del penal sintió miedo y mejor liberó al chamaco inocente lo más pronto posible. No era cosa simple enfrentar al Chincha enojado, tenía mucho poder espiritual, mucha presencia, y lo usaba para lo que él consideraba pertinente. No se detenía. Fue primero expulsado del país por un presidente anterior a Miguel de la Madrid, acusado de algo así como “jefe de rateros”.

Y Chincha contaba que se fue molesto y sin dinero, y que, al modo bíblico, al sacudirse no los huaraches, pero sí los zapatos de la arena de la aldea que lo había rechazado, había dejado hasta los zapatos tirados en el aeropuerto. Se fue descalzo y sin dinero y sin equipaje. Ya en el viaje Dios lo socorrío y le invitaron a comer y tomar vino algunos viajeros. Todo esto lo narraba él mismo, no son inventos. Y le daba mucho gusto contar estas historias.

Una mañana en un curso con chavas españolas que venían a ayudar a los cursos de verano de los niños, llegó Chincha y nos saludó como a 10 metros aventándonos su zapato con el pie. Era bromista, desinhibido.

Preguntando por el futuro: los oráculos de Chinchachoma

Poseía un contacto con Dios a través de diferentes métodos muy suyos y muy efectivos. Salía a buscar un taxi con alguno de sus hijos enfermo a las 12 de la noche para llevarlo al hospital y como no llegaba ninguno, le gritaba a Dios: “No seas cabrón”, y entonces, de inmediato, aparecía un taxi. Aseguraba que Dios amaba a los cabrones y que uno, si era sincero, podía actuar así, y hacer “cabronadas”, siempre y cuando estuvieran de alguna manera justificadas por una causa valiosa.


                           

Le pidió 1 o 2 millones de dólares para sus hogares a Dios y a los pocos días algún empresario le llamó por teléfono para ofrecer justamente 1 millón de dólares. Pero era una broma. Dios tiene su humor, a veces medio pesado y se vacilaba al Chincha. Del humor de Dios hablaba mucho el Chincha. Pero luego sí le enviaba ese dinero que pedía y se lo gastaba en un año nada más. Tenía mucho qué pagar, es lógico. Comida, ropa, escuela, médicos, medicina de tantos niños, acaso más de 500. Luego quien sí le donó mucho dinero fue Carlos Castaneda, el escritor chicano de Los Ángeles.

Las consultas del Chincha a Dios a través de abrir la Biblia (método de supuesto origen protestante) eran típicas también. Cuando quería saber qué hacer, sólo hacía una pregunta y le indicaba a un niño al azar que abriera la Biblia, pusiera en ella un dedo y leyera lo que decía. Así surgían respuestas y actuaba conforme a lo que salía.

También preguntaba cosas a Dios a través de los niños, directamente. Así le habrían dicho la fecha de su muerte (en 1999). Le interrogó a un niño cuándo moriría. No sé bien si hizo la pregunta en su cabeza y entonces le dijo a un niño que dijera un número. La cosa es que el niño dijo: “99”. Y el Chincha murió en 1999. Se cumplió el pasado sábado 8 de julio el séptimo aniversario luctuoso del ejemplar Chincha.

En los cursos de pedagogía, de yoización, imprescindibles si querías ser tío, hacía llorar a todos, conmovía con su voz profunda. Era sin embargo algo áspero en el trato cercano y tenía a veces que ser así. Yo jugué ajedrez con él algunas veces, y él jugaba bien. A veces se dejaba ganar, a veces no. Podías jugar con él sin problemas, pero no siempre andaba de buenas. Un día le pregunté qué pensaba de la misión del diablo y respondió acremente que era otro hijo de Dios y que Dios lo amaba.

El Chincha insistía en que él educaba el inconciente de los niños, y los tíos el conciente. Es decir, él era el impredecible, el dulce o agresivo –a veces soltaba trancazos a quien estuviera cerca si se enojaba- pero no se encargaba de hacer que se levantaran a una hora, que se bañaran, que desayunaran, que limpiaran, etc.

