TRADUCCIÓN

miércoles, 25 de abril de 2012

VISIONES SOBRE MARIA DE NAZARET




Por primera vez se publican en español las visiones de la beata Ana Catalina Emmerich. Aunque no son dogma de fe, la Iglesia las considera de enorme valor para acercarse a la figura de la Virgen.

«La vida oculta de la Virgen María» (Voz de Papel).
Seguidamente ponemos una selección de textos con las visiones de Ana Catalina sobre el aspecto físico de la Virgen, sus padres Santa Ana y San Joaquín, su nacimiento y el de Jesús, algunos de talles sobre Moisés, la Anunciación, la circuncisión de Jesús, Egipto, etc.



Santa Ana
«He visto a Ana de pequeña. No era especialmente bonita, pero sí más que otras; no era ni de lejos tan bonita como María, pero era extraordinariamente sencilla y de una piedad infantil, y así la he visto en todas las edades, de doncellita, madre y viejecita; y por eso siempre que he visto una vieja aldeana de aspecto infantil se me ocurría: "Esta es como Ana"».

San Joaquín
«Joaquín no era nada guapo. San José, incluso cuando ya no era joven, era en comparación un hombre muy guapo. Joaquín era de figura menuda, ancho y sin embargo delgado, y cada vez que pienso en él me veo obligada a reírme, pero era un hombre maravilloso, santo y piadoso además de pobre».

Nacimiento de María
«Una luz sobrenatural llenó el cuarto y se adensó tejiéndose en torno a Ana. Las mujeres se prosternaron sobre sus rostros, como aturdidas. La luz tomó en torno a Ana toda la forma de aquella figura que tuvo en el Horeb la zarza ardiente de Moisés, así que ya no pude ver nada más de Ana. La llamas irradiaba completamente hacia adentro, y entonces de repente vi que Ana recibió en sus manos la refulgente Niña María, la envolvió en su manto, la apretó contra su corazón y luego la puso desnuda en la banqueta delante del relicario y siguió rezando.

Entonces oí llorar a la niña y vi que Ana sacó los pañales que guardaba debajo de su gran velo y la envolvió. Fajó a la niña en colores gris y rojo hasta debajo de los brazos, y dejó desnudos el pecho, los brazos y la cabeza. Entonces desapareció de su alrededor la aparición de la zarza ardiente
».

Moisés
«Moisés era pelirrojo, muy alto y ancho de hombros. Su cabeza era muy alta y en punta como un pilón de azúcar y tenía la nariz grande y curvada. En la parte superior de su amplia frente tenía dos prominencias como cuernos, que estaban vueltas una hacia otra; no eran rígidas como los cuernos de los animales, sino de piel blanda y como rayada o estriada. Solo sobresalían un poco, como dos colinas parduzcas y arrugadas en la parte superior de la frente. De pequeño ya las tenía en forma de verruguitas. Estas protuberancias le daban un aspecto prodigioso, y nunca las pude sufrir porque me recordaban involuntariamente imágenes del demonio. He visto varias veces protuberancias de éstas en la frente de ancianos profetas y ermitaños; algunos solo tenía una en medio de la frente».

Jerusalén
«Cuando voy por las calles de la actual Jerusalén para hacer el Viacrucis, muchas veces veo debajo de un edificio en ruinas una gran arcada que en parte está derruída y en parte llena de agua que ha entrado allí. El agua llega actualmente al tablero de la mesa, en cuyo centro se levanta una columna en torno a la cual cuelgan cajas llenas de rollos escritos. Debajo de la mesa también hay en el agua más rollos escritos. Estos subterráneos deben ser sepulcros; se extienden hasta el Monte Calvario. Creo que esta es la casa que habitó Pilatos. A su tiempo se descubrirá este tesoro de manuscritos».

La Virgen María
«La Santísima Virgen tenía el cabello rojizo y muy abundante, y las cejas negras, altas y finas; la frente muy alta; grandes ojos entornados con grandes pestañas negras; nariz recta, larga y fina; una boca muy noble y amable; la barbilla puntiaguda; estatura mediana, y sus andares con sus ricos atavíos eran suaves, graves y castos».

Anunciación
«Cuando esta luz penetró en su costado derecho, la Santísima Virgen se volvió totalmente traslúcida y como transparente y fue como si ante esta luz, la opacidad se retirara como la noche. En ese momento María estaba tan traspasada de luz que nada de ella parecía oscuro o encubierto, toda su persona estaba resplandeciente y lúminosa.

