Decía Ortega que los problemas seculares de España no responden
únicamente al absentismo o a la soberbia de las clases conservadoras, sino
también a la curiosa miopía
de los eternos progresistas, que hacen confundir la nación con unas
concentraciones de entusiastas. En la España contemporánea, la historia de las
luchas revolucionarias hechas en nombre del pueblo ha dejado tras de sí una
vergonzosa crónica de
estrepitosos fracasos; de excesos que han acabado
haciendo antipática la palabra libertad; de intransigencia fanática y
torpe, capaz de sacrificar la seguridad de lo ganado a la histeria de las
realizaciones imaginarias.
Aun con todo el talante progresista de la Constitución de Cádiz, hay que reconocer que, convertida por
algunos en la promesa de la suprema felicidad, llegó a transformarse en un
obstáculo para el reformismo político y en una razón para el divorcio
entre los liberales y el pueblo. Porque este, al fin, era algo bastante menos
abstracto que esa «opinión pública» de cuya identidad dudaba Larra cuando preguntaba: «¿Será el público el que en las
épocas tumultuosas quema, asesina o arrastra, o el que en tiempos pacíficos
sufre y adula? Y esa opinión pública tan respetable, ¿será acaso la misma que
tantas veces suele estar en contradicción hasta con las leyes y con la
justicia?».
La primera, irreal
Precisamente, el gran error de los republicanos de 1871 fue vivir de espaldas completamente a
la realidad. El refresco intelectual que Figueras, Pi i Margall, Salmerón o Castelar llevaron a las Cortes quedó rápidamente
enterrado por la pataleta
cantonalista que los intransigentes desataron en las provincias y la
furia popular, milagrera y alucinante, que se infantilizó con presagios
igualitarios en las horas de máxima turbulencia. Cinco tipos de República, una
Constitución nonata, una guerra colonial, dos guerras civiles y una danza
carnavalesca de ¡viva Cartagena! fueron demasiado para llenar once meses. Al
final, los políticos responsables no pudieron más. Emilio Castelar llegó a decir en un discurso en las Cortes:
«Aquí todo el mundo prefiere su secta a su Patria… De ahí una guerra que yo he
calificado muchas veces de animal, guerra que se declaran aquí unos partidos a
otros, intolerantes todos, intransigentes todos.»
Dramática II República
No menos dramática fue la historia de la Segunda República, que sobrevino sin apenas herida, ni apenas
dolores, y acabó despeñándose en los horrores de la más incivil de nuestras
guerras civiles.
Por mucho que los nostálgicos de la primavera de 1931 se empeñen en
imponer su versión de los hechos, los historiadores sabemos que la ruina de la
Segunda República no se
debió únicamente a la soberbia de las clases conservadoras ni a la conspiración
de la derecha. A derrumbar la promesa del 14 de abril también
contribuyeron la incompetencia de los
llamados republicanos históricos y la ceguera sectaria de los
republicanos de izquierdas.
La actitud normal entre los socialistas no fue la
moderada de Prieto o Fernando de los Ríos,
sino la intransigente de Largo
Caballero, principal artífice de la revolución de octubre de
1934. ¡Y qué decir de los anarquistas!, cuya
impaciencia empujó a la CNT por el camino de la insurrección permanente.
Nadie como Julio
Camba puso en evidencia las contradicciones, los delirios y los desengaños
de aquel régimen de 1931: «Imagínense ustedes un caserón viejo, destartalado,
lleno de telarañas. Esto era España antes de la República».
Según el genial periodista, el agotamiento que generó el sistema de
la Restauración puso a todos de acuerdo en la necesidad de acometer reformas,
pero el resultado estuvo muy lejos de resultar exitoso: «La República nos dejó sin
República, como si dijéramos. Nos quitó la gran ilusión republicana, y
esto es, en resumen, todo lo que ha hecho».
Animada por el espíritu de revancha y el extremismo, e hipotecada a
los intereses de nacionalistas y de otros grupos que no perseguían más que su
propio beneficio, la República no se mostró como un proyecto constructivo e
integrador. Lo dijo Valle-Inclán durante una conferencia en Madrid, en la que
sentenció: «No es verdad que España sea republicana. No es verdad que España
haya votado a la República. Y se equivocan los que quieren halagar a los nuevos
políticos llamándoles representantes del pueblo republicano. Las elecciones de
abril no fueron a favor de la República. Fueron únicamente una sanción ética
dirigida contra don Alfonso
XIII».
Recordemos aquí aquel chascarrillo contado por un diputado, sobre la
forma en que se jaleaba en un pueblo de Aragón el advenimiento de la República.
Varios paisanos corrían por las calles gritando «¡Viva la República! ¡Abajo los
Borbones!», cuando de pronto se asomó una viejecilla a una ventana y preguntó:
«¿Quiénes son los Borbones?». A lo que contestó uno de los manifestantes: «¡Otra
que Dios! ¡Los Borbones son la Guardia Civil!»
Sin embargo, la memoria de la República en España no está asociada a
los penosos errores y gravísimas faltas de sus prohombres ni a las ocurrencias
peregrinas y a la picaresca folclórica. Por desgracia, su recuerdo
permanece teñido de colores románticos. Hoy los grupos de izquierda
revolucionaria y los antisistema del 15-M se muestran en la Puerta del Sol con
una nostalgia casi gráfica, que pretende reproducir, tal cual las han visto en
fotos y en documentales, las escenas del 14 de abril de 1931.
Y no son pocos los socialistas y sindicalistas a los que
les parece el súmmum del progresismo suspirar por la Segunda República o el
federalismo de 1871,
cuando resulta difícil encontrar un solo español que consiga explicar las
novedades prácticas que el sistema federal introduciría respecto del Estado de
las Autonomías. Esta pose, magnificada con la addicación
del Rey Juan Carlos, distrae de la seriedad de la vida y la historia, y
evoca la mordaz reflexión de Karl Marx: «Todos los grandes hechos de la historia
acontecen, por así decirlo, dos veces: una vez como tragedia, y la otra, como
lamentable farsa».
Fernando García de Cortázar
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