Esa parte machacona, difícil le correspondía a los tíos, al día a día. Y generalmente los niños no pelaban a los tíos, sólo a su padre el Chincha. Los tíos no tenían mucha autoridad. Sólo algunos, quienes eran más bien “barcos”. Si querías ser muy estricto, no avanzabas, los niños podían amenazarte con un cuchillo cuando estabas dormitando en un rato de silencio.

 La mayoría de los niños eran a toda madre, pero no parecían tener la más mínima intención de cambiar. Los niños golpeaban a los tíos a menudo, pero los tíos teníamos prohibidísimo golpear a los niños bajo ninguna circunstancia. Y eso estaba bien. Esa “facultad” en todo caso le correspondía al Chincha, pero no la usaba. A veces, como dije, explotaba y tiraba manotazos a las mesas y si alguien estaba cerca, ni modo. Pero era tal la sincronía del Chincha con los planos trascendentes que todo lucía como si el manotazo iba a dar sólo a quien lo necesitaba para meterse más en un camino adecuado. Era sorprendente. La fe inmensa de ese hombre operaba así. Todo iba cuadrando y cuajando tal cual debía, a pedir de boca.

El Chincha, sobra decir, no era un cura normal. Los escolapios en un tiempo querían correrlo de su orden porque era muy indisciplinado según ellos y actuaba todo el tiempo muy por la libre. Lo mandaban llamar y, reunidos, le leían la cartilla, poniéndole utimátums. A los que el Chincha sólo respondía que el voto de obediencia lo había hecho a Dios, no a ellos.

Y como lo presionaban, una vez se paró de la mesa aventándola y tirando toda la comida que estaba en ella. Les dijo que hicieran lo que quisieran, y al superior o director u hombre principal a quien supuestamente debía el Chincha obedecer, le dijo: no importa que me expulsen, al cabo te vas a morir este año. Y se murió ese año. Tras lo cual, nadie más lo presionó y todos lo respetaban, entendiendo en parte que estaba protegido por Dios.

Libertad espiritual

El Chincha gozaba de mucha libertad. A simple vista no podía nadie saber si estaba viendo un sacerdote católico o no. No usaba el cuello especial que muchos usan. Al Chincha no le importaban las formas, sino los contenidos, su misión, su obra. En alguna pizzería o marisquería, podía beberse una cerveza. No bebía más, para no preocupar a los niños que había tenido muchos problemas con papás o padrastros alcohólicos. Fumaba un puro de vez en cuando. No sé si fino o corriente, pero sí fumaba. Nadaba bien, sobre todo, asombrosamente, estilo mariposa. Se echaba sus clavados. Una vez fuimos a un fin de semana todos los hogares a Oaxtepec. Había oración, alegría, muchas actividades. 
 
 Inventaba siempre actividades nuevas. Era un pedagogo muy solvente, un psicólogo creativo, despierto. Se iba por comida y cuando todos pensaban que ese día no comían y que no regresaría, ahí estaba el Chincha. El Chincha tenía fieles: amigos de hace muchos años, empresarios, maestros, gente religiosa que lo seguía y que podría decir mucho más de sus milagros y de su conexión mágica con Dios, mejor que yo, que sólo estuve ahí un tiempo reducido. En Oaxtepec amaneció un día de esos, o mejor, estaba amaneciendo y asomé la cabeza por la puerta. Ahí afuera, en medio del pasto, sin esconderse, estaba el Chincha, orinando y cantando a Dios, y agradeciendo, diciendo que qué bello se sentía orinar y jugando con su orina que mojaba un lado y el otro. Esto es real. Daba gracias hasta por orinar bien. Contaba historias de cómo se aventó de un coche en marcha alguna vez, y se internó en el bosque para hincado rezar a Dios.

Ése era su estilo: tronante, profundo, comprometido, dulce y en el fondo, hasta el tuétano, noble hasta el último día de su vida. Gracias Chincha, y que el Vaticano no tarde en nombrarte el Santo de los Niños. Eso es lo que te mereces y sé que ya quieres hacer unos cuantos milagros, que ya los estás haciendo desde allá arriba para demostrar quién eres… Así sea.

Alejando García Durán debe ser beatificado y canonizado: su vida fue un ejemplo de lo que es la verdadera espiritualidad, lejana a acartonamientos añejos, llena de vigor y alegría.
 
Medicina tradicional mexicana

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