Un nuevo comienzo
Un amor verdadero
Un amigo encontrado
Sin más lazos
Que los del amor
Sin pensamientos
Sin definiciones
Un éxtasis perfecto
Quieto pero en movimiento
No hay caminos trillados
Sólo un compañero
Por fin,
Es real
Libre de penas
El tiempo no cuenta
Salvados los abismos
Descubro sentimientos olvidados
Termina la búsqueda.
Prem Rawat, Maharaji
Un amor verdadero
Un amigo encontrado
Sin más lazos
Que los del amor
Sin pensamientos
Sin definiciones
Un éxtasis perfecto
Quieto pero en movimiento
No hay caminos trillados
Sólo un compañero
Por fin,
Es real
Libre de penas
El tiempo no cuenta
Salvados los abismos
Descubro sentimientos olvidados
Termina la búsqueda.
Prem Rawat, Maharaji
El presente artículo evoca algunos rasgos esenciales de la espiritualidad de san Francisco, cuya vida y escritos impulsan al cristiano a vivir la aventura de la fe en el aquí y ahora de nuestro mundo.
I. Cuando el hombre debe pasar de
su proyecto... al Proyecto de Dios
«¡Sumo, glorioso Dios!, ilumina las tinieblas de mi corazón y dame fe recta,
esperanza cierta y caridad perfecta, sentido y conocimiento, Señor, para que
cumpla tu santo y verdadero mandamiento» (OrSD).
Francisco de Asís es, en primer lugar,
un itinerario viviente, dinámico: el itinerario de la Fe. Su aventura humana y
espiritual es la de un creyente que, súbitamente, toma en serio su Fe.
Pasar de una religión, tan bien «asimilada» y «aseptizada» que ya no molesta a
nadie, al riesgo de la Fe, no es algo trivial. Esto es lo que le aconteció a
Francisco.
¡Tiene 25 años! Rico, hábil en los
negocios, de compañía y conversación agradables, posee todo lo necesario para
seducir, triunfar y deslumbrar. Y no se priva de ello. Fácilmente excéntrico, le
gusta hacerse notar. Ambicioso, sueña con asir la vida a manos llenas. Los
honores militares, la gloria y la celebridad asedian su mente.
Pero
el ensueño de Dios sobre el hombre es aún mayor. Algunos fracasos, un año de
cárcel, un año de enfermedad le golpean duramente. Su descompás choca con la
realidad. Sus sueños se cuartean. ¿Tras qué corro? Un gran vacío se apodera de
él. Tiene sed de otra cosa. Pero, ¿de qué? ¡La Fe es, en primer lugar, una
pregunta! El Espíritu lo deja insatisfecho de sí mismo. La carrera militar y el
negocio pierden atractivo. Toma distancias. Su ambición se interioriza. Y
empieza el combate de la Fe, que le marcará de por vida. «Lleno de un nuevo y
singular espíritu, oraba en lo íntimo a su Padre... Sostenía en su alma tremenda
lucha... uno tras otro se sucedían en su mente los más varios pensamientos» (1
Cel 6).
¡Pasar de las ambiciones personales al
Proyecto de Dios... no es cosa fácil! Presiente un nuevo camino de libertad, una
nueva dirección capaz de saciar su hambre de vida..., pero el hombre teme
siempre perder sus «proyectos» inmediatos para entrar en el futuro de Dios.
Francisco descubre que la Fe es una tenue luz en la noche. Va a penetrar en la
Fe como se cava un pozo en el desierto, como se trabaja un campo a la búsqueda
de un tesoro. Nunca olvidará esa primera etapa en la que descubrió que la
aventura evangélica empieza siempre con un desgarro. ¿Cómo acoger la gratuidad
de los dones del Señor sin dejar que nuestras pseudo-riquezas resbalen de
nuestras pobres manos? Estos primeros años serán decisivos para el futuro del
Pobrecillo. El Evangelio le ha hecho daño, como el bisturí del cirujano. ¡La
tranquila homilía dominical que acunaba el semisueño de la asamblea, se ha
convertido en un Evangelio peligroso! Y, sin embargo, la Fe es precisamente lo
contrario del miedo. Tener la valentía de arriesgarlo todo. Renunciar al deseo
de adueñarse de la propia vida, de sus dones y sus bienes, renunciar a guiar la
propia vida uno solo, a fin de abandonarse al querer de Dios, entrar en su
Proyecto de amor para con nosotros..., eso es el misterio de la Fe. Francisco
ilustra esa apuesta de la Fe. Si se olvida este fundamento inicial, no se puede
comprender nada en su vida. Su conversión es el deseo del hombre que se abre al
deseo de Dios. «Ninguna otra cosa, pues, deseemos, ninguna otra cosa queramos,
ninguna otra cosa nos agrade y deleite, sino nuestro Creador, y Redentor, y
Salvador, solo verdadero Dios, que es bien pleno, todo bien, bien total,
verdadero y sumo bien... Nada, pues, impida, nada separe, nada adultere;
nosotros todos, dondequiera, en todo lugar, a toda hora y en todo tiempo, todos
los días y continuamente, creamos verdadera y humildemente y tengamos en el
corazón y amenos... al altísimo y sumo Dios eterno... sobre todas las cosas
deseable» (1 R 23,9-10).
Dios
no tiene ya un espacio «reservado» en un culto semanal. Ha invadido todo el
espacio y todo el tiempo de un hombre. Eso es creer. Francisco hablará una y
otra vez de esta convicción: mantener la Fe. Buscar a Dios en todas partes y
siempre. Pues sabe por experiencia que todo, en nosotros y a nuestro alrededor,
obstaculiza generosamente la presencia de Dios. Creer es franquear muchas
barreras, muchas pantallas, para atreverse a poner ese acto de confianza que nos
abre sin condiciones a una llamada venida de fuera. Al término de este trayecto
de obstáculos, Francisco está presto. Puede de verdad exclamar: «De aquí en
adelante puedo decir con absoluta confianza: Padre nuestro, que estás en los
cielos, en quien he depositado todo mi tesoro y toda la seguridad de mi
esperanza» (LM 2,4; en la traducción francesa: «pues a Él he confiado mi tesoro
y dado mi Fe-mi palabra»).
Desapropiado de cualquier proyecto humano
predeterminado, liberado de todo tipo de seguridad material, en lo sucesivo
estará disponible en las manos del Padre. La radicalidad evangélica de su vida
es ese apostar por la paternidad de Dios. Eso es la Fe. Repetirá con frecuencia
a sus hermanos que se comprometerán en el mismo camino: «Después que hemos
abandonado el mundo, ninguna otra cosa hemos de hacer sino seguir la voluntad
del Señor y agradarle... Por eso, pues, todos los hermanos estemos muy
vigilantes, no sea que, so pretexto de alguna merced, o quehacer, o favor,
perdamos o apartemos del Señor nuestra mente y corazón. Antes bien, en la santa
caridad que es Dios, ruego a todos los hermanos, tanto a los ministros como a
los otros, que, removido todo impedimento y pospuesta toda preocupación y
solicitud, como mejor puedan, sirvan, amen, honren y adoren al Señor Dios, y
háganlo con limpio corazón y mente pura, que es lo que Él busca por encima de
todo; y hagamos siempre en ellos habitación y morada... Y adorémosle con puro
corazón» (1 R 22, 9. 25-29).
He
aquí el centro de la espiritualidad de Francisco. La Fe vigilante. La
disponibilidad interior al Espíritu del Señor. La subordinación de todo el obrar
humano a la acogida de esta presencia activa. Escuchar a Dios. Buscar a Dios.
