La Santísima Virgen María supo cuándo iba a morir y supo que
iba a morir en oración y recogimiento. Al conocer esto, pidió a su Hijo la
presencia de los Apóstoles para la ocasión. Así, por avisos especiales del
Cielo, los Apóstoles comenzaron a reunirse en Jerusalén.
La mañana del día de su partida, la Madre de Dios convocó a
los Apóstoles y a las santas mujeres al Cenáculo. La Virgen se arrodilló y besó
los pies de Pedro y tuvo una emotiva despedida con cada uno de los otros once,
pidiéndoles la bendición. A Juan agradeció con especial afecto todos los
cuidados que había tenido para con ella.
Después de un rato de recogimiento, la Santísima Virgen
habló a los presentes: Carísimos hijos mío y mis señores: Siempre os he tenido
en mi alma y escritos en mi corazón, donde tiernamente os he amado con la
caridad y amor que me comunicó mi Hijo santísimo, a quien he mirado siempre en
vosotros como en sus escogidos y amigos. Por su voluntad santa y eterna me voy a
las moradas celestiales, donde os prometo, como Madre, que os tendré presentes
en la clarísima luz de la Divinidad, cuya vista espera y ansía mi alma con
seguridad. La Iglesia, mi madre, os encomiendo con exaltación del santo nombre
del Altísimo, la dilatación de su ley evangélica, la estimación y aprecio de las
palabras de mi Hijo santísimo, la memoria de su vida y muerte, y la ejecución de
toda su doctrina. Amad, hijos míos, a la santa Iglesia y de todo corazón unos a
otros con aquel vínculo de la caridad y paz que siempre os enseñó vuestro
Maestro. Y a vos, Pedro, Pontífice santo, os encomiendo a Juan mi hijo y también
a los demás .
Quería Jesús llevarse a su Madre viva. Pero ella, indigna
criatura, no puede pasar menos que su Hijo e Hijo de Dios. Postróse la
prudentísima Madre ante su Hijo y con alegre semblante le respondió: Hijo y
Señor mío, yo os suplico que vuestra Madre y sierva, entre en la eterna vida por
la puerta común de la muerte natural, como los demás hijos de Adán. Vos, que
sois mi verdadero Dios, la padecisteis sin tener obligación a morir; justo es
que como yo he procurado seguiros en la vida, os acompañe también en morir
.
Aprobó Cristo nuestro Salvador este último sacrificio y
voluntad de su Madre santísima y dijo que se cumpliese lo que ella deseaba. En
este momento solemne, los Ángeles comenzaron a cantar con celestial armonía
algunos versos del Cantar de los Cantares y otros nuevos. Salió también una
fragancia divina que con la música se percibía hasta la calle. Y la casa del
Cenáculo se llenó de un resplandor admirable. La presencia del Señor fue
percibida por varios de los Apóstoles; los demás sintieron en su interior
divinos y poderosos efectos, pero la música de los Ángeles la percibieron los
Apóstoles, los discípulos y muchos otros fieles que allí estaban.
Al entonar los Ángeles la música, se reclinó María santísima
en su lecho, puestas las manos juntas sobre su pecho y los ojos fijos en su Hijo
santísimo, y toda enardecida en la llama de su divino amor. Siente la Madre de
Dios un abundante influjo del Espíritu Santo que invade todo su cuerpo. Las
fuerzas que se le iban eran reemplazadas por una fuerza de Amor. El Amor excedía
la capacidad de su cuerpo. Y en esa entrega de Amor, sucede la dormición de la
Madre de Dios: sin esfuerzo alguno, su alma abandona el cuerpo y María queda
como dormida.
El sagrado cuerpo de María Santísima, que había sido templo y
sagrario de Dios vivo, quedó lleno de luz y resplandor y despidiendo de sí una
admirable y nueva fragancia, mientras yacía rodeado de miles de Ángeles de su
custodia. El fulgor que irradiaba la Virgen María era el Espíritu Santo. Fue una
manifestación especial que mostraba la grandeza de la Madre de Dios, poniéndose
de manifiesto lo que había estado siempre escondido por la grandísima humildad
de la más humilde de las criaturas.
