Dentro de la mitología nacionalista, el «Corpus de sangre» es relatado como una revolución heroica
contra España, «cuando en realidad fue una sangrienta semana sin ley en la que
muchos catalanes y castellanos perdieron la vida», explica el hispanista Henry Kamen en su último
libro –«España y Cataluña: Historia de una pasión»–. «Los nobles y
verdaderos catalanes, a quien tocaba por derecho de fidelidad y de sangre la
defensa de la justicia, de la patria y de la honra del Rey,
estaban cubiertos de miedo en sus casas sin atreverse a salir», escribe un
catalán de la época.
A causa de la exigencia de mayor compromiso económico hacia la Monarquía Hispánica y, sobre todo, de su enemistad personal
con el virrey, parte de la burguesía y la nobleza catalana auspició en 1640 una revuelta
popular contra el ejército real que había acudido a esta región española a combatir a Francia. La
población odiaban a la soldadesca de los tercios, muchos de ellos
extranjeros, por las requisas de animales y los destrozos ocasionados a
sus cosechas, así como por las afrentas derivadas del alojamiento forzoso en sus
casas, pero no buscaba la separación de España, si acaso soñaban con una rebelión contra todos los
amos. Asustados por la brutalidad de la revuelta, la oligarquía recurrió
a una calamitosa alianza con la Francia del Cardenal Richelieu, que
causó graves perjuicios económicos a los campesinos. Luis
XIII inundó la administración de franceses y los mercados de productos de
su país.
La Sublevación de Cataluña de 1640 tuvo su germen en la hoja de
reformas con la que el
Conde-Duque de Olivares buscaba repartir los esfuerzos y exigencias de
mantener un sistema imperial entre los territorios que conformaban la Monarquía Hispánica.
Hasta entonces Castilla había cargado de forma desproporcionada con los compromisos en Europa de la dinastía Habsburgo. Sin
embargo, una profunda crisis demográfica azotaba las tierras castellanas, que,
como ha descrito el hispanista Joseph Pérez, «se hallaban
exhaustas, arruinadas, agobiadas después de un siglo de guerras casi continuas.
Su población había mermado en proporción alarmante; su economía se venía abajo;
las flotas de Indias que llevaban la plata a España llegaban
muchas veces tarde, cuando llegaban, y las remesas tampoco eran las de
antes».
Las reformas no pudieron ser recibidas en Cataluña con más hostilidad. El Conde-Duque de Olivares presentó oficialmente en 1626 lo
que vino a llamarse la Unión
de Armas, según la cual todos los «Reinos, Estados y Señoríos» de la
Monarquía Hispánica contribuirían en hombres y en dinero a su defensa, en
proporción a su población y a su riqueza. Si bien a la Corona de Castilla, que
suponía cerca del 70% de la población de la Península Ibérica, le tocaba aportar 44.000
soldados, al Principado de Cataluña y otras regiones de poca población
debían aportar 16.000
soldados.
No en vano, la poca implicación catalana en asuntos militares venía
de lejos. En 1542, el III duque de Alba, Fernando Álvarez de Toledo,
tuvo que supervisar los preparativos en Cataluña para una posible invasión
francesa. Ante la poca moral y el pobre estusiasmo mostrado por los
soldados catalanes, el duque recomendó el envío de tropas de otros lugares de
España. «He echado un vistazo aquí a algunos de los soldados reclutados, y estoy
tan insatisfecho con ellos que casi no me atrevo a
comentárselo a Su Majestad. Le ruego que ordene con la mayor urgencia se
sirvan hombres procedentes de Castilla y de otras regiones donde se recluten»,
reclamó el general castellano a Felipe II.
Es por esta razón que la oligarquía catalana vio en el proyecto de
Olivares una nueva amenaza a lo que el nacionalismo moderno ha llamado «las libertades históricas»,
aunque realmente eran una serie de privilegios administrativos de origen
medieval. Cabe recordar que los fueros prohibían expresamente servir en el ejército fuera del
Principado.
Las Cortes catalanas contra Felipe IV
Bajo este clima de hostilidad, el 26 de marzo de 1626 Felipe IV visitó Barcelona para jurar las Constituciones
catalanas y conseguir apoyos a la Unión de Armas. Poco
después se inauguraron las Cortes catalanas que llevaban sin celebrarse desde
1599. Como las sesiones se alargaban y solo se trataban las quejas
acumuladas durante los 27 años sin Cortes, el Rey Felipe IV abandonó
precipitadamente Barcelona el 4 de mayo de
1626, frustrado por no haber podido abordar la Unión de Armas. Y no era el único
asunto pendiente con la nobleza catalanas. La actuación de los últimos virreyes
–representantes del Rey en esta región– en asuntos como la lucha contra el
bandolerismo y el cobro de impuestos habían levantado muchas atipatías hacia Castilla.
La llegada de Felipe IV al trono fue cantada por la propaganda
castellana como el regreso a los tiempos gloriosos de Carlos I y Felipe II. Pero lo único
que hizo el nuevo Monarca fue infectar más las heridas del Imperio Español e
involucrarse en todavía más frentes. Ya inmersa en la Guerra de los Treinta años desde el reinado de Felipe III, la Monarquía
Hispánica abrió otra guerra en 1635 con la Francia del Cardenal Richelieu. El
conflicto se trasladó rápidamente a las puertas de Cataluña, lo que fue
aprovechado por el Conde-Duque de Olivares para exigir urgentemente tropas a
la Generalitat.
