Nunca los cristianos de Hispania tuvieron peor y
más poderoso enemigo, y nunca el califato de Córdoba conoció mejor
caudillo.
La vida de Almanzor fue una sucesión de triunfos, alcanzados
por una persona cruel, carismática, inteligente y siempre cautivadora..
Fue, sin duda, el mayor enemigo que tuvieron los cristianos en aquella
época de la Reconquista…
Janire Rámila
En la era 1040 murió Almanzor y fue sepultado
en el infierno”. Así de rotunda describe la Crónica Silense el final
del caudillo andalusí que nunca perdió una batalla y que sembró el caos y
el temor en los reinos cristianos del siglo X d.C. No es de extrañar,
por tanto, el odio que desprenden estas palabras y el profundo alivio
que sintieron los territorios de la marca norte, desde Galicia hasta el
condado de Barcelona, al conocer la noticia. Y, sin embargo, cuando
Almanzor vino al mundo nada hacía presagiar aquel futuro suyo de
victorias y esplendor.
Durante la infancia de Ibn Abi ´Amir, la familia aún conservaba buenas rentas, permitiéndole el traslado a Córdoba para estudiar literatura, leyes y tradiciones árabes
Abu ´Amir Muhammad
Ibn Abi ´Amir al-Ma´afiri llegó al mundo en la ciudad malagueña de
Torrox hacia el año 940, descendiente de una familia con connotaciones
heroicas. Su abuelo, ´Abd al-Malik, fue de aquellos que acompañaron al
general Tariq ben Ziyad en su desembarco del año 711. Y debió ser un
soldado valiente, como demuestra que recibiese en su retiro el castillo y
las tierras de Torrox como recompensa a sus servicios.
Durante
la infancia de Ibn Abi ´Amir, la familia aún conservaba buenas rentas,
permitiéndole el traslado a Córdoba para estudiar literatura, leyes y
tradiciones árabes. Su primer empleo fue en la administración pública y
con 27 años ya lo encontramos como intendente del príncipe Abd
al-Rahman, hijo del califa al-Hakan. Desde ese instante, “no hubo día en
que no alcanzase alguna promoción o influencia”, en palabras del
historiador árabe Ib al-Jatib, hasta que en el 970 logró alzarse con el
título de tutor de Hisham II, el heredero al trono. Eran los tiempos de
los Omeya, la dinastía que, procedente de Damasco, había traído la
suntuosidad y la estabilidad al sur peninsular.
El nuevo
puesto le otorgaba un poder inusitado para alguien de su condición, pero
Ibn Abi ´Amir quería más e inició contactos con el ejército cordobés
para atraer a los y más influyentes generales a su causa.
ASCENSO AL PODER
El
1 de octubre de 976 Córdoba se vistió de luto por el fallecimiento del
califa al-Hakam II. La elección de su hijo Hisahm como sucesor no gustó
al hermano del fallecido, un hombre casi anciano llamado al-Mugirah,
quien esgrimió su derecho al trono. Y quizá hubiera logrado su
pretensión, si no fuese porque esa misma noche Ibn Abi ´Amir ordenó el
asesinato del pretendiente, zanjando la cuestión dinástica. Como pago a
ese gran servicio, Ibn Abi ´Amir fue promovido a corregente junto al
visir al-Mushafí. Pero tampoco eso le agradó. Sólo el poder absoluto
podía satisfacer su desmedida ambición.
Calculador como era, su siguiente paso consistió en aislar al joven heredero en un palacio ajeno a las miradas y recuerdos del pueblo. Lo ocupó rodeándole de lujo y de mujeres, embriagándole de placer, mientras él se dedicaba al gobierno de Al-Andalus
En 977, los
árabes organizaron una campaña para castigar las incursiones realizadas
por los gallegos fuera de sus tierras. Y al frente, por vez primera,
Ibn Abi ´Amir. La campaña se saldó con un éxito rotundo y en su regreso a
Córdoba, el corregente repartió el botín conquistado entre sus
soldados. Estos le respondieron con vítores y juramentos de lealtad
eterna, lo que Ibn Abi ´Amir aprovechó para acusar al visir al-Mushafí
de robar del erario público. La acusación era cierta y ya conocida desde
antiguo por Ibn Abi ´Amir, sólo que éste se la guardó como arma
política esperando el momento idóneo para lanzarla. Y lo encontró.
