Shakespeare dedicó tragedias a Julio César y a Cleopatra
y Marco Antonio, pero no a Augusto. Es un personaje importante, pero también
secundario, en Yo,
Claudio, de Robert Graves, así como en la versión de Cleopatra que
protagonizó Elizabeth Taylor. Sin embargo, el primer emperador de Roma, el
hombre que acabó con la República aunque conservó hábilmente sus instituciones
vacías de poder, fue cualquier cosa menos un personaje secundario de la
historia: Cayo Octavio (63 antes de Cristo-14 después de Cristo), bajo el nombre
de César Augusto, es una figura ineludible para entender lo que fue Roma y, por
tanto, lo que somos nosotros y, a la vez, absolutamente contemporánea, porque su
biografía plantea cuestiones cruciales como el naufragio que puede sufrir una
democracia cuando sus instituciones dejan de funcionar o la tragedia de tener
que elegir entre el caos o la dictadura (libios, iraquíes y sirios tendrían
mucho que decir sobre este tema).
Su vida no estuvo formada sólo de política: tenía un enorme sentido del
humor; durante su reinado vivieron los tres poetas latinos más importantes,
Horacio, Ovidio y Virgilio, de hecho, tuvo con este último el mismo papel que
Max Brod con Kafka: se negó a cumplir su última voluntad de quemar sus obras y
gracias a eso la Eneida ha llegado hasta nosotros. Fue un lúcido planificador
urbano y un excelente administrador. También, y es algo que no se debe olvidar,
un tirano despiadado y sangriento en su camino hacia el poder: organizó junto a
sus entonces compañeros de triunvirato, Marco Antonio y Lépido, las llamadas
proscripciones, las listas negras de ciudadanos condenados a morir (y a perder
todos sus bienes). Shakespeare resumió su crueldad en un par de frases: "Todos
estos entonces deben morir. Sus nombres quedan anotados". Así lo describe
Suetonio en su Vida del divino Augusto (Gredos, en traducción de Rosa
María Agudo Cubas): "Cuando dieron comienzo, las puso en práctica con más saña
que los otros dos. De hecho, mientras que aquellos se dejaron a menudo ganar por
la recomendación y las súplicas, él sólo puso todo su empeño en que no se
perdonara a nadie". Una de las víctimas de este gran terror fue un personaje
crucial: el gran orador y político Cicerón.
Bajo el título de Augusto. De revolucionario a emperador, el
escritor británico Adrian Goldsworthy, acaba de publicar una monumental biografía
en La Esfera de los Libros, que fue recibida este verano con buenas críticas en
el mundo anglosajón. Impecable historiador militar, autor de libros como La
caída de Cartago o Los hombres que forjaron un imperio (ambas
en Ariel), ha publicado también una biografía de Julio César, el hombre que
nombró a Octavio su hijo adoptivo y le donó en su testamento sus bienes y su
nombre (por eso primero pasó a llamarse Cayo Julio César y luego César Augusto).
El asesinato de César en los idus de marzo del año 44 antes de Cristo precipitó
la entrada en política de este joven patricio que fue capaz de formar un
Ejército con solo 19 años. La publicación de la biografía ha coincidido con la
conmemoración del segundo milenario de su muerte con exposiciones en París y
Roma. Sin embargo, su huella más importante está en las piedras de la propia
Roma y su sombra, en muchos rincones de nuestro presente.
El segundo milenario de su nacimiento se celebró en 1938, en pleno auge de
los totalitarismos, y apareció entonces un libro definitivo para entender a
Augusto, La revolución romana (Crítica), del gran latinista de Oxford
Ronald Syme (1903-1989). Hasta entonces, la mayoría de los historiadores veían
el vaso medio lleno (Augusto como gran estadista, que forjó durante sus 41 años
en el poder no sólo un imperio, sino un sistema administrativo perdurable) y no
como un tirano. Aunque no lo menciona expresamente, Syme hablaba también del
tiempo que le tocó vivir. En una entrevista la semana pasada en Cardiff,
Goldsworthy reconoce que es inevitable trazar paralelismos entre el pasado y el
presente.
PREGUNTA. ¿Cree que Augusto es una advertencia universal sobre los
peligros que pueden correr las democracias?
RESPUESTA. Lo es, pero el error es verle a él como la causa. Nació en el año
63 antes de Cristo. Ya se había producido un intento de golpe de Estado, la
conspiración de Catilina, y una guerra civil. La República romana estaba rota
cuando César o Pompeyo comienzan a combatir. Y, sin duda, cuando Augusto alcanza
el poder, el sistema ya estaba sentenciado, el pueblo estaba desesperado por
lograr paz y estabilidad, habría aceptado cualquier líder que se las
proporcionase. Eso explica en parte el éxito de Augusto. Pero tampoco tenemos
que minusvalorarlo, porque realmente les dio paz y estabilidad, algo que no
había logrado el sistema republicano. No hay que olvidar que la libertad que
defendían era el Gobierno de la aristocracia senatorial, basado en extorsionar a
las provincias, en sobornarse los unos a los otros. Creo que la lección es que,
cuando una democracia está rota, aparece gente como César y Augusto; lo que no
ocurre cuando el Estado funciona relativamente bien.