Dejarse amar y moldear por Dios. Dejarse guiar por su Santa Voluntad. Ese es el
proyecto evangélico de Francisco, que él legará a sus hermanos. Semejante
actitud se basa en la Fe. Lo cual supone que el hombre cree que Dios es Bueno,
que su proyecto sobre el hombre es bueno y que su amor no aliena al hombre sino
lo libera.
II. Cuando el descubrimiento de
Dios Padre como Sumo Bien... convierte a todos los hombres en
hermanos
¿De dónde sacó Francisco su sueño de ser «Hermano universal» y de invitar a
todos los hombres y a todas las criaturas a reconocerse como «hermanos» y
«hermanas»? ¿No nos hallamos en pleno mito poético, en plena utopía, generosa
pero ineficaz? ¡La fraternidad universal! Los cristianos hablan de ella desde
hace siglos, pero, ¿no es una causa perdida de antemano? ¿De dónde sacó
Francisco esa sólida convicción, más tenaz que el fracaso?
Como
ya hemos visto, la sacó sencillamente de su propia experiencia de Fe. Poco a
poco experimentó, sabrosa y jubilosamente, que es verdad... que Dios es Padre.
Se abrió a otro... y entrevió que Dios es el Sumo Bien. «Que Él es todas las
riquezas». ¡Al diablo el gran relojero, ordenador lejano y frío! ¡Al diablo el
Dios vengador, cuya ira hay que aplacar!... Arrojó todos esos dioses al baúl de
las ideologías. Francisco quedó prendido de la gratuidad de Dios, la Paternidad
de Dios. ¡Dios es Padre! ¡Es una iluminación! Un canto de triunfo. Pues, si al
principio de todo está la gratuidad del amor..., eso lo cambia todo. Todo tiene
un origen. Todo tiene un sentido. Todo tiene una meta. La paternidad de Dios
hace posible la fraternidad. Fraternidad de origen, fraternidad de destino,
fraternidad final. Su Fe se convierte en acción de gracias liberadora y en motor
de su misión fraternal.
«La
piedad del Santo se llenaba de una mayor terneza cuando consideraba el primer y
común origen de todos los seres, y llamaba a las criaturas todas -por más
pequeñas que fueran- con los nombres de hermano o hermana, pues sabía que todas
ellas tenían con él un mismo principio» (LM 8,6).
Francisco se hizo fraterno porque
presintió su origen y el origen de todas las criaturas. Halló sus raíces. El
Sumo Bien del hombre, su identidad, su columna vertebral interior, su finalidad,
su alegría y su plenitud es el Altísimo y Buen Señor. Su hambre de vida encontró
un bien a su medida. Todo es don, desbordamiento de la paternidad creadora de
Dios. Todo: su vida, sus facultades humanas, el cosmos, la tierra, el hombre,
todos los bienes espirituales y temporales, se convierten en regalo. Enraizado
en el amor gratuito del Padre, Francisco queda liberado de todos los instintos
posesivos. Ya no tiene nada en propiedad. Lo recibe todo. Desde ahora, nada
tiene que perder, a no ser Dios, su tesoro. ¡Está enamorado de Dios! ¡No es
cualquier cosa!
Al
mismo tiempo ha percibido la raíz del pecado del hombre, del fracaso de las
relaciones humanas. El hombre -¡incluso el religioso!- que no sabe llamar
«Padre» a Dios, tendrá siempre la dramática ilusión de creerse propietario de
sus dones, de la tierra, de sus bienes. El pecado es una idolatría, una
malversación de bienes, una perversión de la voluntad humana. Es el pecado
original y permanente. «Come del árbol de la ciencia del bien -dice Francisco-
el que se apropia para sí su voluntad y se enaltece de lo bueno que el Señor
dice o hace en él» (Adm 2,3). Si se niega la paternidad de Dios -teórica o
prácticamente-, el hombre se convierte, más pronto o más tarde, en explotador de
su hermano, en acaparador de la creación y creador de «goulags». El hombre que
se constituye centro absoluto es visceralmente dominador, propietario y
homicida. ¿Por qué? Porque si Dios no es su origen, el hombre debe «hacerse a sí
mismo» él solo, a pulso. Se siente frágil. Tiene miedo. Y disfrazará su miedo,
su fragilidad, poseyendo o dominando o excluyendo a los demás. La Fraternidad se
corrompe. Francisco es el hombre liberado del miedo. Ha hundido sus raíces en
otra parte, en otro. No se construye él solo. Se «recibe» del Padre. Ya no tiene
bienes que defender, sino regalos de vida que compartir. El pobre no da miedo a
nadie. Es fraterno porque reemplazó los celos, la envidia y la codicia por una
mirada admirativa. Cuanto de verdadero, hermoso y bueno hay en lo que cualquier
hombre -incluso un descreído- hace y dice, se convierte en reflejo de Dios, en
eco de Dios, en Palabra de Dios, único Verdadero, Hermoso y Sumo Bien. También
aquí la Paternidad de Dios ilumina la Fraternidad universal de Francisco. «Se
goza en todas las obras de las manos del Señor, y a través de tantos
espectáculos de encanto intuye la razón y la causa que les da vida. En las
hermosas reconoce al Hermosísimo; cuanto hay de bueno le grita: "El que nos ha
hecho es el mejor". Por las huellas impresas en las cosas sigue dondequiera al
Amado, hace con todas una escala por la que sube hasta el trono de Dios» (2 Cel
165).
«Como
un religioso le preguntara en cierta ocasión para qué recogía con tanta
diligencia también los escritos de los paganos y aquellos en que no se contenía
el nombre del Señor, respondió: "Hijo mío, porque en ellos hay letras con las
que se compone el gloriosísimo nombre del Señor Dios. Lo bueno que hay en ellos,
no pertenece a los paganos ni a otros hombres, sino a sólo Dios, de quien es
todo bien"» (1 Cel 82).
Esta
visión de Fe le permite abatir todas nuestras fronteras sociales y religiosas.
¡Francisco es un hombre naturalmente «ecuménico»! Su respeto y cortesía son lo
contrario de la intolerancia y el fanatismo.
Después Francisco abrió el santo
Evangelio. Miró y escuchó a Cristo, revelación del Padre, rostro de Dios. A
Cristo, que no tenía en sus labios, en su oración y en sus enseñanzas, más que
al Padre. A Cristo, que parece sacar del Padre toda su alegría y su fuerza y su
libertad. Y que repetía incansablemente: «No llaméis a nadie padre vuestro en la
tierra, porque uno sólo es vuestro Padre, el del cielo... Vosotros, pues, orad
así: Padre nuestro...» (Mt 23,9; 6,9).
Francisco, perceptivo, vio en los gestos
de Cristo el secreto del corazón de Dios Padre. ¡Vio a Jesús hacerse «hermano»
de ricos y de pobres, de los marginados y de los notables, de publicanos y de
prostitutas, de Magdalenas y de Zaqueos, y entregar su vida para «reunir en uno
a los hijos de Dios que estaban dispersos»! (Jn 11,52). Francisco quedará
fascinado por ese Dios, Señor y Servidor, que rechaza toda forma de poder y de
dominación y hace estallar nuestras fronteras culturales y religiosas lavando
los pies tanto del que va a negarle como del que va a
traicionarle.
Francisco quiere vivir esta Buena Noticia.
Pasar de la dominación al servicio fraterno. Invitar a los hombres a abrirse al
Padre y a reconocerse como Hermanos. Es la única misión de la Iglesia. Fuera de
esta misión, la Buena Noticia degenera en religión «asimilada», «neutralizada»,
e «institucionalizada», que ya no molesta a nadie.