Demostrados
los cargos, Al-Mushafí fue encarcelado y, ya en prisión, asesinado. Las
crónicas no lo dicen, pero en esa muerte se intuye fácilmente la mano
de Ibn Abi ´Amir. Calculador como era, su siguiente paso consistió en
aislar al joven heredero en un palacio ajeno a las miradas y recuerdos
del pueblo. Lo ocupó rodeándole de lujo y de mujeres, embriagándole de
placer, mientras él se dedicaba al gobierno de Al-Andalus. Incluso le
obligaba a recorrer las calles tapado para que nadie le reconociese u
ordenaba desalojarlas a su paso. Con el tiempo, el califa no fue sino un
fantasma para sus súbditos, en una mera leyenda.
Bajo la
batuta de Ibn Abi ´Amir, el califato conoció una época de auténtica
prosperidad. Las arcas públicas engordaron, se abarataron los alimentos
gracias al trabajo esclavo, se construyeron escuelas y zonas de regadío…
Un poder sustentado en el pensamiento único que le hizo cometer grandes
aberraciones, como perseguir cualquier disidencia política o quemar más
de 400.000 volúmenes de la biblioteca privada del anterior califa.
Muchos de ellos, obras irrepetibles sobre astronomía, filosofía,
medicina…
También emprendió una reforma del Ejército dirigida a
apuntalar su obediencia mediante la sustitución de soldados eslavos por
bereberes, fanáticos de su figura, y por mercenarios navarros,
leoneses o castellanos, servidores del mejor postor. Rejuveneció a las
tropas, consiguiendo eliminar las añoranzas al anterior califa. Y su
victoria hubiese sido total, si no fuese porque su propio suegro Galib
le reprochó espada en mano su usurpación del trono.
Al observar la escena, los aliados iniciaron un repliegue que fue perfectamente aprovechado por Ibn Abi ´Amir para lograr otra gran victoria e iniciar desde Córdoba el castigo hacia los cristianos que habían osado levantarse en contra suya
En
un primer instante Ibn Abi ´Amir huyó asustado de la presencia de su
suegro, pero, ya repuesto, se enfrentó a éste el 8 de julio de 981 en el
castillo de San Vicente, cercano a la ciudad de Atienza. A Galib le
protegía una coalición castellano-navarra y a Ibn Abi ´Amir, su renovado
ejército. Durante buena parte de la refriega las tropas cristianas
parecieron alzarse con el triunfo, pero un accidente lo trastocó todo.
Sucedió que Galib, excitado por el combate, no supo manejar bien su
caballo que, al caer, le clavó el armazón de la montura en el pecho
provocándole la muerte casi instantánea. Al observar la escena, los
aliados iniciaron un repliegue que fue perfectamente aprovechado por Ibn
Abi ´Amir para lograr otra gran victoria e iniciar desde Córdoba el
castigo hacia los cristianos que habían osado levantarse en contra suya.
Intentando
adelantarse a su venganza, el rey leonés, Ramiro III, el conde de
Castilla, Garci Fernández y el rey de Navarra, Sancho Abarca,
establecieron la alianza conocida como de las Tres Naciones. Nada debe
sorprendernos del gran número de alianzas en la época. Unas veces entre
dos reyes cristianos, otras entre tres, incluso entre un rey cristiano y
el califato de Córdoba. Nos movemos en una época donde lo que importaba
era mantener el reinado y las exiguas tierras aún no conquistadas por
los árabes. Y si en esa lucha podían arrebatarse algunas comarcas a los
reinos vecinos, bienvenidas eran. España estaba formándose y las
fronteras de los reinos y la de estos con el califato, variaban casi de
un año para otro.
