Su padre Juan, curtidor de pieles, y su madre Isabel, eran buenos
cristianos. Tuvieron cinco hijos, de los que tres se consagraron al
Señor. Murió pronto la madre, y al final el padre se ordenó sacerdote.
Nuestro santo fue el ángel del hogar, fiel ayudante de su madre.
Inició sus estudios en el Seminario de Malinas, luego entró en el
Noviciado de los jesuitas de la misma ciudad. Más tarde pasó a Roma. En
el Seminario y en el Noviciado se distinguió por su candor, estudio y
piedad.
Su devoción a la Virgen era proverbial. Sentía hacia ella un cariño
tierno, profundo, confiado y filial. «Si amo a María, decía, tengo
segura mi salvación, perseveraré en la vocación, alcanzaré cuanto
quisiere, en una palabra, seré todopoderoso». A ella dedicó su Coronita
de las doce estrellas.
Pululaban por entonces los errores de Bayo, catedrático de Escritura
en Lovaina, quien afirmaba que María había sido concebida en pecado. Los
teólogos Belarmino y Francisco de Toledo intervienen para esclarecer la
verdad. Es curioso notar que el gran teólogo español Juan de Lugo
atribuye el movimiento a favor de la Inmaculada a las oraciones de
Berchmans.
El mismo Lugo insiste en que el decreto de 24 de mayo de 1622 se ha
conseguido por la influencia sobrenatural de Juan Berchmans.
En él se
confirman las constituciones de Sixto VI, Alejandro VI, San Pío V y
Pablo V. Se manda severamente que nadie, ni de palabra ni por escrito,
se atreva a afirmar que la Santísima Virgen María fue concebida en
pecado, y se solemniza la fiesta de la Inmaculada.
En el último año de su vida Juan se había comprometido, firmando con
su propia sangre, a «afirmar y defender dondequiera que se encontrase el
dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen María».
Los santos han practicado en grado heroico todas las virtudes. Pero
suelen distinguirse en alguna de ellas. ¿Cuál es la virtud
característica de Berchmans? Él deseaba practicarlas todas por igual. Su
obsesión, su locura de santo, era la fidelidad en observar
perfectamente sus obligaciones, sin excusas ni escapismos. «La virtud
más eminente, es hacer sencillamente, lo que tenemos que hacer», decía
Pemán en El Divino Impaciente.
Aparentemente no había hecho nada, nada llamativo. Pero vivió
«apasionado por la gloria de Dios». «Quiere trabajar sin perder la más
pequeña parte de su tiempo». Aprovecha las cruces de la vida diaria: «Mi
mayor penitencia, la vida común». «Quiero ser santo sin espera alguna».
Hacía cada cosa en su momento, y sobrenaturalizando la intención.
Cuando hay que orar, decía, ora con todo amor. Cuando hay que estudiar,
estudia con toda ilusión. Cuando hay que practicar deporte, practícalo
con todo entusiasmo. Y siempre con más amor, en cada instante del
programa diario, bajo la dulce mirada maternal de la Virgen María.
Estudiaba con la mirada puesta en el futuro apostolado, en las almas que
se le encomendarían.
Mi mayor consuelo, decía al morir joven, es no haber quebrantado
nunca, en mi vida religiosa, regla alguna ni orden de mis superiores, a
sabiendas, y advertidamente, y el no haber cometido nunca un pecado
venial. Alto y recio mensaje. Es patrono de los que se preparan para el
sacerdocio.
Por una enfermedad pulmonar fallece en Roma el 13 de agosto de 1621
con gran pesar de toda la comunidad del Colegio Romano quienes ya lo
consideraban un santo. Sus últimas palabras fueron: Jesús, María.
Beatificado por Pio IX en 1865 y canonizado por el Papa León XIII en
1888 el mismo día que San Alonso Rodriguez , San Pedro Claver y los
siete fundadores de los Siervos de María .
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