Francisco nos invita a acoger el Espíritu
del Señor. Sólo el Espíritu puede convertirnos en «Buena Noticia» en acto. Una
vida que habla. Una palabra profética. Una esperanza que moviliza en este mundo
nuestro, posesivo, dominador y dividido. Sólo el Espíritu puede hacer de cada
uno de nosotros, homicida y dominador, un Hermano. La Fraternidad es un don de
Dios-Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu; un aprendizaje de las costumbres de Dios,
que es misterio de relaciones. (Cf. M. Hubaut, El misterio de la Trinidad
viviente en la vida y oración de san Francisco, en Selecciones de
Franciscanismo núm. 29, 1981, 264-270).
III. Cuando la
simplicidad... se convierte en sabiduría profunda
«¡Salve, reina sabiduría, el Señor te salve con tu hermana la santa pura
simplicidad!» (SalVir 1).
Simplificado poco a poco por el Espíritu,
Francisco se convirtió en un «hombre simple» (simplex=sin pliegues). Y
la simplicidad se revela realmente como una de las características de su nueva
fraternidad evangélica.
Como
don del Espíritu, la «Santa Pura Simplicidad» es reflejo del misterio del mismo
Dios. Por eso es santa. Dios es simplicidad, pureza y unidad en su ser y en su
obrar. Sólo el Espíritu del Señor puede abrirnos a las «virtudes» evangélicas de
Cristo (virtus=energía espiritual, orientación del ser), que fue manso
y humilde de corazón, simple y puro... «Bienaventurados los limpios de corazón,
porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). Verán a Dios en la transparencia de todas
las cosas. Francisco es una atractiva ilustración de ello. Simplificado, mira al
hombre y al universo con ojos nuevos. La simplicidad es lo contrario de la
duplicidad del corazón doble, dividido entre los bienes terrestres y los bienes
de Dios (Adm 16). El corazón doble, para Francisco, es el corazón engreído,
lleno de «repliegues», en los que esconde sus propios intereses. Ese corazón se
ha adueñado de lo que recibió gratuitamente del Señor. «La pura santa
simplicidad confunde toda la sabiduría de este mundo y la sabiduría del cuerpo»
(SalVir 10).
La
hermana de la simplicidad es la Sabiduría de Cristo. «La que, contenta con Dios,
estima vil todo lo demás... Porque se conoce a sí, no condena a nadie, cede a
los mejores el poder, que no apetece para sí... Prefiere obrar a enseñar...
Dejando... los rodeos, florituras y juegos de palabras, la ostentación y la
petulancia en la interpretación de las leyes [en la traducción francesa: «Santas
Escrituras»]... Esta la requería el Padre santísimo en los hermanos letrados y
en los laicos» (2 Cel 189). Esta simplicidad es sabiduría, la sabiduría del
corazón y del amor. Francisco desconfiaba de la avidez intelectual de libros y
prefería ver «a sus hermanos apasionados por la pura y santa simplicidad, por la
oración y por la Dama Pobreza». Si testimoniaba un afectuoso respeto a los
sabios de la Orden (cf. Test 13), temía siempre que «con el pretexto de edificar
a los demás, abandonaran su vocación, es decir, la pura y santa simplicidad» (LP
103b).
A lo
largo de toda su vida defenderá este «camino», convencido de haberlo recibido
del mismo Dios, para servicio de la Iglesia y de los hombres. Durante un
capítulo tumultuoso, en el que algunos hermanos «sabios y prudentes» intentaron
moderar y adaptar las intuiciones del Pobrecillo, éste exclamó con vehemencia:
«Hermanos míos, hermanos míos, Dios me llamó a caminar por la vía de la
simplicidad. No quiero que me mencionéis regla alguna, ni la de san Agustín, ni
la de san Bernardo, ni la de san Benito. El Señor me dijo que quería hacer de mí
un nuevo loco en el mundo, y el Señor no quiso llevarnos por otra sabiduría que
ésta» (LP 18).
Durante toda su vida, pues, rechaza
reducir la locura del santo Evangelio a nuestro rasero. Quiere acogerlo y
vivirlo, con Fe, «pura y simplemente y sin glosa» (Test 38-39). No se opone a
los estudios de los teólogos y exegetas «que nos comunican espíritu y vida»,
¡pero teme que el hombre se crea convertido al Evangelio simplemente porque
posee «ideas», saber! Según Francisco, nuestros actos nos convierten más que
nuestros pensamientos devotos (cf. 2 Cel 194-195; Adm 7). Invita a sus hermanos
a no diluir las exigencias radicales de Cristo con comentarios casuísticos o
interpretaciones farragosas que nos impiden con frecuencia decidirnos
verdaderamente por Cristo y terminan por sofocar el impulso del
Espíritu.
Francisco seduce porque es coherente.
Deseó ardientemente vivir lo que creía y decía. Luchará a lo largo de toda la
vida, en sí mismo y en sus hermanos, contra cualquier forma de hipocresía, que
quiere actuar para «aparecer» (cf. 2 Cel 130-135). Siente horror a la mentira y
las componendas. Para él, la simplicidad de un hombre que vive la verdad en sus
actos cotidianos es más contagiosa que mil discursos. «El que obra la verdad -y
no el que sólo la piensa- va a la luz» (Jn 3,21).
Por
ello se admira siempre que descubre la «pura y santa simplicidad» en la vida de
sus Hermanos. Fray Juan el Simple le causa admiración (2 Cel 190). La pura y
santa simplicidad debe favorecer la unidad entre sus Hermanos letrados y sus
Hermanos ignorantes (2 Cel 191-192), pues todos ellos tienen un único maestro de
Sabiduría: «El ministro general de la Religión, que es el Espíritu Santo» (2 Cel
193).
Así
la «santa pura simplicidad» de Francisco fue y sigue siendo -mucho más que sus
escritos- la verdadera escuela viva de sus Hermanos.
IV. Cuando el último
lugar... es una opción voluntaria
«Y nadie sea llamado prior, mas todos sin
excepción llámense hermanos menores. Y lávense los pies el uno al otro» (1 R
6,3).
Francisco quiso explícitamente dar el
nombre de «hermanos menores» a todos sus hermanos. La palabra «minoridad» [la
palabra del texto original «minorité» significa tanto minoridad como
minoría] evoca hoy en día un grupo restringido que con frecuencia se ve
obligado a defenderse para conservar su identidad frente a una «mayoría» que
amenaza con aplastarlo. Francisco toma este término, a la vez, de las mismas
palabras de Cristo: «Pero no así entre vosotros, sino que el mayor entre
vosotros sea como el menor (minor)» (Lc 22,26) y de la terminología de la
sociedad de su tiempo, en el que los «minores» eran la capa social más baja y, a
menudo, despreciada.
Esta
voluntad deliberada de estar entre los menores y disponibles a todos, es una
característica esencial de Francisco y de sus primeros hermanos. ¡El Hermano
Menor es aquel que, en seguimiento de Cristo, quiere «lavar los pies a sus
hermanos»! Ser servidor de todos los hombres. Francisco emplea más de 50 veces
la palabra «servidor» y 20 veces el verbo «servir». Su contemplación de Cristo
-¡Dios que viene a servir!- lo convenció de que el servicio fraterno y
desinteresado es la revolución fundamental del Evangelio. ¡Hacer pasar a la
humanidad del instinto de dominación a la voluntad de servir! Eso es lo que
invierte nuestras jerarquías humanas. Francisco está fascinado por la humildad
de Dios, que quiso lavar los pies a sus criaturas. Quiere vivir esta revelación
profética en todos su gestos. De ahí su obstinado rechazo de cualquier forma de
poder y de dominación sobre los demás. «Ninguno de los hermanos tenga potestad o
dominio, y menos entre ellos... más bien, por la caridad del espíritu, sírvanse
y obedézcanse unos a otros de buen grado. Esta es la verdadera y santa
obediencia de nuestro Señor Jesucristo» (1 R 5,9.14-15). La autoridad necesaria
para el funcionamiento de cualquier grupo humano debe ser un servicio y nada más
(cf. Adm 4 y 20,3).