Para llevar a efecto sus planes, el valido nombró como nuevo virrey de Cataluña
en 1638 al conde de Santa
Coloma, un hombre de su plena confianza pero enemistado por razones
personales con la nobleza y la burguesía local. La negativa ese mismo año de
la Diputación de la
Generalitat a que tropas catalanas acudieran a levantar el sitio de Fuenterrabía (Guipúzcoa), a donde sí habían
acudido tropas desde Castilla, Aragón y Valencia, deterioró más la relación con
la corte madrileña, que ordenó al virrey elevar su dureza. Así a lo largo de
1640 el virrey Santa Coloma, siguiendo las instrucciones de Olivares, adoptó medidas cada vez más
drásticas contra los pueblos donde las tropas no eran bien
recibidas.
Mientras tanto, la población –ajena a las disputas entre nobles y
reyes– asistió cada vez más molesta a las exigencias del ejército de 40.000
hombres que se alojaba en Cataluña para combatir a Francia. Y
como suele ocurrir en estos casos, un aislado episodio de tensión entre la
población y la milicia precipitó una rebelión generalizada. En varios pueblos de
Gerona, no en vano, la lucha
armada contra los ejércitos reales ya era un hecho. El 7 de junio de
1640, en el conocido como día del «Corpus de Sangre», un pequeño incidente en la calle Ample de Barcelona
causado por un grupo de segadores, entre los que había rebeldes disfrazados
procedentes de Gerona, encendió la sublevación en toda Cataluña.
Con las tropas españolas dispersas en distintos frentes, los pocos
efectivos que estaban en Barcelona no pudieron frenar la revuelta popular, que tampoco obedecía ya a la élite local. El virrey de
Cataluña Dalmau de
Queralt, conde de Santa Coloma, fue asesinado en una playa
barcelonesa cuando intentaba huir de la ciudad. En los siguientes días,
la sublevación derivó en una
revuelta de empobrecidos campesinos contra la nobleza y ricos de las
ciudades que también fueron atacados. «Sin razón ni ocasión los catalanes
se han sublevado en una rebelión tan absoluta como la de Flandes», lamentó
Olivares.
Francia: por el interés te quiero Andrés
Cuando la oligarquía catalana fue capaz de recuperar parcialmente el
control de la región, decidieron pedir ayuda al máximo enemigo de la Monarquía
Hispánica: el Reino de Francia. El Cardenal Richelieu no desperdició una
oportunidad tan buena para debilitar a la Corona Española y apoyó militarmente a
los sublevados. Aún así, al principio la alianza con Francia no dio los frutos
deseados y el avance del ejército de Felipe IV despertó otra revuelta popular
–en este caso, en apoyo a la Corona Hispánica–.
En vez de dar marcha atrás, los gobernantes rebeldes ampliaron la
alianza con Francia:
Cataluña se constituyó en república independiente bajo la protección del país
vecino. Pero el Rey de Francia Luis XIII no se conformó con este acuerdo
y antes de terminar ese mismo año, 1641, se proclamó nuevo conde de Barcelona,
rememorando el antiguo vasallaje de los condados catalanes con el Imperio Carolingio. El
Rey francés nombró un virrey francés y en poco tiempo llenó la administración
catalana de conocidos pro-franceses. La población de Cataluña y muchos nobles
empezaron a percibir que estaba peor que antes de la sublevación contra España. El
pulso al Conde-duque de Olivares había desembocado en una guerra cuyos gastos
militares estaban financiando ellos, justo la causa por la que iniciaron la
revuelta. A esto había que sumar la agresiva introducción de productos franceses
en los mercados locales.
Durante doce años, la región de Cataluña permaneció bajo control francés hasta
que el final de la Guerra de
los Treinta años y el enfriamiento del choque hispano-francés permitió a
Felipe IV recuperar el territorio perdido. Conocedor del descontento de la
población catalana con la ocupación francesa y aprovechando las débiles defensas tras
una virulenta peste, un ejército dirigido por Juan José de Austria rindió
Barcelona en 1651. Los catalanes aceptaron de buena gana las condiciones del
hijo bastardo de Felipe IV.
La huida hacia delante y sin destino de la oligarquía catalana había
sido aprovechada por Francia para dañar al Imperio español, sin la menor
consideración por Cataluña. Desde el principio, Luis XIII dejó claro que respetaba los fueros
catalanes menos que los castellanos y solo veía en Cataluña una buena
colonia donde colocar sus productos. Pere Moliner, uno de los
catalanes que permaneció fiel a Felipe IV, resume nítidamente el conflicto en su
frase: «Fueron cuatro ambiciosos de mejor fortuna, remoleando la provincia del
tranquilo mundo de la paz al procelosos golfo de su naufragio».
Como recordatorio histórico de su error, Cataluña –y por tanto
España– nunca recuperaron las tierras del Rosellón que habían sido tomadas por las tropas
francesas en el contexto de la guerra.
César Cervera
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