En el corazón de la biografía de Goldsworthy late la profunda contradicción
que marcó la vida de Augusto: el tirano que fue a la vez un buen gobernante. La
catedrática de latín de la Universidad de Cambridge Mary
Beard, autora de libros tan importantes como El triunfo romano
(Crítica), lo planteó así en un
artículo de The
New York Review of Books: "¿Cómo podemos entender la transición de un
violento caudillo militar en los conflictos civiles que padeció Roma entre los
años 44 y 31 antes de Cristo al venerable hombre de Estado que murió
plácidamente en su cama en el 14 después de Cristo? ¿Cómo explicamos la
metamorfosis de un joven matón, al que se le atribuye haber arrancado los ojos a
un prisionero con sus propias manos, en un legislador preocupado por elevar la
moral en Roma, por revivir las antiguas tradiciones religiosas y por transformar
la capital de una ciudad de barro a una ciudad de mármol?".
"Es extraño porque no puedes pensar en ningún otro dictador o líder militar
que se haga menos violento cuando toma el poder", responde Goldsworthy, de 45
años, que logra desplegar con cordialidad, y sin pedantería, sus inmensos
conocimientos sobre Roma. Dejó la enseñanza hace años para dedicarse sólo a la
escritura, y ahora vive en una casa junto al mar, a pocos kilómetros de la
capital galesa, entre sus libros sobre la antigüedad y una serie de novelas
ambientadas en la Guerra de la Independencia española. "Algunos estudiosos creen
que se fijó en lo que le ocurrió a Julio César, así que tenía que dar la
impresión de que respetaba el Senado. Pero, en mi opinión, es él quien evita
comportarse como un tirano sangriento porque ya no lo necesita. Y sabe que, si
quiere, siempre podría volver a matar. Creo que, además, se mantuvo fiel a una
idea: así es como un servidor público debe comportarse", prosigue. Una historia
resume perfectamente su sentido del Estado: cuando ordenó construir el foro, los
propietarios de unos terrenos se negaron a vender y él no quiso ni expropiar, ni
quitárselos por la fuerza, por eso el foro no es un rectángulo, sino que le
falta una esquina. Prefirió que su gran proyecto arquitectónico fuese imperfecto
a saltarse su propia ley.
Así describe esta contradicción el historiador español Javier Arce, profesor
de Arqueología Romana de la Universidad Charles de Gaulle Lille 3 y autor de
obras como El último siglo de la Hispania romana (Alianza): "A pesar de
las acciones sanguinarias que caracterizaron su consecución del poder y su
Gobierno despótico, aunque él pretendía y se proclamaba 'restaurador de la
república', Augusto fue un gran administrador. Organizó los servicios públicos,
dividió los territorios provinciales para poderlos controlar más fácilmente por
sus legados, creó provincias para que fueran gobernadas por el Senado; organizó
la justicia, creó vías y caminos, fundó colonias con los veteranos de sus
legiones, reorganizó el censo de ciudadanos con fines fiscales".
Goldsworthy tuvo que lidiar con esta contradicción para construir su
biografía, pero también con la escasez de fuentes y con las leyendas que
circulan sobre Augusto.
P. ¿Tuvo que luchar mucho contra la ficción en su biografía, contra
Shakespeare o Robert Graves?
R. Lo difícil es luchar contra las expectativas, incluso contra lo que hemos
aprendido como estudiantes, y enseñado luego. Pero porque hayamos contado la
historia de una forma, no significa que sea cierta. Hay que ir a las fuentes y
el primer sorprendido por algunas cosas fui yo.
P. ¿Fue el papel de su esposa, Livia, una de esas sorpresas? En su
libro Livia es mucho menos importante que en Yo, Claudio donde asesina a todos
los pretendientes hasta que solo queda su hijo Tiberio, e incluso mata al propio
Augusto cuando empezaba a tener dudas sobre la capacidad de éste. Sin embargo,
usted defiende que nada de eso es cierto.
R. Livia fue sobre todo su compañera. Nos olvidamos muchas veces de que viajó
con él a lo largo de todo el Imperio. A Iberia, va por lo menos tres veces. Al
Rin, al Danubio, al Este, a Grecia... Pasó años viajando y Livia estaba con él
la mayoría de las veces. El personaje de Robert Graves que manipula y asesina no
aparece en las fuentes. Pudo haber sido así, pero no hay evidencias de que
ocurriese.
P. Usted explica en su libro que murió de anciano, que su corazón
falló, frente a la explicación de Graves de que, como sólo comía higos que cogía
de un árbol, Livia los embadurnó con veneno.
R. Tenía casi tenía 77 años, había estado gravemente enfermo varias veces;
sus grandes amigos, Mecenas o Agripa, ya habían muerto. No debería sorprendernos
que un hombre a esa edad en el siglo I después de Cristo muera. Muy pocos
romanos llegaron a una edad tan avanzada. La teoría de Graves es muy atractiva,
pero insisto, no está en las fuentes. Más bien, parece que realmente escogió a
Tiberio como heredero.