La
vida toda de Francisco y sus Hermanos ilustra perfectamente este carisma
franciscano al servicio de la Iglesia y de los hombres (Test 19). Así, cuando el
cardenal de Ostia le propone escoger para obispos y prelados a algunos de sus
hermanos, Francisco responde con firmeza: «Mis hermanos se llaman menores
precisamente para que no aspiren a hacerse mayores. La vocación les enseña a
estar en el llano y a seguir las huellas de la humildad de Cristo... Si queréis
que den fruto en la Iglesia de Dios, tenedlos y conservadlos en el estado de su
vocación» (2 Cel 148; cf. 2 Cel 18 y 71; LM 6,5). No hay ningún masoquismo en
Francisco, sino la llamada poderosa del Espíritu de Cristo, servidor, que se
«entrega» libremente por amor a sus hermanos (cf. LP 58 y 101). Es una misión
que Francisco recibió del mismo Dios.
En la
sinfonía de la Iglesia servidora y pobre, los Hermanos Menores deben dar esta
nota especial. Francisco quiere ser ejemplo vivo de esa vocación, que es un
«honor» recibido del «Sumo Rey», pues «siendo Señor de todos, quiso hacerse por
nosotros servidor de todos, y, siendo rico y glorioso en su majestad, vino a ser
pobre y despreciado en nuestra humanidad» (LP 97c).
V. Cuando la pobreza
evangélica...
se hace camino de la nueva libertad
se hace camino de la nueva libertad
«Yo el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza de
nuestro altísimo Señor Jesucristo y de su santísima Madre y perseverar en ella
hasta el fin» (UltVol 1).
¿Cuál
es el fundamento de la pobreza evangélica de Francisco? No es preciso hacerse
demasiadas preguntas: evidentemente, su pobreza es fruto de la Fe y de la
contemplación. Francisco penetró en el «camino de la pobreza» el día que quiso
seguir «las pisadas de Cristo». Para él, es una manera certísima de vivir el
santo Evangelio, de revivir el misterio del Hijo del hombre.
De
hecho, las motivaciones esenciales que personalmente da respecto a su decidida
voluntad de vivir pobre, se enraízan siempre en su propósito amoroso de
conformarse con Cristo. Responde Francisco al obispo, contrariado cuando le vio
traer unos pedazos de pan negro para la comida a la que le había invitado: «El
Señor se complace con la pobreza, sobre todo con la que se practica en la
mendicidad voluntaria. Y yo tengo por dignidad real y nobleza muy alta seguir a
aquel Señor que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros» (2 Cel
73).
Y
repite con frecuencia a sus hermanos, que tenían vergüenza de ir a mendigar:
«Amadísimos hermanos, el Hijo de Dios, que se hizo pobre en este mundo por
nosotros, era de condición más noble que la nuestra. Por amor a Él hemos elegido
el camino de la pobreza: no tenemos que sentirnos avergonzados de ir por
limosna. No se conforma que los que han de heredar el Reino se avergüencen ni
una sola vez de lo que son arras de la herencia del cielo» (2 Cel
74).
Su
amor preferente por los pobres tenía idéntica motivación: «Toda indigencia, toda
penuria que veía, lo arrebataba hacia Cristo, centrándolo plenamente en Él. En
todos los pobres veía al Hijo de la Señora pobre llevando desnudo en el corazón
a quien ella llevaba desnudo en los brazos» (2 Cel 83).
Y
reprende con aspereza a un hermano que hablaba mal de un pobre porque tal vez
era rico en deseo: «Hermano, cuando ves a un pobre, ves un espejo del Señor y de
su madre pobre» (2 Cel 85).
Francisco no teoriza. Contempla,
fascinado, un rostro revelador del corazón de Dios: Jesús. Lo «ve» nacer como un
pobre ignorado. Lo «ve» vivir como un pobre, peregrino y forastero. Lo «ve»
morir como un pobre, despreciado y rechazado. Es algo que siempre le chocará.
Una buena nueva en actos. Nunca podrá minimizar, «habituarse» a ese misterio de
la encarnación redentora. Ese es el origen de su deseo de pobreza: el
despojamiento del Altísimo que se anonada y viene «por nosotros» a caminar los
caminos del hombre. Es una palabra de amor que lo conmueve. «El Amor no es
conocido, el Amor no es amado», repetirá con frecuencia, conmovido hasta
derramar lágrimas al contemplar esta forma que el Amor de Dios asume para
manifestarse a los hombres. Cristo, pobre, sin ambiciones de poder, sin una
«piedra donde reposar la cabeza», que será despojado de sus vestidos para morir
casi desnudo sobre una cruz, obsesiona su memoria, su oración y su misión
apostólica.
La
pobreza franciscana no es, pues, en primer lugar, una decisión con miras a una
misión, ni el deseo de unirse a una clase social concreta, ni una opción
ideológica para impugnar un tipo de sociedad, ni siquiera un acto de ascetismo.
Es, ante todo, una fascinación, un seguimiento radical de Cristo. Encarnación
viviente de la humildad de Dios. Un rostro desconcertante del amor de Dios. El
Altísimo ha querido asumir nuestra condición de hombre mortal y frágil. El
camino de Cristo es lo que revela a Francisco la grandeza de la Altísima
pobreza. No puede concebir a Jesús, el Hijo único, rico de otra cosa que no sea
su Padre. El Padre es su Bien, su riqueza y su alegría. Lo lleva en su corazón,
en su oración, en sus labios. Está enteramente consagrado «a las cosas de su
Padre».
Para
Francisco, la pobreza no es, en primer lugar, una renuncia o una estrategia. La
pobreza es el mismo misterio del Hijo. Y es, por tanto, según Francisco, el
camino privilegiado del Hijo, que da acceso a los tesoros de los hijos del
Reino. Se convierte en la virtud evangélica por excelencia, real. La actitud
evangélica fundamental, la del Hijo Jesús ante su Padre. Francisco defenderá
celosamente este tesoro real: «Nadie ha ansiado tanto el oro como él la pobreza;
nadie ha puesto tantos cuidados en guardar su tesoro como él esta margarita
evangélica» (2 Cel 55).
Ser
pobre en seguimiento de Cristo es, ciertamente, un don del Espíritu, unido a la
Fe y al Amor. El Amor es el alma de la pobreza franciscana. Un amor desatinado
que siente la imperiosa necesidad de identificarse con aquel a quien ama:
Cristo. Cuanto más el hermano se une a la persona de Cristo, tanto más se
desprende de lo que no es Él. Su pobreza brota del Amor y lleva al
Amor.
Francisco enraíza también su actitud en
otra intuición evangélica, tomada igualmente de la misma vida de Cristo: el
Padre es todo Bien, de quien proceden todos los bienes y a quien todos los
bienes deben volver. Como Jesús, quiere estar por entero en las manos del Padre,
ser Hijo que lo recibe todo. Su pobreza es gozosa. Su pobreza canta.