Los Apóstoles y discípulos, entre lágrimas de dolor y júbilo
por las maravillas que veían, quedaron como absortos por un tiempo y luego
cantaron himnos y salmos en obsequio a su Madre. No sabían qué hacer con ella,
pues continuaba el fulgor y el aroma exquisito. La cubrieron con un manto, pero
sin taparle el rostro, como era la costumbre con los demás muertos. Había una
barrera luminosa que impedía que se acercaran, mucho menos
tocarla.
Casi todo Jerusalén acompañó el cortejo fúnebre, tanto
judíos como gentiles, para presenciar esta maravillosa novedad. Los Apóstoles
llevaban el sagrado cuerpo y tabernáculo de Dios, partiendo hacia las afueras de
la ciudad, al sepulcro preparado en Getsemaní. Este era el cortejo visible. Pero
además de éste, había otro invisible de los cortesanos del Cielo: en primer
lugar iban los miles de Ángeles de la Reina, continuando su música celestial,
que los Apóstoles, discípulos y otros muchos podían escuchar, música que
continuó durante el tiempo de la procesión y mientras el cuerpo permaneció en el
sepulcro.
Descendieron también de las alturas otros muchos millares o
legiones de Ángeles, con los antiguos Patriarcas y Profetas, San Joaquín y Santa
Ana, San José, Santa Isabel y el Bautista, con otros muchos santos que del Cielo
envió nuestro Salvador Jesucristo para que asistiesen a las exequias y entierro
de su beatísima Madre.
Llegados al sitio donde estaba preparado el privilegiado
sepulcro de la Madre de Dios, los mismos dos Apóstoles, Pedro y Juan, sacaron el
liviano cuerpo del féretro, y con la misma facilidad y reverencia lo colocaron
en el sepulcro. Juan lloraba y Pedro también. No querían dejarla. Era dejar a
aquélla que los mantenía unidos al Señor. Era su Madre. Cubrieron el cuerpo con
el manto y cerraron el sepulcro con una losa, conforme a la costumbre de otros
entierros. Los Ángeles de la Reina continuaron sus celestiales cantos y el
exquisito aroma persistía, mientras se podía percibir el fulgor que salía del
sepulcro.
Los Apóstoles, los discípulos y las santas mujeres oraban con
mucho fervor, con mucha confianza, con mucho amor. Pero la Virgen Santísima no
estaba allí: estaba con Jesús, ya que, inmediatamente después de la dormición,
nuestro Redentor Jesús tomó el alma purísima de su Madre para presentarla al
Eterno Padre, a quien le habló así en presencia de todos los bienaventurados:
Eterno Padre mío, mi amantísima Madre, vuestra Hija, Esposa querida y regalada
del Espíritu Santo, viene a recibir la posesión eterna de la corona y gloria que
para premio de sus méritos le tenemos preparada. Justo es que a mi Madre se le
dé el premio como a Madre; y si en toda su vida y obra fue semejante a Mí en el
grado posible a pura criatura, también lo ha de ser en la gloria y en el asiento
en el Trono de Nuestra Majestad .
El Padre y el Espíritu Santo aprobaron este decreto por el
cual el Hijo le pedía al Padre un sitio especial para su Madre al lado de la
Trinidad Santísima, como Madre y como Reina, para que así como El había recibido
de Ella su humanidad, recibiera ella ahora de El su gloria.