Después vi desaparecer al ángel y retirarse el haz de luz que salía de él. Fue como si desde el cielo hubieran reabsorbido aquel torrente de luz. Mientras la luz se retiraba, cayeron sobre la Santísima Virgen muchos capullos de rosas blancas, cada una con una hojita verde
».

Nacimiento
«El resplandor en torno a la Santísima Virgen se hacía cada vez mayor y ya no se veía la luz de la lámpara que había encendido José. La Santísima Virgen estaba vuelta a Oriente y arrodillada sobre su colcha de dormir con su amplio vestido suelto y extendido en torno a ella.

A las doce de la noche se quedó arrobada en oración; la vi elevarse sobre la Tierra de modo que podía verse el suelo debajo de ella. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho y en torno a ella seguía aumentando el resplandor. Todo estaba entrañable y jubilosamente agitado, incluso las cosas inanimadas, la roca del techo, las paredes, el techo y el suelo de la gruta estaba como viva dentro de aquella luz. Entonces ya no vi más el techo de la gruta, y una vía de luz se abrió entre María y lo más alto del Cielo con un resplandor cada vez más alto
».

La cueva del pesebre
«La Cueva del Pesebre está verdaderamente muy cómoda y tranquila; aquí no viene nadie de Belén y solo pasan por aquí los pastores. En Belén nadie se preocupa de lo que pase en las afueras, pues allí, con tanto forastero, hay mucha gente y muchas aglomeraciones. En Belén se compra y se sacrifica mucho ganado, porque muchos de los presentes pagan sus tributos con ganado. También hay muchos paganos que sirven de criados».

Circuncisión
«El mango y la hoja del cuchillo eran de piedra; el mango era liso y castaño y tenía una ranura donde iba encajada la hoja, que era del color amarillento de la seda bruta y no me pareció muy afilada.

Hicieron el corte con la punta ganchuda del cuchillo que, abierto, tendría de largo por lo menos un palmo. El sacerdote hirió también al niño con la afilada uña de su dedo, chupó la herida y la roció con agua vulneraria y un calmante de las cajitas.

Puso lo que había cortado entre dos plaquitas redondas y brillantes de color castaño rojizo, que estaban un poco ahondadas en el centro. Era como la cajita muy plana de una materia preciosa que entregaron a la Santísima Virgen. Entonces dieron el niño a la cuidadora que lo vendó y fajó de nuevo en sus pañales. El niño había estado fajado en blanco y rojo hasta los bracitos, pero ahora le envolvieron también los bracitos».

Ofrenda
«Cuando Mensor se arrodilló y depositó los regalos con conmovedoras palabras de homenaje, inclinó humildemente su cabeza descubierta y cruzó sus manos sobre su pecho. María desnudó la parte superior del cuerpo del Niño, que estaba envuelto en pañales rojos y blancos y al que se le veía brillar tiernamente detrás de su velo; le sujetaba la cabecita con una mano y lo abrazaba con la otra; el niño tenía sus manitas cruzadas sobre el pecho, como si rezara. Relucía amablemente y a veces también hacía de un modo encantador como si agarrara algo en torno a sí».

Egipto
«Muy extrañada vi ruinas de edificios, grandes trozos de gruesos muros, torres a medias y también templos casi enteros; columnas como torres a las que se podía subir dando vueltas por fuera; altas columnas que por arriba eran delgadas y terminaban en punta, cubiertas completamente de extrañas figuras; y muchas figuras grandes como de perros tumbados con cabeza humana».

Muerte de San José
«Jesús rondaba los treinta años cuando José se fue debilitando cada vez más. Muchas veces vi que Jesús y María estaban con él y que María se sentaba muchas veces en el suelo delante de su lecho o en un taburete de tres patas, redondo y bajo, que a veces utilizaba de mesa. Los vi comer pocas veces. A San José le llevaban a comer al lecho un plato con tres rebanadas cuadradas blancas como de dos dedos de largo o frutas pequeñas en una taza. Le daban de beber en una especie de ánfora.

Cuando José murió, María estaba sentada a la cabecera de su lecho y lo tenía en brazos, mientras que Jesús estaba junto a su pecho
».