Sitiada la capital del reino, el ejército cordobés se vio sorprendido por las huestes de Ramiro III, quien en perfecto orden de batalla logró replegar a su enemigo momentáneamente
Pronto
llegaron a oídos de Ibn Abi ´Amir la constitución de la triple alianza y
sin dilación marchó al encuentro del ejército cristiano, apostado en el
valle del Duero. Huelga decir que nuevamente Ibn Abi ´Amir resultó
victorioso y es que, como apuntan los historiadores, de las
aproximadamente 50 batallas que comandó, en ninguna conoció la derrota.
Tampoco debió ser una batalla con excesivas bajas moras, porque la
razzia continuó en Simancas y más tarde en León.
Sitiada la
capital del reino, el ejército cordobés se vio sorprendido por las
huestes de Ramiro III, quien en perfecto orden de batalla logró replegar
a su enemigo momentáneamente. Entonces sucedió uno de esos hechos donde
resulta difícil deslindar la realidad de la leyenda. Se dice que,
observando Ibn Abi ´Amir la desbandada de sus tropas, se bajó del
caballo y se quitó el casco, lo que fue interpretado por los soldados
como una señal de desaprobación. Así que envalentonados por el desprecio
de su señor, los sarracenos volvieron a la batalla para, esta vez sí,
hacer huir a los cristianos. Y a punto estuvieron de penetrar en León,
si no fuera porque una terrible tormenta les obligó a levantar el
campamento y marcharse buscando refugio.
EL VICTORIOSO DE ALÁ
Ni
en los tiempos de Abderrahman III los cordobeses se sintieron tan
orgullosos de su caudillo. Ibn Abi ´Amir aprovechó la buena fortuna
autoproclamándose al-Mansur bi-Allah (el victorioso de Alá) y ordenando
que su nuevo nombre fuese proclamado desde todos los minaretes de la
ciudad. Para sus enemigos, sería desde entonces Almanzor.
Mientras,
en el reino de León los diferentes señores feudales acusaban a Ramiro
III de incapaz y elegían como sustituto a su hermano Bermudo II.
Estallaba una guerra dinástica que terminó con la reclusión voluntaria
del primero en Astorga y con el ascenso al trono del segundo.
Los
siguientes años son de una paz relativa en los que Almanzor tuvo su
segundo hijo, nacido de una princesa cristiana conocida como la
“vascona”, hija del rey navarro Sancho Garcés II y entregada a él como
signo de buena voluntad y de alianza entre ambos reinos. Pero Almanzor
no era hombre de tranquilidad y en el año 985 emprende una nueva
incursión, esta vez hacia la Barcelona del conde Borrell, a cuyas
murallas llegó el 1 de julio.
Hasta entonces, Almanzor había resultado victorioso en toda lid contra los cristianos, pero la siguiente amenaza le llegaría desde sus hombres de confianza. La conspiración la inició el gobernador de Toledo, un moro apodado “Piedra Seca”
Tras seis días
de asedio, y ayudado por una escuadra enviada por mar, los musulmanes
entraron en la ciudad, saqueándola e incendiándola. Lo mismo sucedió con
otros enclaves como el monasterio de Sant Cugat del Vallés o el de San
Pedro de les Puelles. Tanta victoria, tanto dolor, despertó la inquietud
entre los monjes de las órdenes eclesiásticas que, temerosos por el fin
del primer milenio, identificaron a Almanzor con la llegada del
anticristo relatada en la Biblia. Razones tenían para pensarlo.
Hasta
entonces, Almanzor había resultado victorioso en toda lid contra los
cristianos, pero la siguiente amenaza le llegaría desde sus hombres de
confianza. La conspiración la inició el gobernador de Toledo, un moro
apodado “Piedra Seca”. Secundado por el gobernador de Zaragoza, Ibn
Mutarrif, logró convencer a uno de los hijos de Almanzor llamado Abd
Allah, para atentar contra su padre y entregarle después el trono. Lo
que los tres desconocían, es que Almanzor supo de la trama casi desde el
inicio gracias a su servicio de espionaje, ideando un plan muy astuto
para eliminarlos sin demasiado riesgo.