El día tercero que el alma santísima de María gozaba de esta
gloria, manifestó el Señor a los santos su voluntad divina de que Ella volviese
al mundo y resucitase su sagrado cuerpo, para que en su cuerpo y alma fuese otra
vez levantada a la diestra de su Hijo santísimo, sin esperar a la general
resurrección de los muertos. Y llegando al sepulcro, estando todos a la vista
del cuerpo virginal de María, dijo el Señor a los Santos estas
palabras:
Mi Madre fue concebida sin mácula de pecado, para que de su
virginal sustancia purísima y sin mácula me vistiese de la humanidad en que vine
al mundo y le redimí del pecado. Mi carne es carne suya, y ella cooperó conmigo
en las obras de la redención, y así debo resucitarla como Yo resucité de los
muertos; y que esto sea al mismo tiempo y a la misma hora, porque en todo quiero
hacerla semejante a Mí .
Luego la purísima alma de la Reina con el imperio de Cristo
su Hijo santísimo, entró en el virginal cuerpo y le reanimó y resucitó, dándole
nueva vida inmortal y gloriosa, comunicándole los cuatro dotes de claridad,
impasibilidad, agilidad y sutileza (*), correspondiente a la gloria del alma, de
donde se derivan a los cuerpos
Con estos dotes salió en alma y cuerpo del sepulcro María
Santísima, extremadamente radiante, gloriosamente vestida y llena de una belleza
indescriptible, sin que quedara removida ni levantada la piedra con que estaba
cerrada la fosa.
Desde el sepulcro comenzó una solemnísima procesión
acompañada de celestial música hacia el Cielo glorioso. Entraron en el Cielo los
Santos y Angeles, y en el último lugar iban Cristo nuestro Salvador y a su
diestra la Reina vestida de oro de variedad, como dice David: De pie a tu
derecha está la Reina, enjoyada con oro de Ofir , y tan hermosa, que fue la
admiración de todos los cortesanos del Cielo. Allí se oyeron aquellos elogios
misteriosos que le dejó escrito Salomón: Salid, hijas de Sión, a ver a vuestra
Reina, a quien alaban las estrellas matutinas y festejan los hijos del Altísimo.
¿Quién es ésta que sube del desierto, como varilla de todos los perfumes
aromáticos? (Cant. 3,6) ¿Quién es ésta que se levanta como la aurora, más
hermosa que la luna, refulgente como el sol y terrible como muchos escuadrones
ordenados? (Cant. 6,9) ¿Quién es ésta en quien el mismo Dios halló tanto agrado
y complacencia sobre todas sus criaturas y la levanta sobre todas al trono de su
inaccesible luz y majestad? ¡Oh maravilla nunca vista en estos cielos! ¡Oh
novedad digna de la Sabiduría Infinita!
Con estas glorias llegó María Santísima en cuerpo y alma al
trono de la Beatísima Trinidad, y las Tres Divinas Personas la recibieron con un
abrazo indisoluble. El Eterno Padre le dijo: Asciende más alto que todas las
criaturas, electa mía, hija mía y paloma mía . El Verbo humanado dijo: Madre
mía, de quien recibí el ser humano y el retorno de mis obras con tu perfecta
imitación, recibe ahora el premio de mi mano que tienes merecido. El Espíritu
Santo dijo: Esposa mía amantísima, entra en el gozo eterno que corresponde a tu
fidelísmo amor y goza sin cuidados, que ya pasó el invierno del padecer (Cant.
2,11) y llegaste a la posesión eterna de nuestros abrazos .
Allí quedó absorta María Santísima entre las Divinas Personas
y como anegada en aquel océano interminable y en el abismo de la Divinidad. Los
Santos, llenos de admiración, se llenaron de nuevo gozo accidental. Era una gran
fiesta en el Cielo.
Mientras tanto, aquí abajo, al lado del sepulcro, Pedro y
Juan perseveraban junto con otros en la oración, no sin lágrimas en los ojos. Al
día tercero reconocieron que la música celestial había cesado, e inspirados por
el Espíritu Santo coligieron que la purísima Madre había sido resucitada y
llevada en cuerpo y alma al Cielo, como su Hijo amadísimo.