Extractos del capítulo «La Santísima Virgen en Éfeso»
María no vivía en Éfeso mismo, sino en una comarca a unas tres horas y media de Éfeso donde ya estaban instaladas algunas de sus íntimas. La morada de María estaba en una montaña que se encuentra a la izquierda según se viene de Jerusalén. [...] Delante de Éfeso hay alamedas con frutas amarillas caídas por el suelo. Un poco al Sur salen sendas estrechas que llevan a un monte de vegetación salvaje, y en lo alto de ese monte hay una llanura ondulada, también con vegetación y de media hora de extensión, en la que se habían instalado los cristianos. Es un paraje muy solitario que tiene muchas colinas fértiles y graciosas, y limpias cuevas de roca entre pequeños llanos arenosos; un paraje salvaje, pero no un desierto, con muchos árboles de sombra ancha, tronco liso y forma de pirámide diseminados por allí. Cuando Juan trajo aquí a la Santísima Virgen ya había mandado construir su casa de antemano y ya vivían en este para- je familias cristianas y algunas santas mujeres; algunas moraban en cuevas de tierra o de roca, que ampliaban para vivir con zarzos ligeros de madera, y otras en frágiles cabañas de lona. Se habían trasladado aquí a causa de una violenta persecución, y como estaban refugiadas en las cuevas y lugares tal como los ofrecía la Naturaleza, sus viviendas eran como de ermitaños y en su mayor parte estaban separadas un cuarto de hora unas de otras. En su conjunto, la colonia parecía una aldea de campesinos diseminada.


Una comarca solitaria
Únicamente era de piedra la casa de María, y detrás de ella hay un trecho corto de camino que sube a la cima rocosa del monte, desde la cual, se ven por encima de las colinas y los árboles Éfeso, el mar y muchas islas. [...] Esta comarca es solitaria y por aquí no viene nadie. Cerca de aquí hay un casti- llo donde vive un rey destronado con el que Juan charlaba a menudo y al que también convirtió; el lugar más tarde llegó a ser obispado. Entre el lugar donde vivía la Santísima Virgen y Éfeso corre un arroyo maravillosamente serpenteante. [...]

La Santísima Virgen vivía allí con una joven, su criada, que recolectaba lo poco que necesitaban para alimentarse. Vivían con total tranquilidad y honda paz. En la casa no había ningún hombre, pero a veces la visitaba algún apóstol o discípulo que iba de viaje.

Con muchísima frecuencia veía yo entrar y salir un hombre al que siempre he tenido por Juan, pero que ni en Jerusalén ni aquí estaba continuamente con ella. Viajaba de vez en cuando y llevaba distinto traje que en época de Jesús, muy largo, con pliegues y de tela fina blanco grisácea. Era muy delgado y ágil, tenía la cara larga, estrecha y fina, y en su cabeza descubierta tenía largos cabellos rubios partidos en raya y detrás de las orejas. Respecto a los demás apóstoles, su tierna apariencia daba una impresión virginal, casi femenina.

Oración junto a Juan

En los últimos tiempos de su estancia aquí vi que María se volvía cada vez más serena y recogida, y que ya casi no tomaba alimento. Era como si solo pareciera estar todavía aquí, pero como si ya estuviera en espíritu en el Más Allá. Tenía el carácter de quien está ausente. Las últimas semanas antes de su fin vi que la criada la llevaba por la casa, débil y envejecida.

Una vez vi entrar en la casa a Juan, que también parecía mucho mayor. Estaba delgado y enjuto, y al entrar remangó al cinturón su largo traje blanco con pliegues. Se quitó este cinturón y se puso otro que sacó de debajo de sus ropas y que estaba escrito con letras. Se puso la estola y una especie de manípulo en el brazo.

La Santísima Virgen salió de su dormitorio y entró completamente envuelta en un velo blanco, apoyada en el brazo de su criada. Su cara estaba como transparente y blanca como la nieve. Parecía flotar de anhelo. Desde la Ascensión de Jesús, todo su ser expresaba un ansia creciente y cada vez más desbordante.

Juan y ella pasaron al oratorio; ella tiró de una cinta o correa, el tabernáculo giró dentro de la pared y mostró la cruz que tenía dentro. Ambos rezaron un rato de rodi- llas, y después Juan se levantó y se sacó del pecho una cajita de metal, la abrió por un costado, tomó un envoltorio de fino color de lana y de éste un pañito plegado de materia blanca, del que sacó el Santísimo Sacramento en forma de un pedacito blanco y rectangular. Luego dijo algunas palabras con solemne gravedad y dio el Sacramento a la Santísima Virgen. La acercó un cáliz.

