Leí, hace algún tiempo, un libro de
Ana Muncharaz titulado “El viaje de Egeria” y descubrí a un personaje que
desconocía y que me aportó datos y vivencias que me fueron útiles en mi viaje
posterior a Israel. Egeria es, según parece, la primera escritora española cuyo
nombre se conoce, nacida en la provincia romana de Gallaecia (abarcaba Galicia,
norte de Portugal y parte de León). Existe un códice – Itinerarium Egeriae - en
el que una mujer relata un viaje realizado a Tierra Santa en el siglo IV, en el
año 381. Era de ascendencia noble y de gran cultura. Su itinerario fue religioso
y en ella se percibe un espíritu viajero y deseoso de conocer. A través de su
narración se comprueba cómo se podía viajar por las calzadas, por las vías que
seguían las legiones romanas, pernoctando en casas de postas, ventas y acudiendo
a la hospitalidad de los monasterios.
Egeria estuvo durante un tiempo en Constantinopla y de allí partió hacia
Jerusalén, visitó Galilea y llegó a Siria y, más tarde fue a Egipto. Va anotando
los lugares que encuentra y contando sus experiencias durante los tres años que
duró su viaje. En Jerusalén, describe la liturgia seguida en los actos
religiosos a lo largo de los distintos ciclos litúrgicos del año. Escribía en un
latín coloquial y no dudaba en soportar las mayores dificultades con tal de
llegar al lugar santo que se había propuesto visitar. Narra las procesiones que
hacían los peregrinos en los lugares que conservaban la memoria de los
acontecimientos de la vida de Jesús ya que así lo habían transmitido cristianos
de la primera hora y las sucesivas generaciones. Desde Belén, escribe: “Se
celebra la vigilia en la iglesia mayor de Belén donde está la gruta en la que
nació el Señor. Al día siguiente, se celebra la misa de manera que los
presbíteros y el obispo predican sobre motivos apropiados al día y al
lugar.”
Desde el siglo II hay constancia escrita de que Jesús nació en una gruta. Y
en este siglo, tras la expulsión de los judíos de Tierra Santa, los romanos
construyeron un templo a Adonis sobre la gruta de Belén para borrar la memoria
de Jesús. En la época del emperador Constantino, se volvió a construir un templo
en torno a la Gruta al ser adoptado el cristianismo como religión oficial. Dos
siglos después fue quemado y destruido. En esta sucesión de edificaciones,
destrucciones y reconstrucciones ha resultado una iglesia que da la impresión de
fortaleza y a la que se accede por una pequeña puerta, hay que agacharse para
entrar, la llaman “puerta de la humildad”. De esta manera, no podrían volver a
entrar jinetes a caballo, y así ha continuado a lo largo de los siglos. Cuando
se penetra, se contempla una basílica romana con tres naves y un ábside. Se
accede a la gruta bajando unas escaleras semicirculares que conducen al lugar
del nacimiento de Jesús. Es impresionante descender a este lugar tan desprovisto
de majestad, tan rústico, a pesar de las colgaduras y de los adornos que se han
ido depositando a lo largo de los siglos como muestra de veneración y
piedad.
Volviendo a nuestros días y situándonos donde vivimos, cuando llega el tiempo
de la Navidad, podemos ver muchas imágenes de Jesús Niño que nos muestran cómo
el Omnipotente quiso encarnarse y presentarse desvalido, necesitado. Desde la
gruta de Belén, Jesús habla a quien quiere escucharle. En el libro “Es Cristo
que pasa”, San Josemaría Escrivá dice lo siguiente: “No alcanzaremos jamás el
verdadero buen humor si no imitamos de verdad a Jesús, si no somos, como Él,
humildes. Insistiré de nuevo: ¿habéis visto donde se esconde la grandeza de
Dios? En un pesebre, en unos pañales, en una gruta. La eficacia redentora de
nuestras vidas sólo puede actuarse con la humildad, dejando de pensar en
nosotros mismos y sintiendo la responsabilidad de ayudar a los demás.”
Carlota Sedeño Martínez.
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