Maravillado, acogió un tesoro inestimable que, sin despreciarlos, relativiza
todos los demás bienes. Ahora bien, sólo el hombre de deseo -por tanto, de
corazón pobre- puede desear las riquezas del Padre, reveladas en Jesús. Un
corazón adormecido, o prisionero de cualquier otro bien, corre siempre el riesgo
de encerrarse. Francisco quiere permanecer disponible al Tesoro de Dios. Su
pobreza es un camino real. Tiene la misma nobleza de Cristo en persona: «Esta es
la excelencia de la altísima pobreza, la que a vosotros, mis queridísimos
hermanos, os ha constituido en herederos y reyes del reino de los cielos, os ha
hecho pobres en cosas y os ha sublimado en virtudes. Sea esta vuestra porción,
la que conduce a la tierra de los vivientes. Adheridos enteramente a ella,
hermanos amadísimos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, jamás queráis
tener ninguna otra cosa bajo el cielo» (2 R 6,4-6).
De
ahí que Francisco haga de la pobreza la primera condición para compartir su vida
evangélica: «No admitía a la Orden sino a los que se expropiaban de todo lo suyo
y no se reservaban nada de nada» (2 Cel 80). A un hombre que le pidió vivir con
él, Francisco le dijo: «Si quieres asociarte a los pobres de Dios, distribuye
antes tus bienes entre los pobres del mundo» (2 Cel 81; cf. Test
14-17).
Se
comprende también su apremiante y angustiosa llamada ante la evolución
inevitable de su gran familia (Test 24).
VI. Cuando la mendicidad... se
convierte en mimo simbólico del misterio del hombre
«Y, cuando sea menester, vayan por limosna. Y no se avergüencen, y más bien
recuerden que nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios vivo omnipotente, puso
su faz como piedra durísima y no se avergonzó; y fue pobre y huésped y vivió de
limosna tanto Él como la Virgen bienaventurada y sus discípulos. Y cuando los
hombres los abochornan y no quieren darles limosna, den por ello gracias a Dios»
(1 R 9,3-6).
Aunque Francisco invita a sus hermanos a
recurrir a la mendicidad sólo en el caso en que no se les dé el legítimo salario
por su trabajo (1 R 7,7-8), no puede menos de reconocerse que aprecia en gran
manera vivir la situación poco honrosa de «mendigo». Con frecuencia impulsa a
ella a sus hermanos.
Entre
esta práctica de Francisco y el ideal de nuestra civilización moderna se da una
contradicción total: ésta última se esfuerza por hacer todo lo posible a fin de
liberar al hombre de la dependencia, de la alienación y hacerle responsable de
su propio destino. Lo cual, por otra parte, coincide en muchos puntos con el
plan creador de Dios. El hombre es colaborador de Dios. ¡En esta perspectiva
resulta difícil comprender cómo un hombre podría ser mendigo de otro hombre, e
incluso del mismo Dios!
Francisco plantea a muchos hermanos y
hermanas comprometidos en nuestro mundo dificultades en este ámbito. ¿Hay que
eliminar el interrogante que su comportamiento suscita y reducirlo a un mero
fenómeno sociocultural superado? ¿Ha quedado caducado su lenguaje en este
terreno? Por otra parte, hace ya mucho tiempo que sus hermanos y hermanas no
viven de la mendicidad. ¿Puede la familia franciscana seguir inspirándose en
Francisco en este ámbito?
No
obstante, intentemos entablar un diálogo entre Francisco y nuestra mentalidad
actual. Es necesario, una vez más, discernir bien lo que pertenece al ámbito
sociocultural y las motivaciones profundas de Francisco. Tal vez resulte
entonces posible el aceptar ser puestos en tela de juicio por la insólita
práctica del Pobrecillo. Pues su comportamiento tiene mucho que ver con su
concepción de los bienes materiales, de la propiedad, las relaciones entre las
personas, la situación del hombre ante sí mismo y frente a Dios, la organización
de la sociedad.
Recordemos, en primer lugar, que ya en
tiempo de Francisco la mendicidad estaba bastante mal vista: «Cuando salían a
pedir limosna por la ciudad, apenas ninguno les daba nada; por el contrario, se
mofaban de ellos, echándoles en cara que habían dado sus bienes propios para
consumir los ajenos... porque, en aquellos tiempos, a nadie se le ocurría dejar
sus propios bienes para luego pedir limosna de puerta en puerta» (TC
35).
1. Su mendicidad tiene un
fundamento "crístico"
Cristo es el Señor, el heredero que ha
recibido del Padre todos los bienes. Todos los bienes, incluso los terrestres,
le pertenecen. Ahora bien, Cristo se hizo pobre para compartir esta herencia
(bienes espirituales y temporales) con todos los pobres. Desde ese momento, los
pobres tienen, por tanto, derecho a esta herencia. Negárselo es un robo. Esta
visión de fe da a Francisco una concepción original de la propiedad. No se da al
pobre. Se comparte con él, e incluso se le restituye lo que por derecho le
pertenece (cf. 2 Cel 87-92). «Si alguna vez le daban las cosas necesarias para
la vida, no sólo las entregaba generosamente a los pobres que le salían al paso,
sino que incluso juzgaba que debían serles devueltas, como si fueran de
su propiedad» (LM 8,5).
Si
sus Hermanos se han unido voluntariamente a los pobres, para vivir como Cristo,
tienen consiguientemente derecho a la herencia de los pobres, a la «limosna», es
decir, a compartir los bienes. «La limosna es la herencia y justicia que se debe
a los pobres, adquirida para nosotros por nuestro Señor Jesucristo» (1 R 9,8).
¡Pero Francisco considera que no tiene ningún derecho a conservar nada, sea lo
que fuere, cuando lo necesita alguien más pobre que él! ¡Esto es lo que
interpela a nuestras sociedades actuales! ¡Eso es lo que abre perspectivas
socioeconómicas nuevas! La tierra es una única herencia colectiva, puesta a
disposición de todos los hombres, en función de sus necesidades. ¡Francisco es
peligroso como el Evangelio! ¡Utópico como el Evangelio! ¡Nuestras actuales
estructuras sociales, nacionales e internacionales, basadas en el tener y no en
las necesidades reales de las personas, son cuestionadas por este
«mendigo»!
2. Un comportamiento que quiere
salvaguardar la prioridad de las relaciones humanas
Con
su comportamiento -una existencia límite, profética, que no es dada a todos-
Francisco recobra la prioridad de las relaciones humanas sobre los bienes
acumulados. Al obispo que se asombra por su opción de pobreza radical, Francisco
le responde sencillamente: «Señor, si tuviéramos algunas posesiones,
necesitaríamos armas para defendernos. Y de ahí nacen las disputas y los
pleitos, que suelen impedir de múltiples formas el amor de Dios y del prójimo;
por eso no queremos tener cosa alguna temporal en este mundo» (TC
35).
Para
Francisco, los bienes -legítimos en sí- deben seguir siendo medios de
subsistencia y, sobre todo, de relaciones. La vida fraterna es reciprocidad de
servicios materiales y espirituales mutuamente solicitados y prestados. Así
debería ser a nivel de las familias, de las comunidades humanas, de las
relaciones entre los pueblos. Francisco sabe por su propia experiencia familiar
cómo los bienes apropiados, desviados, degradan y pervierten todas las
relaciones humanas hasta el odio y la violencia. Nuestra época está
verificándolo a nivel planetario. Si Francisco siente horror visceral al dinero
es porque el dinero se ha convertido en símbolo del dominio del hombre sobre los
bienes, de la capitalización en detrimento de las relaciones con los demás
hombres y con Dios. ¡Francisco interpela, pues, vigorosamente nuestra concepción
materialista del triunfo, que nos lleva incluso a valorar el desarrollo
de una nación por su producto nacional bruto! Está convencido de que lo que
constituye la grandeza del hombre no es su poder adquisitivo sino su capacidad
de relaciones, de amar y ser amado. La pretensión del hombre de poseer «como
propio» lo que ha recibido gratuitamente para compartirlo, es una «desviación»
de fondos que desnaturaliza su propio misterio.