El via crucis de María
Detrás de la casa, alejándose un poco por el camino hacia el monte, la Santísima Virgen se había preparado una especie de vía crucis. Cuando todavía vivía en Jerusalén después de la muerte del Señor, María nunca dejó de hacer allí su vía crucis con lágrimas y compartiendo la Pasión. Había medido en pasos las distancias entre los lugares del camino donde Jesús había padecido, y su amor no podía vivir sin la permanente contemplación del vía crucis. Poco después de llegar aquí la vi andar diariamente montaña arriba un trecho de camino detrás de su casa, contemplando la Pasión. Al principio iba sola midiendo en pasos, cuyo número tantas veces había contado, la distancia entre los lugares donde al Salvador le había ocurrido algo, y en cada uno de estos lugares ponía una piedra o marcaba un árbol si lo había. El camino se internaba por un bosque donde marcó el Calvario en una colina, y puso el sepulcro de Cristo en una cuevecita de otra colina.

«Oh, hijo mío, hijo mío»
Cuando ya tuvo medidas las doce estaciones de su vía crucis, ella y su doncella iban en serena contemplación, se sentaban en el suelo en cada una de las estaciones y renovaban en el corazón el misterio de su significado y alababan al Señor por su amor entre lágrimas de compasión. [...]

Después del tercer año de estancia aquí, María tenía grandes ansias de ir a Jerusalén, y Juan y Pedro la llevaron allí. Me parece que se habían reunido allí varios apóstoles. Vi a Tomás. Creo que era un concilio y que María los asistía con sus consejos.

A su llegada, por la tarde ya oscurecido, vi que antes de entrar en la ciudad, visitó el Monte de los Olivos, el Calvario, el Santo Sepulcro y todos los santos lugares de los alrededores de Jerusalén. La Madre de Dios estaba tan triste y conmovida por la pena que apenas podía tenerse de pie, y Pedro y Juan la tenían que llevar sosteniéndola bajo los brazos. Ella todavía vino otra vez aquí (a Jerusalén) desde Éfeso, año y medio antes de su muerte, y entonces la vi visitar los santos lugares con los apóstoles, embozada y otra vez por la noche. Estaba indeciblemente triste y suspiraba continuamente «Oh, hijo mío, hijo mío».

Creyeron que moría
Cuando llegó a la puerta trasera del palacio donde se encontró con Jesús desplomado bajo el peso de la cruz, María cayó al suelo sin sentido, conmovida por el doloroso recuerdo. Sus acompañantes creyeron que se moría. La llevaron al Cenáculo en Sión, en uno de cuyos edificios delanteros estaba viviendo, y allí estuvo unos días, tan débil y enferma y con tantos desmayos que muchas veces se esperó su muerte, y por eso se pensó en prepararla sepultura. Ella misma eligió una cueva del Monte de los Olivos y los apóstoles encargaron a un cantero cristiano que la preparase allí un hermoso sepulcro. Mientras tanto, se había dicho varias veces que había muerto, y por otros lugares se extendió también el rumor de que había muerto y la ha- bían sepultado en Jerusalén. Pero cuando el sepulcro estuvo terminado, María ya estaba curada y lo bas- tante fuerte para viajar de vuelta a su casa de Éfeso, donde ella murió realmente al cabo de año y medio».

Las indicaciones de Emmerich llevaron a la casa de la Virgen
La beata Ana Catalina Emmerich (1774-1824) fue una religiosa alemana cuyas visiones asombraron a una época. Humilde granjera, después costurera y sirvienta, ingresó a los 28 años en el convento agustino de Agnetemberg, en Dülmen, un pueblo de Westfalia. No tardaron en aparecer en su cuerpo cinco llagas como las de Jesucristo, lo que dio lugar a una dura investigación. Llegó a ser encarcelada y sometida a vigilancia día y noche con el objeto de averiguar el origen de esas heridas, que no pudo determinarse. Juan Pablo II la beatificó en 2004.

Clemente Brentano (1788-1842), una de las cumbres del Romanticismo alemán, tuvo noticia de la religiosa y acudió a visitarla. El poeta residió en Dülmen seis años con el único propósito de redactar las visiones que Ana Catalina le iba narrando.