En la mañana de la Asunción de la Santísima Virgen al Cielo,
estaban Pedro y Juan decidiendo si abrir o no el sepulcro. Llegó Tomás de
Oriente en esa hora. Al informársele que ya María Santísima había dejado el
mundo de los vivos, Tomás en medio de grandes llantos, suplicaba que le
enseñaran por última vez a la Madre de su Señor. Pedro y Juan, con gran
veneración procedieron a retirar la piedra. Entraron. No estaba ya en el
sepulcro: sólo quedaron el manto y la túnica. Juan salió a anunciar a todos que
la Madre se había ido con su Hijo.
Mientras cantaban himnos de alabanza al Señor y a su
Santísima Madre, después de haber repuesto la loza del sepulcro a su sitio,
apareció un Angel que les dijo: Vuestra Reina y nuestra, ya vive en alma y
cuerpo en el Cielo y reina en él para siempre con Cristo. Ella me envía para que
os confirme en esta verdad y os diga de su parte que os encomienda de nuevo la
Iglesia y conversión de las almas y dilatación del evangelio, a cuyo ministerio
quiere que volváis luego, como lo tenéis encargado, que desde su gloria cuidará
de vosotros.
Allá en el Cielo glorioso, mientras la Santísima Virgen María
se encontraba postrada en profunda reverencia ante la Santísima Trinidad y
absorta en el abismo de la Divinidad, las Tres Divinas Personas pronuncian el
decreto de la Coronación de la Madre de Dios, y María, la más humilde de las
criaturas, considerábase inmerecedora de semejante
reconocimiento.
La Persona del Eterno Padre, hablando con los Ángeles y
Santos, dijo: Nuestra Hija María fue escogida y poseída de nuestra voluntad
eterna la primera entre todas las criaturas para nuestras delicias, y nunca
degeneró del título y ser de hija que le dimos en nuestra mente divina, y tiene
derecho a nuestro Reino, de quien ha de ser reconocida y coronada por legítima
Señora y singular Reina . El Verbo humanado dijo: A mi Madre verdadera y
natural le pertenecen todas las criaturas que por Mí fueron redimidas, y de todo
lo que Yo soy Rey ha de ser ella legítima y suprema Reina . El Espíritu Santo
dijo: Por el título de Esposa mía, única y escogida, al que con fidelidad ha
correspondido, se le debe también la corona de Reina por toda la eternidad
.
Dicho esto, la Santísima Trinidad solemnemente colocó sobre
la cabeza inclinada de María una esplendorosa y grandiosa corona de múltiples y
brillantes colores que representan las gracias que recibimos a través de Ella
por voluntad de Dios.
Así, el Padre le entrega todas las criaturas y todo lo creado
por El. El Hijo le entrega todas las almas por El redimidas. Y el Espíritu Santo
todas las gracias que El desea derramar sobre la humanidad, porque todas
nuestras cosas son tuyas, como tú siempre fuiste nuestra .
El Padre Eterno anuncia a los Angeles y Santos en medio de
esa Fiesta Celestial que sería Ella quien derramaría todas las gracias sobre el
mundo, que nada de lo que Ella pidiera le sería negado a quien era Reina de
Cielo y Tierra.
************
*)
Veamos las definiciones de las cualidades de los cuerpos
gloriosos que nos da Royo Marín, en "Teología de la Salvación" : Claridad:
cierto resplandor que rebosa al cuerpo, proveniente de la suprema felicidad del
alma. Impasibilidad: gracia y dote que hace que no pueda ya el cuerpo padecer
molestia, ni sentir dolor, ni quebranto alguno. Agilidad: se librará el cuerpo
de la carga que le oprime y se podrá mover hacia cualquier parte a donde quiera
el alma con tanta velocidad, que no puede haberla mayor. Sutileza: el cuerpo
bienaventurado se sujetará completamente al imperio del alma y la servirá y será
perfectamente dócil a su voluntad. Es la espiritualización del cuerpo
glorificado.
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