3. Su mendicidad expresa
mímicamente... el misterio del hombre frente a Dios
Francisco tiene conciencia de recibirlo
todo de Dios: la vida, el pan, el Espíritu, los dones materiales y espirituales.
Se sabe «mendigo de Dios». Y como Dios es amor, esta actitud de verdad no es
alienante sino liberadora. Su mendicidad voluntaria le descubre el misterio del
hombre y de sus relaciones con el mundo creado. El hombre recibe todo y «se
recibe a sí mismo» de Dios. Por ello, quiere comer en las «manos de
Dios».
Este
misterio está completamente borrado en nuestros días por los complejos circuitos
que van desde el fruto de la tierra hasta su consumo por el hombre. Todo está
cerrado sobre el hombre mismo. El hombre olvida necesariamente que todo es don.
Francisco quiere, pues, vivir y significar comunitariamente la auténtica
condición humana. Ser uno mismo en el amor, que es relación, acogida e
intercambio. Además, no trampea con la verdad del hombre y su finitud. A sus
ojos, la famosa «autonomía de los valores temporales» resultaría muy dudosa. ¡Si
el hombre tiene consistencia sin Jesucristo y sin Dios, se desembaraza más
pronto o más tarde de este «excedente»!
Para
Francisco, Dios no es una dimensión «sobreañadida», sino esencial de la vida del
hombre. No puede ser una opción facultativa. Él es o Él no es. Y si Él es, Él es
la identidad profunda del hombre. Francisco quiere manifestar con toda su vida
esta verdad de Fe. El hombre es un deseo infinito en una gran pobreza de
límites. La imposibilidad de conciliar estos dos aspectos explica todas las
perversiones sociales y económicas. Ahora bien, uno no puede escapar de sí
mismo. Pronto o tarde hay que aceptar vivir en sí, en la verdad. La pobreza
mendicante de Francisco es esta incompletez reconocida, asumida y abierta al
Bien plenificante que es Dios. Su pobreza no es exaltación de la miseria, que
debe combatirse con todos los medios, sino el signo de una carencia
absoluta.
Por
lo demás, todos esos «pobres» -enfermos, minusválidos- que viven en una
situación de dependencia, nos invitan sin cesar a descifrar nuestro propio
misterio. Nos revelan algo fundamental sobre el hombre. Interpelan nuestra
llamada «felicidad». No en balde nuestras llamadas sociedades de consumo los
segregan y aíslan espontáneamente. Para Francisco, ellos son palabras de verdad
sobre el misterio del hombre, que no existe fuera de la relación de amor. Si «el
hombre viviente es la Gloria de Dios», la visión de Dios es «la vida del hombre»
(¡siempre se olvida el final de esta cita de san Ireneo!). Francisco lo vive
simplemente, rigurosamente.
VII. Cuando orar... es también
una manera de seguir a Cristo
Para Francisco, también orar es una forma de seguir las pisadas de Jesucristo.
Pues, para él, Cristo es ante todo y sobre todo el Hijo que ha orado y ora al
Padre. La oración es Jesús vivo.
Y
Francisco no puede concebir su oración fuera de la oración del Hijo único, el
único Adorador e intercesor que «basta» al Padre. «Y porque todos nosotros,
míseros y pecadores, no somos dignos de nombrarte, imploramos suplicantes que
nuestro Señor Jesucristo, tu hijo amado, en quien has hallado complacencia, que
te basta siempre para todo y por quien tantas cosas nos has hecho, te dé gracias
de todo junto con el Espíritu Santo Paráclito, como a ti y a Él mismo le agrada»
(1 R 23,5). La oración del hombre sólo es posible por Jesús, con Jesús, y en
Jesús. Por eso Francisco la acogerá siempre como un don del Espíritu que adora e
intercede en nosotros. Quiere estar abierto a las «visitas del Señor», al «suave
maná» gratuito que Él nos ofrece.
Por
eso, esta disponibilidad interior al Espíritu será el corazón de su forma de
vida evangélica y el primer objetivo de la vida del hermano menor. Nada nos urge
tanto como hacer, con todo nuestro ser -corazón, voluntad, inteligencia,
cuerpo-, una «casa», una «morada» en la que el Espíritu habite, susurre, adore,
interceda, cante. Invitará a sus hermanos sin cesar a subordinarlo todo
-incluida la vida apostólica- a la vigilancia del corazón que aleja
constantemente todos los «cuidados y preocupaciones» que puedan desviarnos de la
Presencia del Señor (1 R 22,25-30; 2 R 10,8-9; 2 R 5).
Su
ritmo de vida es significativo. Desde su conversión, el Espíritu le confía una
forma original de integrar la preocupación apostólica y la gratuidad ante Dios,
la ruptura y la comunión. Ni monje ni clérigo, integrará las exigencias del
«seguimiento de Cristo» en una alternancia nueva. Tan pronto recorriendo los
caminos para salvación de sus hermanos, como retirado en un eremitorio, en una
iglesia abandonada o en los bosques..., o en su celda, para ocuparse sólo de
Dios. La lista de estos tiempos de «soledad» es impresionante. En sus biografías
pueden advertirse dieciocho lugares de retiro, repartidos por todo el territorio
que surcó. Lo cual no le impedía en modo alguno recorrer -hasta el límite de sus
fuerzas- los caminos de Italia e incluso partir varias veces hacia tierras
lejanas. Era capaz de visitar en un mismo día, a pie o sobre la grupa de un
asno, cuatro o cinco pueblos.
Francisco tiene sed de Dios, como tiene
sed de la salvación de sus hermanos. Sed de silencio y sed de encuentros. Sabe,
en medio de las gentes, prepararse un santuario interior en el que «vela» en
presencia de su Señor. Aunque esta dimensión contemplativa de su vocación le
produjo a veces dificultades. Varias veces, a lo largo de su vida, se vio
tentado a retirarse totalmente a un eremitorio y sometió humildemente este
debate interior a la decisión de sus hermanos y hermanas (LM
12,1-2).
Esta
dimensión de la vocación de Francisco y de sus hermanos es tan evidente que
compuso una Regla para la vida en los eremitorios a los que sus hermanos podían
-al menos temporalmente- retirarse para «dedicarse a Dios». Con frecuencia
emplea palabras severas contra los hermanos predicadores que ya no saben dedicar
tiempos gratuitos a la oración (2 Cel 164).
Orar
es también revivir toda la gama de los sentimientos vividos por Jesús en su
oración. Francisco pasa a ratos de la alabanza a la súplica, del grito a la
exultación, de las lágrimas al júbilo. Pero es evidente que la acción de gracias
es su forma dominante de oración. Empleando las mismas palabras de Cristo, no
para de bendecir y alabar los beneficios y las perfecciones del Altísimo. La
«ben-dición» es la trama de su vida de alabanza. Pasará su vida «bendiciendo» a
su Señor, «diciendo bien» de su Señor (1 R 23; AlD). Desde su conversión hasta
su muerte, «alaba y glorifica a Dios». Insultado, incomprendido, cubierto de
lodo, «daba gracias a Dios» (1 Cel 11). Despojado de todo, maltratado por los
ladrones, «se puso a cantar con una voz más vibrante todavía las alabanzas al
Creador» (LM 2,4-5). Francisco tiene la capacidad de convertir el santo
Evangelio en un canto. En el transcurso de sus primeros años, durante los cuales
fue eremita-obrero de la construcción, sus primeras e ingenuas exhortaciones por
las calles de Asís, donde pide limosna de piedras y de aceite, son ya cantos de
alabanza y de alegría, una profusión del Espíritu (TC 21). «Si, estando de
viaje, cantaba a Jesús o meditaba en Él, muchas veces se olvidaba que estaba de
camino y se ponía a invitar a todas las criaturas a loar a Jesús» (1 Cel 115).