Uno de los episodios más extraordinarios es precisamente el que se narra aquí sobre la estancia de la Virgen en Éfeso (Turquía) junto al Apóstol San Juan. La beata describió con tanto detalle aquel lugar, que a dos sacerdotes franceses les resultó muy sencillo en 1891 encontrar las ruinas de una casa que daba la impresión de haber sido utilizada como capilla y que correspondía perfectamente a la descripción de Ana Catalina Emmerich. Los sacerdotes hicieron una investigación entre los habitantes del lugar y pudieron confirmar la existencia de una secular devoción que reconocía en la capilla en ruinas la última residencia terrena de «Meryem Anas», la Madre María. Estudios arqueológicos realizados entre 1898 y 1899 sacaron a la luz, entre las ruinas, los restos de una casa del siglo I.

En palabras del Cardenal Antonio Cañizares, prefecto de la Congregación para el Culto Divino, «las visiones de la beata Ana Catalina no son el credo ni los evangelios, pero robustecen nuestra fe, estimulan nuestro amor y fortalecen nuestra esperanza».


También tuvo visiones sobre la Iglesia:

En las visiones de Emmerick, la Iglesia romana se encontraba en un momento de repliegue, de retroceso. Muchos eran los embates que tenía que afrontar. Por un lado, la masonería trataba de minarla desde fuera, pues había "una gran cantidad de hombres que trabajan por invertirla (…) y con ellos, los apóstatas". Pero lo más terrible era que los masones también se encontraban dentro de la Iglesia, pues Ana Catalina vio "con horror que entre ellos había sacerdotes católicos", entregados a dicha labor "sin descanso".
Y es que entre el clero, y en general en el seno de la Iglesia, se había abierto paso la herejía. "Una gran cantidad de eclesiásticos castigados de excomunión se adhieren a opiniones sobre las que pesa el anatema", sin que a ellos les importase gran cosa, pues tenían en más sus propias opiniones que la obediencia debida al Papa. Lo importante era aplicar el principio de "vive y deja vivir", que hacía simpática a la Iglesia a los ojos del mundo. Entre tanto, y mediante la insidia, se iba poniendo cerco a la verdadera religión. Roma era cuestionada por los propios católicos, además de soportar los indisimulados ataques de los enemigos más directos: "De nuevo tuve la visión en la que la iglesia de San Pedro era minada, siguiendo un plan hecho por la secta secreta, al mismo tiempo que era deteriorada por las tormentas".
Subrepticiamente, se había operado una división en el interior de la Iglesia. Muchos abandonaban las tradiciones y se sumaban jubilosos a las novedades, asegurando que, de este modo, "las cosas son más bonitas y más naturales". Y todo ello obedecía a un plan preestablecido, "y este plan tenía, en Roma misma, a sus promotores entre los prelados". El Papa "estaba rodeado de falsos amigos que a menudo hacían lo contrario de lo que decía", lo que ignoraba el santo padre. Sin embargo, el Cielo le distinguiría con el don de la profecía y con visiones.
El catolicismo se hallaba en un momento crítico. Dentro de la propia Iglesia los sacerdotes guardaban silencio sobre la cruz y sobre el sacrificio, sobre el mérito y el pecado; se presentaba a Cristo como "el amigo de los hombres y de los niños; su vida no tenía más valor que como 'enseñanza', su Pasión era ‘ejemplo de virtud’ y su muerte tenía por único sentido la caridad". La verdadera fe moría ante el asalto de las luces y bajo el régimen de "la libertad y la tolerancia".
Ana Catalina vio "comunidades católicas oprimidas, vejadas y encarceladas; había muchas iglesias cerradas". La Iglesia se convertiría en objeto del odio popular, cuando "el pueblo salvaje e ignorante interviniera con violencia". El ataque contra Roma vendría de parte de las autoridades y también del populacho otrora cristiano. La situación de la comunidad cristiana era agónica: "Toda la parte anterior de la Iglesia estaba destruida: no quedaba en pie más que el santuario, con el Santísimo Sacramento, cuya devoción había sido olvidada".
La situación de la Iglesia se degradaría hasta el punto de que demandaría la intervención de la Virgen María, que, extendiendo su manto, ahuyentaría al enemigo de su Hijo.

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