En una sociedad tan jerarquizada y organizada como la de Roma, el acceso a los cargos públicos estaba regulado y se hacía mediante elecciones relativamente democráticas. Solo relativamente democráticas, porque para ser candidato a uno de estos cargos debías disponer de recursos suficientes y porque solo podían votar los hombres libres con la ciudadanía romana —por enésima vez las mujeres se quedaban fuera de poder ser protagonistas de la historia—. La mayoría de los cargos públicos tenían periodicidad anual, no estaban remunerados y, en algunas ocasiones, eran desempeñados por dos miembros por aquello de no acaparar poder (en ocasiones esta dualidad hacía difícil la toma de decisiones). Al no estar remunerados, solo los candidatos de familias pudientes y con recursos podían ser candidatos, ya que debían financiar de su bolsillo las campañas electorales e incluso todos los gastos durante su mandato. Y no eran pocos, porque para ganarse el favor del pueblo costeaban obras públicas o financiaban espectáculos (teatro, carreras de cuadrigas, lucha de gladiadores…). Pero no sufráis por ellos, para unos era un gran honor —lo que hoy se podría llamar un servicio público—, y para otros era una inversión de futuro —para llegar a un puesto vitalicio en el Senado, el cementerio de elefantes—. Al contrario de lo que ocurre en los cementerios, donde los que están dentro no pueden salir y ninguno de los que está fuera quiere entrar, en la política los que están dentro no quieren salir y todos los que están fuera quieren entrar. Los distintos cargos públicos que ocupaba una misma persona durante toda su vida se llamaban cursus honorum (carrera política).


Es curioso el origen del término «candidato», procedente del latín candidatus, que significa «el que viste de blanco» porque durante la campaña electoral debían vestir una túnica blanca (cándida) que mostraba su honradez y pureza para acceder a un cargo público. Ironías de la vida o del lenguaje, todos los políticos corruptos que un día sí y otro también acaparan las portadas de la prensa en algún momento fueron candidatos. Una vez convocadas las elecciones y hechos públicos los diferentes candidatos, comenzaba la campaña electoral… y la carrera por el voto. Aunque ahora a los candidatos les gusta mucho eso de soltar arengas para que sus incondicionales les ovacionen, recorrer las calles de las ciudades y fotografiarse haciéndole carantoñas a los niños, dando besos y abrazos a diestro y siniestro, olvidan pronto el «nunca prometas con lo que cumplir no cuentas» y ponen en práctica el «prometer hasta meter y una vez metido, se olvida lo prometido». Y eso precisamente es lo que hacían en Roma, ganarse el voto a pie de calle. Aquí tenía especial importancia la figura del nomenclator. Aunque hoy en día ha quedado como un simple «catálogo de nombres», en la antigua Roma se llamaba así a los esclavos que acompañaba al candidato por las calles para susurrarle discretamente al oído el nombre de la persona a la que se dirigían para pedirle su voto. Si un candidato se dirige a ti por tu nombre, sabe si tienes familia o en qué trabajas, tiene mucho ganado. Por tanto, su labor era muy importante y, lógicamente, debían tener una memoria de elefante para poder recordar todos esos datos. Buscando más similitudes con nuestra época, también tenían sus particulares pegadas de carteles. Grupos de seguidores e incluso gentes contratadas para la ocasión, recorrían las calles para buscar los mejores «escaparates» donde estampar pintadas (grafitis) vendiendo las excelencias de su candidato o sacando los trapos sucios de sus adversarios. Y cómo no…, la eterna corrupción. Aunque estaba terminantemente prohibida la compra de votos, el dinero y otras prebendas eran los responsables de que se votase a un candidato u otro.

Y ahora que sabemos cómo se desarrollaban las elecciones, vamos a extrapolar a los candidatos ( B ) y partidos que se presentarán a las elecciones de Hispania el próximo 10 de noviembre y llevarlos a la Antigua Roma. Y para ello me serviré del magnífico hilo publicado en twitter por Cierva de Sertorio.

 A

Los hermanos populares Graco lideran Unita Possumus (Unidas Podemos), con el nombre en género neutro para no discriminar. Luchan por los derechos de los proletarii y de las mulieres, que por algo su madre Cornelia fue la más importante de su tiempo. Están abiertos a todos los socii y peregrini.


El joven Cayo Octavio Turino representa Magis patria (Más País), una facción nacida de este año como consecuencia de la crisis política. Acepta veteranos de todos los partidos populares, y por muchos es considerado el futuro de la Res publica. No se diferencia demasiado de Unita Possumus.


La Popularis Factio (ad) Orbem Excipiendum (PSOE) o PFOE (facción popular para salvar el mundo) es una facción ambigua. Es popular, pero no demasiado, ya que César, en cuanto coge el poder, no lo suelta, y sólo lo quiere para él. El pueblo lo ama, y es el partido con más representación.


Si el PFOE es ambiguo, Cives (Ciudadanos) aún más. Pompeyo no hace ascos ni a los populares de César ni a los optimates de Sila. Representan a los plebeyos enriquecidos y se mueven por intereses. Están ganando cada vez más popularidad gracias a las campañas y hazañas de su líder.


Catón y su tradicionalismo se ven reflejados en el Pro Populo (PP). Optimates de pies a cabeza, defienden el Mos maiorum (costumbres de los ancestros; conservadores) con firmeza y se oponen a los intentos progresistas de los populares. No le hacen mucha gracia los extranjeros, y su lema es Gibraltar Delenda Est.


Por último se encuentran Sila y Vox, la facción más optimate de todas. Vienen a salvar la república de la escoria popular y a establecer un nuevo orden (si es necesario con proscripciones). Hacen campaña con el águila romana y con los ataques de Mitrídates en Oriente a romanos.