Convierte sus viajes apostólicos en canto de alegría (TC 33; 2 Cel 127). Esta
forma de orar lo acompañará hasta su muerte. Puesto que, un año antes de morir,
casi ciego, dolorido y enfermo en todo su cuerpo, en una cabaña infestada de
ratones, compone esa obra maestra de la oración de acción de gracias: el
«Cántico de las Criaturas». ¡Muere cantando! «¡Loado seas, mi Señor, por nuestra
hermana la muerte corporal!» (2 Cel 217).
Está
convencido de que toda la historia de la creación y de la salvación es un
inmenso canto de amor. Todas las criaturas han sido creadas para glorificar a su
Creador. Adorar y dar gracias son actos fundamentales, vitales para la salud
psicológica y espiritual del hombre. Teilhard de Chardin escribía: «La humanidad
se verá pronto obligada a escoger entre el suicidio y la adoración». Para
Francisco la meta de la misión es «glorificar». Los hermanos son enviados al
mundo para suscitar adoradores. Francisco decía: «Tal debería ser el
comportamiento de los hermanos entre los hombres, que cualquiera que los oyera o
viera, diera gloria al Padre celestial y le alabara devotamente» (TC 58). Esta
actitud será el tema de un capítulo de su Regla, titulado «Exhortación que
pueden hacer todos los hermanos» (1 R 21). En un mundo con frecuencia mezquino,
absorbido por la preocupación de la eficacia, los hermanos son testigos de la
gratuidad del amor y de la acción de gracias. Su alabanza es ya predicación. Una
de sus misiones esenciales consiste en invitar a los hombres a la
alabanza.
¡Mantener a los hombres en la alabanza!
¡Francisco tiene incluso la utopía profética de convertir la alabanza en una
exigencia social para todas las autoridades de los pueblos! (CtaA 7). En su
opinión, las fraternidades franciscanas deberían ser lugares privilegiados de
aprendizaje de adoración, donde todos los fieles pudieran hallar un espacio de
gratuidad.
Sin
embargo, no creamos demasiado aprisa que la oración de Francisco fue sólo un
perpetuo «canto de alegría» sobre un fondo constante de «gran calma». No
olvidemos que su oración es enteramente "crística", vivida según los
sentimientos de Cristo. Y Cristo no conoció sólo una oración de tranquila
intimidad con su Padre; la oración más detallada que nos han conservado los
evangelios es incluso un combate (agonía=combate). Se comprenderá por
tanto que la oración de Francisco asuma las formas, alegres y dolorosas a la
vez, del acontecimiento de la Salvación, siempre actual y permanente, en el que
el grano debe morir para poder dar fruto. Lo cual explica las grandes
pulsaciones de su oración, en la que se funden en un mismo canto sentimientos
violentamente opuestos; su alegría desemboca a veces en la pasión de Aquel que
ha reconciliado este mundo y le ha devuelto su belleza original: «Algunas veces
hacía también esto: la dulcísima melodía espiritual que le bullía en el
interior, la expresaba al exterior en francés, y la vena del susurro divino que
su oído percibía en lo secreto rompía en jubilosas canciones en francés. A veces
-yo lo vi con mis ojos- tomaba del suelo un palo y lo ponía sobre el brazo
izquierdo; tenía en la mano derecha una varita corva con una cuerda de extremo a
extremo, que movía sobre el palo como sobre una viola; y, ejecutando a todo esto
ademanes adecuados, cantaba al Señor en francés. Todos estos transportes de
alegría terminaban a menudo en lágrimas; el júbilo se resolvía en compasión por
la pasión de Cristo. De ahí que este santo prorrumpía de continuo en suspiros, y
al reiterarse los gemidos, olvidado de lo que de este mundo traía entre manos,
quedaba arrobado en las cosas del cielo» (2 Cel 127).
Desde
su conversión, su oración en la soledad de las grutas de los alrededores de Asís
está tejida de alegría y de duda, de suavidad y de lágrimas, de luz y de
tinieblas. Es lo que sus biógrafos llaman los «combates del Señor», los
«combates de la fe». Cuando Francisco invita a sus hermanos a «entregarse» a la
oración, sabe de qué habla. La oración es una tarea (cf. 1 Cel 6 y 10).
Francisco experimentó a lo largo de su ascensión hacia Dios tales «oraciones de
combate». Primeramente, porque el hombre no termina nunca de crecer, de dejarse
crear por Dios. En segundo lugar, porque la vida evangélica -en la fe- es una
génesis. Conocerá los asaltos de las tinieblas, de la duda, del cansancio y del
descorazonamiento (LM 10,3; LP 65, 118-119). «Durante su estancia en el mismo
lugar de Santa María, el bienaventurado Francisco fue víctima, para bien de su
alma, de una grave tentación de espíritu. Se encontraba fuertemente turbado
interior y exteriormente, en su alma y en su cuerpo. Algunas veces hasta huía de
la compañía de los hermanos, porque no podía, a causa de aquella tentación,
presentarse con su sonrisa habitual... Frecuentemente se retiraba a orar a un
bosque cercano a la iglesia. Allí podía dar curso libre a su pena y derramar
abundantes lágrimas en la presencia del Señor... Durante más de dos años, día y
noche, fue atormentado por aquella tentación» (LP 63).
¿Hay
que asombrarse por esta dimensión de la oración, en la que el hombre es asociado
a la oración redentora de Cristo? La oración se torna Pascua, grito, muerte,
agonía. Ninguna vida de oración puede escapar de esta dimensión pascual. Es la
hora de prueba de la fe, en la que hay que resistir en la noche. Francisco
conoció este itinerario obligado, en el cual el grano debe morir para dar fruto.
¡Cómo podría el hombre, creado, limitado, acoger la infinitud de Dios sin sentir
estallar sus estrecheces! La oración es, con frecuencia, tiempo de labranza, de
sementera, en la que el Espíritu da lentamente forma de eternidad a nuestro ser.
En la oración, el Espíritu prepara al hombre para el encuentro resplandeciente
de la visión de Dios. Francisco no fue dispensado de este
itinerario.
VIII. Cuando la alegría
anuncia... la verdad y el triunfo del evangelio
«Y guárdense de mostrarse tristes exteriormente o hipócritamente ceñudos;
muéstrense, más bien, gozosos en el Señor y alegres y debidamente agradables» (1
R 7,16).
¡Muchas veces se describe a Francisco como
a un «pobre que canta»! Tiene el arte de reconciliar todas las paradojas del
Evangelio. Sacude los tapices de nuestras frías liturgias solemnes. Irrita, o
divierte, o perturba nuestros graves y serios coloquios sobre: «-¿Tiene la
Iglesia futuro? -Creer hoy, ¿por qué? -¿Puede transmitirse la fe a nuestros
hijos...?» Francisco, por su parte, convierte en fiesta el Credo que nosotros
recitamos con voz a menudo monocorde. Para él, el Dios de los cristianos es
alegría y fuente de toda alegría: «¡Tú eres el gozo, Tú eres nuestra esperanza y
alegría!» (AlD 4). Abrirse a Dios en la fe es abrirse a la alegría. Su
cristianismo es una experiencia jubilosa de la gratuidad de la salvación, en la
que se sumerge su deseo, colmado y radiante. Dios es Dios. Su amor
misericordioso, su gratuidad se derrama en su alma y llena sus manos vacías.
