Milonia Cesonia nació entre el 2 y el 4 de junio de un año desconocido. Tenía orígenes modestos. Cesonia era hija de Vistilia. Su medio hermano menor fue el cónsul romano y general Corbulón. Su sobrina, Domicia Longina, se casó con el futuro emperador Domiciano.
Milonia ya había estado casada antes y además tenía ya tres hijos; no era joven ni dotada de gran belleza, pero logró captar la atención del emperador con quien, según Suetonio en su obra "La vida de los Césares", compartía sus pervertidos gustos.
Milonia sucedió a Lolia Paulina, la anterior esposa de Calígula, de quien se había divorciado alegando esterilidad.
Milonia cumpliría con su deber de emperatriz al dar a luz en el año 39 a la única hija reconocida que tuvo Calígula, llamada Julia Drusilla en honor a la difunta hermana favorita del emperador. Fue por esta época cuando se fraguó un complot en contra del emperador, urdido por Agripinila y Julia Livia , hermanas de Calígula, con la participación de Marco Emilio Lépido, el viudo de Drusilla.
Cesonia fue la que más le duró, al parecer por sus artes
libertinas, que excitaban al Emperador de manera especial y lo hacían deudor de
sus caricias. La pasión por
Cesonia y la manera cómo la consiguió, son dignas del carácter del Emperador.
Era Cesonia una bella matrona llena de sabiduría a quien Calígula
conoció el mismo día que ella paría en palacio (de donde era habitante como una
más de las muchas personas al servicio del emperador) una hermosa niña.
Encariñado
desde ese momento con la madre y con la niña, puso a ésta el nombre de Drusila,
en honor de su hermana y amante, y se proclamó padre de la criatura. Y, puesto
que era el padre por su propia decisión, automáticamente obligó a que se le
reconociera también como esposo de la madre, Cesonia.
Momentáneamente
metamorfoseado en ilusionado padre de familia, condujo a su esposa e hija a
todos los templos de Roma, presentando a la pequeña a la diosa Minerva para que
le insuflara saber y discreción. Sin embargo Cesonia ya había parido tres hijos
de su matrimonio anterior con un funcionario de palacio, además era una mujer
con la juventud ya perdida y no excesivamente hermosa. Por lo que se rumoreaba
que aquella locura de Calígula por ella se debía a que Cesonia le había dado
algún brebaje afrodisíaco, como por ejemplo, uno muy conocido extraído del sexo
de las yeguas. Perdido el norte, Calígula empezó a practicar toda una serie de
conductas absurdas y crueles como, por ejemplo, entre las primeras, el nombrar
cónsul a su caballo favorito, Incitatus (Impetuoso), al que puso un pesebre de
marfil y dotó de abundante servidumbre a su disposición. Y, entre las segundas,
su deseo, expresado a gritos, de que «el pueblo sólo tuviera una cabeza para
cortársela de un solo tajo», producto de una rabieta imperial al oponerse el
público del circo a la muerte de un gladiador contra lo decidido por Calígula.
También se distraía llevando sus cuentas personalmente, unas cuentas
consistentes en redactar la lista de los prisioneros que, cada diez días, debían
ser ejecutados.
Otra
contabilidad llevada personalmente fue la de su propio gran prostíbulo, que
había hecho construir dentro del recinto de su palacio y que resultó un negocio
redondo. En otro orden de cosas, y para producir aún más terror, todas estas
distracciones las vivía disfrazándose y maquillándose de forma que sus actos, de
por sí ya terribles, contaran con el añadido de lo siniestro, de manera que sus
caprichos resultaran implacables haciendo temblar a sus víctimas aún más. Las
ejecuciones eran tan numerosas que, a veces, no había una razón medianamente
comprensiva para tan definitivo castigo, como en el caso del poeta Aletto, que
fue quemado vivo porque el Emperador creyó toparse con cierta falta retórica en
unos versos compuestos, precisamente, a la mayor gloria de Calígula, por el
desgraciado vate. La crueldad de Calígula podría resumirse en una frase que se
trataba, en realidad, de una orden dada a sus matarifes respecto a cómo tenían
que acabar con sus víctimas. Era ésta: «Heridlos de tal forma que se den cuenta
de que mueren». La lista de sus desafueros sería interminable. A modo de
muestreo, podemos decir que el Emperador, imbuido muy pronto de su carácter
divino, hizo traer de Grecia algunas estatuas, entre ellas la de Júpiter
Olímpico, escultura a la que ordenó arrancar la cabeza y sustituirla por una
suya, y desde ese momento rebautizada como Júpiter Lacial (él mismo,
transformado en el dios de dioses del Lacio).