Con la excusa de la
incursión que llevaba un tiempo diseñando contra el conde de Castilla,
Garci Fernández, hizo llamar a su hijo Abd Allah y al gobernador de
Zaragoza para que le acompañasen en la razzia. Acto seguido relevó de su
mando al gobernador de Toledo, lo que éste supo interpretar como la
llegada de una venganza, decidiendo huir inmediatamente al reino leonés
bajo el amparo de Bermudo II. No se equivocaba. En cuanto Almanzor tuvo
ante sí al gobernador de Zaragoza, ordenó encarcelado por alta traición y
decapitarlo poco después. Sólo entonces Abd Allah adivinó el fin que se
le avecinaba y, como Piedra Seca, huyó del califato, aunque en su caso
al condado de Castilla. En su persecución, Almanzor asoló los
territorios castellanos de San Esteban de Gormaz, Osma y Alcoba de la
Torre. Y aún hubiera proseguida si no fuera porque, viéndose perdido,
Garci Fernández pactó la entrega de Abd Allah siempre que se le
respetara la vida. Almanzor así lo juró, pero sólo para romper la
promesa y ordenar la decapitación de su hijo en cuanto éste pisó terreno
sarraceno.
ÚLTIMAS INCURSIONES
Abnegado
ante la evidencia, el rey Bermudo II comprendió que, para sobrevivir,
debía aliarse con Almanzor y tras la muerte de Abd Allah envió a una de
sus hijas, llamada Teresa, para convertirla en su concubina. Parece ser
que la mujer fue muy de su agrado, porque en el año 993 se desposó con
ella. Aún así, Almanzor no perdonaba a su suegro haber acogido a su hijo
rebelde, como tampoco olvidaba que su anterior vasallo, Piedra Seca,
siguiera al amparo del conde Garci Fernández. Poco a poco ese rencor fue
haciendo mella en su corazón, hasta que en 995 organizó otra campaña
militar sin importarle que el invierno estuviese muy avanzado.
El 3 de julio de 997 un poderoso ejército partía de Córdoba hacia tierras nunca antes saqueadas. Su meta principal, la basílica de Santiago de Compostela
Bermudo II, en clara
minoría de efectivos, sólo pudo observar cómo sus enemigos saqueaban por
enésima vez Astorga, obligándole a concertar el pago de un tributo
anual al califato para preservar su reino. Durante un tiempo cumplió el
acuerdo, pero con el paso de los meses el dinero dejó de llegar a
Córdoba y Almanzor diseñó la que sería su incursión de castigo más
famosa, la conocida con el nombre en clave de Shant Yaqub (Santiago).
El
3 de julio de 997 un poderoso ejército partía de Córdoba hacia tierras
nunca antes saqueadas. Su meta principal, la basílica de Santiago de
Compostela, símbolo y orgullo de la cristiandad europea. Desde Coria, la
hueste recaló en Viseo, donde se le añadieron mercenarios y vasallos de
diversos condados cristianos. En Oporto el ejército creció aún más
gracias a la escuadra enviada por mar, trayendo alimentos, material
bélico y caballos de refresco. Desde ese día todo lo que encontraron a
su paso fue pasto de las llamas. Fortalezas, poblaciones, monasterios…
nada respetó Almanzor y nada ralentizó la marcha de aquellos miles de
hombres que, con el paso de las horas, sentían más cerca Santiago de
Compostela. Hasta que el 10 de agosto…los muros de la ciudad salieron a
sus ojos.
Afortunadamente, la ciudad había sido evacuada días
antes y apenas se registraron muertes en su interior. Durante una semana
la única ocupación de los árabes consistió en saquear la ciudadela, con
la orden expresa de respetar la tumba del apóstol y al monje que la
cuidaba, convertido en cronista forzoso de aquellas jornadas. La
basílica no disfrutó de la misma amnistía y entre el botín llevado a
Córdoba se encontraban las puertas de la entrada y las campanas,
reutilizadas las primeras como vigas para la gran mezquita y las
segundas como lámparas.