Allende mi pecado, más allá de mi indigencia, Dios es. Y eso embelesa a
Francisco.
La
alegría de los hermanos brota de la Buena Noticia de Cristo y conduce a Cristo.
La alegría evangélica es una fuente interior y un camino hacia Dios (Adm 21).
Seguir al Cristo de las Bienaventuranzas es acoger Su alegría: «Os he dicho esto
para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea colmado» (Jn 15,11; cf. Rm
14,17). La alegría de los hermanos es una Buena Noticia que manifiesta que el
santo Evangelio «triunfa» en el corazón del hombre. No tiene nada que ver con la
«loca alegría», efímera, frágil, que se proporciona el hombre. «El espíritu de
alegría», la «santa alegría», es, para Francisco, un don del Espíritu del Señor
Resucitado (cf. Jn 20,20). La alegría de ser amado, indultado, salvado
gratuitamente es el arma privilegiada contra las fuerzas del mal y la tristeza
de las tinieblas. «Aseguraba el Santo que la alegría espiritual es el remedio
más seguro contra las mil acechanzas y astucias del enemigo... Los demonios no
pueden hacer daño al siervo de Cristo, a quien ven rebosante de alegría santa...
Por eso, el Santo procuraba vivir siempre con júbilo del corazón, conservar la
unción del espíritu y el óleo de la alegría. Evitaba con sumo cuidado la pésima
enfermedad de la flojera, de manera que, a poco que sentía insinuársele en el
alma, acudía rapidísimamente a la oración. Y decía: "El siervo de Dios
conturbado, como suele ser, por alguna cosa, debe inmediatamente recurrir a la
oración y permanecer ante el soberano Padre hasta que le devuelva la alegría de
su salvación"» (2 Cel 125). La alegría será muchas veces, en Francisco, la
victoria de la fe en el corazón de la noche de la duda. Su «Cántico al hermano
sol» es un canto pascual que brota de un hombre agotado, ciego, pero que ha
recobrado la convicción interior de que Cristo le abre su Reino gratuito.
¡Revivir los actos salvadores de Cristo, colaborar al acontecimiento permanente
de la Salvación en la oración, la liturgia, la predicación o las pruebas...!
¡Qué alegría produce todo eso! ¡Con el corazón purificado, despojado,
simplificado, en perfecta armonía con el Proyecto de Dios, «su supremo consuelo»
se cifra en cumplir «tu santa voluntad»! (LM 14,2).
Ser
alegre es una manera de amar a los hermanos. Es una invitación a vivir, a
esperar. La alegría es un acto fraterno. Mi hermano tiene necesidad de mi
alegría para vivir, de la misma manera que yo necesito de su alegría para vivir.
Que mis «hermanos estén siempre alegres en el Señor» (cf. Flp 4,4). Su alegría
personal y comunitaria es un acto profundamente misionero. «¿Qué son, en efecto,
los siervos de Dios -decía Francisco-, sino unos juglares que deben mover los
corazones para encaminarlos a las alegrías del espíritu?» (LP 83g). Ojalá
nuestras comunidades cristianas sean testigos de esta alegría que brota del
corazón de Dios y del hombre que se supera, crece y se perfecciona a través de
muchas luchas. Dios nos inventa cada día junto con nosotros mismos. Dios nos
invita a participar de su propia alegría: la alegría de crear.
Francisco tiene también una mirada
admirativa -tan opuesta a la envidia instintiva del hombre-, capaz de alegrarse
por las cualidades de sus hermanos, por su progreso humano y espiritual, por su
propia dicha, por sus actos que exhalan el «perfume de Jesucristo». Discierne en
cada uno, con gran alegría, un reflejo de Dios, un eco de su Palabra, una huella
de sus dones.
Francisco y sus hermanos vivieron esta
admirable paradoja: la pobreza voluntaria -como la de Cristo, que abandonó
libremente la gloria divina para abajarse a la fragilidad humana- es manantial
de alegría. Este singular desposorio de la pobreza con la alegría, puede parecer
chocante y escandaloso a quienes experimentan su miseria como una degradación y
una injusticia. No fue ese el caso de Francisco y sus hermanos. Ellos
experimentaron algo muy distinto. Son testigos asombrados, alegres y
maravillados de la verdad de la palabra del Señor: «¡Bienaventurados los
pobres!» Esta bienaventuranza -la del Hijo- es accesible sólo al hombre que
acoge la gratuidad de las insospechadas riquezas del santo Evangelio como un
niño, cuya mayor alegría consiste en recibir todo de su padre: «No teniendo
dónde cobijarse, fueron en busca de algún techo. Hallaron una capilla muy pobre,
casi abandonada... Levantaron allí una cabañita, en la cual vivían juntos. A los
ocho días se les presentó otro ciudadano de Asís llamado Gil... Con gran fervor
y reverencia, se arrodilló ante el bienaventurado Francisco y le pidió que se
dignase aceptarlo en su compañía. Al oír y ver aquello el bienaventurado
Francisco, se puso muy contento y lo recibió con mucho gusto y alegría. Los
cuatro sintieron una inmensa satisfacción y gustaron un profundo gozo
espiritual... De camino alborozábanse no poco en el Señor. El varón de Dios
expresaba su júbilo con voz brillante y en francés, alabando y bendiciendo al
Señor. Realmente rebosaban de gozo igual que si hubiesen logrado el más rico de
los tesoros» (AP 14-15).
Y
entonces, la alegría, más fuerte que las adversidades, las burlas de las gentes
razonables y de los sabios de este mundo, las persecuciones morales y físicas,
envuelve a Francisco y a sus hermanos como una suave luz radiante, la del Sol de
Cristo viviente, cuyo reino comienza en la noche.
[Selecciones de Franciscanismo,
vol. XI, n. 31 (1982) 6-24]
He vuelto a despertar ,
la agonia fue larga,
pero eso ya paso,
he dejado ya ese dolor,
y todo lo que había sido,
encontre mi paz interior.
Ya no me siento perdido
en mi sueño vagabundo,
ya no me siento entorpecido
en mi ensueño desvalido,
mi consciencia se ha liberado,
encontré mi paz interior.
Ese amargo y dasabrido corazón
ha endulzado Su boca con tu voz,
esa alma confundida y perdida
ha encontrado de nuevo su camino,
ese peregrino solitario y vagabundo
ha encontrado de nuevo su compañía.
Ya no me siento encadenado
a mis deseos desenfrenados,
ya no me siento arrastrado
a esta vida de pecado,
mi consciencia se ha liberado,
encontré mi paz interior.
la agonia fue larga,
pero eso ya paso,
he dejado ya ese dolor,
y todo lo que había sido,
encontre mi paz interior.
Ya no me siento perdido
en mi sueño vagabundo,
ya no me siento entorpecido
en mi ensueño desvalido,
mi consciencia se ha liberado,
encontré mi paz interior.
Ese amargo y dasabrido corazón
ha endulzado Su boca con tu voz,
esa alma confundida y perdida
ha encontrado de nuevo su camino,
ese peregrino solitario y vagabundo
ha encontrado de nuevo su compañía.
Ya no me siento encadenado
a mis deseos desenfrenados,
ya no me siento arrastrado
a esta vida de pecado,
mi consciencia se ha liberado,
encontré mi paz interior.
Hilda Alonzo
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