El
siguiente paso será la elevación de un templo en honor de ese nuevo dios y la
presencia en el mismo de otra escultura, ésta de oro, y que cada día era vestida
como el propio Calígula, en una especie de simbiosis y travestismo entre aquel
artista llamado Pigmalión y su modelo, y que evidenciara de manera inequívoca,
la naturaleza celestial del Emperador. También, y sin duda todavía en las
alturas de su particular Olimpo, invitaba a la Luna (Selene) en su plenilunio, a
que se acostara con él. Ya en terrenos más próximos a lo cotidiano, y en su afán
por complicarle la vida a sus súbditos, se divertía, por ejemplo, regalando
localidades a la plebe que, en principio, estaban destinadas a la aristocracia.
Lo divertido para Calígula venía cuando, estos últimos, al encontrar ocupadas
sus localidades, iniciaban un altercado con la chusma, espectáculo este mucho
más divertido para Calígula que las propias representaciones teatrales. Calígula
había sido un emperador que siempre había sorprendido y puesto a prueba a la
gente. Como se quejara amargamente de que su reinado transcurría sin grandes
cataclismos y, por tanto —según él—, su nombre y su tiempo apenas serían
recordados por los historiadores, intentó suplir esta falta de terremotos,
inundaciones, pestes o guerras auténticas, con la puesta en escena de batallas
de ficción. Así, en una de sus incursiones por Germania y ante la nula presencia
real de escaramuzas, decidió que parte de sus legiones pasaran al otro lado del
río Rhin, desde donde se encontraban, e hiciesen como si pertenecieran a un
ejército bárbaro. Una vez en la otra ribera, Calígula cayó sobre el enemigo con
sus soldados, a los que venció sin paliativos.
Escribió,
entonces, a Roma anunciando su triunfo al tiempo que se quejaba de que, mientras
él exponía su preciosa existencia luchando, en la metrópoli el pueblo y los
senadores se divertían en inacabable holganza. También humilló a sus legiones en
las Galias obligando a los soldados a recoger, en el transcurso de jornadas
agotadoras, toda clase de moluscos y otras especies de productos marinos. Tras
agotar el tesoro imperial en su favor y mandar asesinar (como ya queda dicha) a
destacados miembros de la aristocracia para quitarles el dinero, acabó siendo
asesinado en una estancia de su palacio por el jefe de los pretorianos, Casio
Quereas, en el pasillo que comunicaba aquél con el circo, al que volvía el
Emperador tras un descanso en uno de los espectáculos de los Juegos Palatinos.
Se vengaba así, de camino, Quereas del trato vejatorio que siempre le infligió
el Emperador, tratándole de afeminado e impotente.
Ahora había
llegado su hora, y ya pudo empezar a alegrarse con la primera herida producida
en el cuerpo de un Calígula medroso (un hachazo en el imperial cuello), que, sin
embargo, no lo mató inmediatamente, aunque sí provocara en el sádico personaje
gritos de dolor y desesperación. Inmediatamente acudieron el resto de los
conjurados (hasta treinta de ellos con sus espadas desenvainadas) quienes, tras
una estocada en el pecho propiciada por Cornelio Sabino, se ensañaron en la
faena de acabar, definitivamente, con la vida del Emperador, su esposa Cesonia
e, incluso, con la de la hija de ambos, una niña que fue estrellada sin piedad
contra un muro. Se ponía fin, con la misma violencia sufrida, al sangriento y
violento reinado de un loco que había torturado a su pueblo durante tres años y
diez meses de pesadilla.
Crudelísimo
incluso después de su muerte, se encontraron abundantes listas de nombres
destinados a ser ejecutados. Incluso, junto a estas, fueron hallados gran
cantidad de venenos destinados a cumplir de ejecutores de aquéllos, tan
abundantes que, al ser arrojados al mar, envenenaron las aguas marinas, que
devolvieron a las playas miles de peces muertos. Calígula (que contaba 29 años
al morir) fue borrado por el Senado de la lista de los emperadores de Roma.
Había sido un hombre tan malvado y despiadado con los demás como cobarde él
mismo. Por ejemplo, en vida sentía un terror patológico por las tormentas, que
le arrastraba debajo de las camas cuando empezaban los relámpagos.
Murió, como
ya se ha dicho, muy joven, y nadie sabría nunca lo que hubiera podido ser su
reinado de vivir más años.
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