Una nueva era se acercaba y, con ella,
nuevos enemigos. En 999 fallecía Bermudo II y unos meses más tarde el
rey de Pamplona, García Sánchez II. De los antiguos adversarios de
Almanzor, ninguno quedaba ya con vida, puesto que el conde de Castilla
también llevaba varios años muerto. Sería precisamente su heredero,
Sancho García, quien en el año 1000 encabezara una coalición, otra más,
para enfrentarse al emir de Córdoba. Enojado por la osadía y sin
comprender cómo los cristianos se afanaban en darse una y otra vez
contra la misma piedra, Almanzor vistió nuevamente la armadura. Mas algo
era diferente en esta ocasión. Sancho García había logrado reunir el
mayor ejército de los últimos años gracias a gentes procedentes de
Navarra, de la marca sur, de Galicia y de León. Todo hombre en edad
militar, desde el Mediterráneo hasta el Atlántico, había sido
movilizado, adiestrado y pertrechado con la única obsesión de matar a
Almanzor. Pero nada de esto amedrentó al andalusí.
El resultado fue desastroso para los cristianos, porque, sin nadie que les hiciese frente, los musulmanes saquearon las localidades cercanas e incendiaron los pastos y terrenos de cultivo colindantes
El
encuentro se produjo el 30 de julio a los pies de Peña Cervera, en el
valle del Duero. Sorpresivamente y apabullada por el arrojo de los
cristianos, la ala derecha musulmana comenzó a sucumbir, iniciando una
huida que presagiaba pronta victoria. Almanzor así lo intuyó también y
para elevar la moral de la tropa envió a dos de sus hijos para dieran
ejemplo de bravura. La decisión surtió el efecto buscado. Cuando los dos
hermanos acudieron con sus guardias personales al campo, Sancho García
creyó que llegaban ejércitos de refresco y ordenó a sus hombres
retirarse. El resultado fue desastroso para los cristianos, porque, sin
nadie que les hiciese frente, los musulmanes saquearon las localidades
cercanas e incendiaron los pastos y terrenos de cultivo colindantes.
Y AL FINAL… LA MUERTE
Cualquiera
de estas batallas hubiese bastado para llenar de sangre más de diez
vidas, pero Almanzor sólo vivía para el combate y en el año 1002
Almanzor dirigió otra razzia, la última de su vida. Ni sus 62 años de
edad, ni la extraña enfermedad que le aquejaba, le impidieron cabalgar
al frente de sus hombres, como siempre había hecho desde aquel ya lejano
977. En esta ocasión el objetivo fijado fueron las tierras riojanas,
donde el monasterio de San Millán de la Cogolla fue saqueado y
seriamente dañado, aunque no destruido. Quizá por la gravísima recaída
que Almanzor sufrió en su salud y que hizo detener la razzia de
inmediato e iniciar el regreso a Córdoba transportando al caudillo en
camilla. Para la imaginería popular cristiana, aquel fue un castigo
divino por saquear la cuna del castellano y lugar santísimo, pero nada
de verdad hay en ello.
En el año decimotercero de su reinado, después de muchos estragos y horrores, sorprendido Almanzor por el demonio que en vida lo poseyera, en Medinaceli, ciudad grandísima, fue llevado al invierno
“Veinte
mil soldados están inscritos en mis banderas, pero ninguno de ellos es
tan miserable como yo”, repetía constantemente el emir a sus compañeros.
Tras unas semanas de auténtica penalidad, la comitiva llegó a
Medinaceli, donde Almanzor encontró la muerte en la madrugada del 11 de
agosto. Y poco más se sabe sobre sus días finales. Sólo que Córdoba
entera se vistió de luto, siendo miles los que lloraban su muerte por
las calles. Mientras, los cristianos respiraban aliviados, porque como
recitó la Crónica Silense, “por esta época el culto divino pereció en
España; toda la gloria de los cristianos cayó, los tesoros que
enriquecían las iglesias fueron robados completamente, hasta que, por
fin, la divina piedad, compadeciéndose de tanta ruina, dignóse alzar
este azote de la cerviz de los cristianos, porque en el año
decimotercero de su reinado, después de muchos estragos y horrores,
sorprendido Almanzor por el demonio que en vida lo poseyera, en
Medinaceli, ciudad grandísima, fue llevado al invierno”.
Historia de Iberia vieja
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