Hoy he asistido a una eucaristía con prisa.
Tenía yo prisa porque llegaba tarde, tenía prisa una parroquiana porque tenía que salir a leer y le faltaba alguien que la acompañase, tenían prisa una excursión para acoplarse en los bancos del templo: llegaban tarde. Tenía prisa el sacerdote que no había preparado las lecturas en el ambón y la lectora ha terminado confundiendo las epístolas...
Todo, todo se ha visto envuelto en un halo de prisa que han dejado el espíritu intranquilo, la celebración raquítica y la comunión desorientada. Después ha sido un farfullo continuo de adelantos de lo que se va a hacer cuando venga la Patrona. Al terminar la celebración y como colofón, el sacerdote, por la calle, corriendo porque, me supongo que tendría que ir a decir una nueva celebración, también, con prisa.
No nos damos cuenta, y si nos damos no queremos ponerle remedio: todo lo que hacemos con prisa no vale para nada. ¡Para nada! Aunque hagamos y hagamos y volvamos a hacer. Todo lo hecho así me recuerda a los holocaustos de Caín.
Deberíamos replantearlo. Por lo menos yo añoro las eucaristía en las que el sacerdote se situaba en el confesionario antes de la misa y todo discurría lentamente. Era una atmósfera de sosiego la que te impregnaba y en la que una vez envuelto te ponías a hablar con tu Hacedor. Tal vez eran otros tiempos, pero estos que poco me gustan.
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