P. Supongo que en una biografía de la antigüedad tiene que resignarse
a que habrá cosas que nunca llegarán a saberse, porque incluso las fuentes
principales, como Suetonio, no son totalmente fiables. ¿Es así? ¿Es eso lo más
difícil de su trabajo?
R. Totalmente. Porque incluso cuando rechazas una fuente porque no es fiable,
normalmente no hay nada para poner en su lugar. Hay tantas cosas que no sabemos,
tantas cosas que se han perdido... Incluso el historiador griego Dion Casio, que
es un senador romano de origen griego que escribe al principio del siglo III,
dice que una vez que Augusto asume el poder se toman tantas decisiones entre
bambalinas, fuera de la mirada pública, que no hay constancia de cómo se
tomaron, a diferencia de lo que ocurría en el Senado donde los debates eran
públicos. Utilicé a Casio, que escribió 200 años después de la muerte de
Augusto; a Suetonio, que escribe casi un siglo después y que utiliza muchas
habladurías. Lo interesante es que también se conservan muchas cosas que son
negativas sobre Augusto, algunas se remontan a la guerra civil y a la propaganda
de Marco Antonio; pero también están todas estas historias sobre sus aventuras
sexuales, todas las intrigas. Con esto quiero decir que los historiadores no
tienen solamente la versión oficial y nada más. Pero eso tampoco quiere decir
que la versión hostil tenga que ser cierta. Hay que evaluar cada dato y
reconocer que existen aspectos que nunca conoceremos.
P. ¿Es cierto que era un hombre que tenía un gran sentido del
humor?
R. Creo que le era muy útil políticamente, porque si puedes hacer reír a la
gente rompes la tensión. Una situación que puede acabar muy mal puede
desactivarse con un chiste. Cuando está a punto de producirse un motín porque el
pueblo quiere un reparto gratuito de vino, Augusto responde que Agripa hizo
construir un acueducto y que tienen agua de sobra para calmar la sed. Es mejor
que decir que no se lo va a dar. Augusto le gustaba al pueblo, no el tirano que
llegó al poder a través de la guerra, pero sí el hombre que se comportaba de esa
forma, accesible, amigable, que siempre quiere sugerir que está al servicio del
Estado. El humor forma parte de su éxito. Hay muchas historias sobre él, como el
viejo chiste romano de que va por la calle y se encuentra a un hombre que se le
parece mucho y le pregunta si su madre estuvo en Roma hace unos años, a lo que
responde: "Mi madre no estuvo, pero mi padre sí". Seguramente es inventado, pero
el hecho de que se riese dice mucho de su régimen, la gente podía reírse,
incluso a su costa, siempre que las cosas no fuesen más lejos.
La conversación sobrevuela muchos aspectos de la inabarcable influencia de
Augusto. Fue un gran moralista, que mandó a su hija y a su nieta a un exilio
nada dorado por su vida disoluta (Suetonio asegura que en su testamento prohibió
incluso que fuesen enterradas con él). Para muchos
estudiosos la férrea moral cristiana es un reflejo ante todo de las
imposiciones de Augusto. Tampoco se puede soslayar la referencia más famosa a
Augusto, en los Evangelios (Lucas 2,1-2: "Aconteció en aquellos días, que se
promulgó un edicto de parte de Augusto César, que todo el mundo fuese
empadronado"); aunque no fue consciente (ni pudo serlo) del acontecimiento más
importante que ocurrió bajo su reinado: el nacimiento del que se convertiría
años más tarde en un profeta revolucionario, Jesús de Nazaret.
El novelista
Robert Harris, autor de dos estupendas novelas sobre Roma y uno de los
narradores que mejor ha sabido explicar las implicaciones contemporáneas de una
antigüedad que no resulta nada remota, resumió
así la figura del emperador en una elogiosa crítica de la biografía de
Goldsworthy: "César Augusto puede ser considerado el líder más importante que
haya conocido el mundo, superando de lejos la longevidad, el control político y
el impacto histórico de Napoleón, Stalin o Hitler. Fue el fundador del Imperio
Romano y su gobernante durante 40 años hasta su muerte en el 14 después de
Cristo; el comandante de 60 legiones; aclamado como imperator —vencedor en el
campo de batalla— por sus soldados en más de 21 ocasiones; el patrocinador de
las artes, amigo de Horacio, y que salvó la Eneida para la posteridad; el
urbanista que heredó una ciudad de barro y la convirtió en una ciudad de mármol
(según sus propias palabras); el filántropo (y cleptómano) que donó 43 millones
de sestercios al tesoro romano; el dios que fue venerado en Oriente desde que
tenía apenas 30 años. Sin embargo, el hombre dentro del coloso nos elude". Quizá
hay algo que siempre se escapa en su figura porque Augusto encarna como nadie el
misterio y el abismo del poder. Y por eso será siempre nuestro
contemporáneo.
Augusto. De revolucionario a emperador. Adrian
Goldsworthy. Traducción de José Miguel Parra. La Esfera de los Libros. Madrid,
2014. 627 páginas. 34,90 euros (electrónico: 8,99).
Guillermo Altares
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